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LOS MAREADOS

"De las más bellas canciones interpretadas por Mercedes Sosa, “Los Mareados”, de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo, está entre las mejores. Esta historia está inspirada en el tango que lleva ese título, pero podería ser al contrario."

Quien llegase aquel lugar durante el día, tal vez, no podría imaginar el glamour que lo caracterizaba en la noche. Las poltronas rojas bastante desgastadas, el tapete maltratado por las zapatillas de las mujeres y por los pasos del tango; las cortinas cayendo…. todas esas cosas que le daban un aspecto decadente adquirían un brillo especial cuando el ambiente era iluminado por la débil luz artificial del recinto reflejándose en las esferas recubiertas de espejos que colgaban del techo. Era entonces que la visión de los hombres se empañaba por el consumo del alcohol, el humo de los cigarrillos y la belleza vulgar de las prostitutas.

Ernesto era uno de los pocos hombres que conocía los dos aspectos de ese lugar. Por intermedio de María Soledad se había tornado “de la casa” y ya no necesitaba esperar las horas de la noche para estar con ella. Muchas veces, María al despertar, cerca de las dos de la tarde, tenía como primera visión una rosa roja extendida como regalo por la mano derecha de Ernesto. Allí mismo pasaban lo que restaba del día en un pequeño cuarto que se localizaba en la parte interior de aquella casa de ilusiones.

Pero eso duró solo algunos meses. Lentamente, parece que aquella misma fuerza que llevó Ernesto a desear siempre estar con María todos los días, se encargó de hacer brotar en él una terrible resistencia a la idea de compartir el cuerpo de ella con otros hombres. Fue así que, sin una causa evidente, Ernesto pasó a alternar momentos de cariño y ternura con momentos de agresividad y repulsa.

María no entendía, o mejor, entendía pero no aceptaba:

- ¿No fue aquí mismo que me conociste? No sabías de mi situación desde el principio?

- Sabía - admitía Ernesto, agachando la cabeza - pero algo dentro de mí me decía que si tu te apasionabas por mí como yo por tí, cambiarias.

- ¿Y crees que no he cambiado? ¿Piensas que también no me apasioné por ti? ¿Qué sabes sobre una mujer que se entrega a un hombre por amor o por dinero?

- ¡No hables así! – gritaba Ernesto. – ¡No soporto pensar en eso!

- ¿Que quieres que yo haga, mi amor? - Preguntaba ella suavizando la voz, mientras se encogía un poco y giraba para arriba las palmas de sus manos como suplicándole.

- Tú, para tenerme no necesitas dejar tu trabajo, ni tus estudios o tus amigos, a pesar de que ellos dicen que estás haciendo locuras y que necesitas separarte de mí. No importa lo que hagas, continuarás con tu familia y tu cuarto en la casa de tus padres. ¿Y yo? ¿Podría tenerte solo a tí y ser solo tuya sin cambiar la vida a la cual estoy acostumbrada? ¿Sin dejar el único lugar que tengo para vivir y sin perder las pocas amigas que tengo? Además, si yo dejase todo por tu causa y consiguiese lo que llamas un trabajo honesto, ¿tu estarías dispuesto a presentarme como tu mujer a las personas con quien convives e ir conmigo a los lugares que frecuentas?

De hecho, Ernesto, joven y soltero, sabía que sus padres esperaban que él se casase con una joven de clase media, como ellos, y claro está, eso solo después de terminar la carrera en la universidad. Mientras tanto, continuaría trabajando en el almacén de productos eléctricos de su padre, para poder mantener su estilo de vida. Así, sin saber que responder a María, él se quedaba callado. Ella lo envolvía en sus brazos y nuevamente se amaban locamente, olvidando el resto del mundo. Hasta que la realidad llevase a un nuevo y más fuerte ataque de celos de Ernesto.

En medio de estos altos y bajos afectivos los dos continuaron encontrándose por algún tiempo pero, los momentos de agresividad de Ernesto fueron cada vez más frecuentes que los momentos de ternura. Un día, ella le pidió que no la buscase más, él entendió, también, que no debería buscarla y así decidieron poner fin a su apasionado amor.

A pesar de lo que ya estaba decidido, considerado por ellos mismos como la más sensata de las decisiones, Ernesto y María Soledad se encontraron una vez más. Él diciendo que no conseguía cumplir lo decidido y ella mostrando total complicidad con aquel momento de flaqueza de Ernesto. Sin embargo, el encuentro terminó como los anteriores: con él aburrido, saliendo del cuarto y gritando que no regresaría más. Ni siquiera escuchó cuando también María le dijo para nunca más volver y después cerró la puerta con estrépito.

Fue esta la última vez que Ernesto estuvo allí. La última vez, por supuesto, durante el día, porque, un año después, en una de esas noches oscuras y frías, regresó. No entró por la puerta de atrás como hacía antes, sino por la puerta principal, por donde entraban otros hombres interesados en los placeres allí ofrecidos.

¿Que pasaba por la cabeza de Ernesto? Ni el mismo sabía. Por el tiempo que había pasado desde el último encuentro, sabía que se había libertado de la necesidad física del cuerpo de María. ¿Como se sentiría ahora en su presencia? ¿Tendría deseo de tomarla nuevamente entre sus brazos? ¿O simplemente la recordaría como un placer del pasado? Y ella, ¿como reaccionaria? ¿Lo ignoraría o lo trataría como cualquier cliente? Tal vez, sería mejor que ella no estuviera allí. Que viviese en otra ciudad o estuviese trabajando en otra casa nocturna. Sin embargo, ¿porque él habría regresado si no era por la esperanza de verla de nuevo?

Todos esos pensamientos hervían en su cabeza, cuando fueron interrumpidos por la presencia repentina de María Soledad en la sala de baile.

No parecía la misma María que Ernesto acostumbraba a ver en sus encuentros diurnos, en su cuarto, dulce y cariñosa. Tampoco se parecía aquella joven que dos años atrás se le insinuara, en esa misma sala de baile, con sus ojos brillantes y su sonrisa alegre. La mujer que aparecía ahora, tenía una sonrisa irónica y un ar impaciente, lo que le daba un aspecto un poco antipático. Sin embargo, ella continuaba linda y fascinante.

Sus ojos se cruzaron y Ernesto no sabía de qué hablar o qué hacer. Todo lo que le vino a su mente fueron las primeras estrofas del tango “Los Mareados”:

Rara, como encendida
Te hallé bebiendo, linda y fatal.
Bebías,
Y en el fragor del champán
Loca reías, por no llorar.

Pena me dió encontrarte,
Pués al mirarte
yo vi brillar tus ojos,
Con un eléctrico ardor,
Tus bellos ojos que tanto adoré…

Antes que los versos se completasen en su cabeza, Ernesto vió que María Soledad se aproximaba para sentarse en su mesa. En un instante desapareció de ella la impaciencia de su rostro. La sonrisa, antes irónica, volvió a ser aquella que lo cautivara la primera vez que la vió.

- ¿Pagas una bebida para un vieja amiga? - Ella preguntó con la voz un poco trabada por el efecto que el alcohol causa en la lengua.

- Claro - respondió Ernesto, también sonriendo. Sintió cierto alivio al comprobar que ella no le guardaba rencor, a pesar de la desastrosa despedida del último encuentro. Además, se dió cuenta de que se sentía atraído todavía por ella pero, esa atracción no se comparaba con la voluntad desesperada de abrazarla que lo dominaba en el pasado.

Ernesto pidió una botella de vino y dos copas y así, con esa botella y dos más que vinieron después, celebraron el fin de un amor que ninguno de los dos acreditaba que iba a prosperar pero que a pesar de todo, les causó tanto dolor abandonarlo. Se embriagaron y recordaron los buenos y malos momentos que habían pasado. Se divertían, recordando situaciones ridículas a las cuales solo los enamorados se exponen. También lamentaron todo lo que se habían maltratado.

Entonces, cuando eran más de las dos de la madrugada, Ernesto se levantó de la mesa y anunció su último brinde de esa noche. A pesar de la iluminación deficiente, era posible ver las pequeñas gotas que se formaron en los ojos de María Soledad. A pesar de que su boca decía adiós, aquellos mismos ojos insistían para que él permaneciese un poco más.

Ernesto pensó que no tendría fuerzas para salir de allí. Las manos de los dos resistían a la separación como si bailasen un tango cuya letra hablase de despedida. Sin embargo, la sensualidad del baile los mantenía juntos. Finalmente se separaron en un gesto brusco, como tantas veces sucede en los pasos del tango.

Mientras observaba Ernesto caminar en dirección a la puerta, María dijo alguna cosa que nadie oyó, pero aquellas palabras, que se perdieron en el ambiente ruidoso del Cabaré, bien podrían ser las mismas con las cuales Enrique Cadícamo construyó los últimos versos de “Los Mareados”:

- Hoy vas a entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida. Tres cosas lleva mi alma herida: AMOR, PESAR, DOLOR. Hoy vas a entrar en mi pasado. Hoy nuevas sendas tomaremos. Que grande ha sido nuestro amor y, sin embargo, ay, mirá lo que quedo...

Texto agregado el 08-08-2012, y leído por 106 visitantes. (0 votos)


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