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HOY

Un día más para Cristina.
Miró a sus hijos. Parecían dos ovillitos desprolijos entre los trapos del catre. Hacía frío. Todavía dormidos les puso las camperas y las mamaderas tibias entre las manos que se tomaron sin abrir los ojos. Luego cargó uno en cada brazo y salió.
Mientras caminaba por los estrechos callejones, entre ranchos silenciosos, iba pensando que Nadia cada día pesaba más. Estaba altísima. Pronto cumpliría tres años. Las piernas flojas que colgaban casi hasta sus rodillas, le dificultaban el paso.
Aún no había amanecido cuando llegó a la parada del ómnibus. Los conductores ya la conocían. Eran gentiles. Le arrimaban el coche al cordón y muchas veces le avisaban al guarda para que le subiera a uno de los nenes.
Una hora hasta el centro. Era importante estar antes de las ocho de la mañana, cuando llegaba el aluvión de empleados a las oficinas. Era la hora que ella llamaba de la inversión. Solo necesitaba que la vieran acurrucada de frío, con los niños dormidos apretados junto a ella. La recompensa venía después.
En el transcurso de la mañana recibía algunas monedas. Cuando llegaba el mediodía, los mismos empleados que la habían visto al llegar, salían a comer. Era inevitable que no se percataran de su presencia. Algunos pasaban sin mirarla, pero al regreso, envuelto y calentito, le dejaban un trozo de pizza o una milanesa con pan. Solo así podían hacer ellos una buena digestión. Cristina lo sabía y lo agradecía. Otros le dejaban unas monedas antes, como para poder llegar al restaurante con el apetito intacto y la conciencia tranquila. Bien por ellos. A todos Cristina los amaba. De ellos dependía su almuerzo y el de sus hijos.
La tarde era larga. Los chiquilines cansados y aburridos le tironeaban las manos y con su media lengua le decían: ¡vamos, vamos!
En esas horas interminables en la calle, Cristina cansada y harta de vivir, se preguntaba una y otra vez a donde la llevaría la vida. Hoy solo le importaba procurar la comida para sus hijos. No quería pensar en mañana. No existía para ellos. No quería verlos crecer. Implicaba otras necesidades que hoy no podía satisfacer.
Con la llegada del atardecer otra vez la marea humana y la cara alzada de Cristina, casi con insolencia, como diciéndoles: No me olviden. Mañana voy a estar aquí. Mañana y pasado y todos los días mientras me puedan ayudar.
Un día Cristina no subió al ómnibus antes del amanecer. Ni los empleados de las ocho la vieron al entrar. Tampoco necesitaron al mediodía traer comida para ella y para su conciencia.
Pasó otro día y otro más. Una semana. Meses. Ya nadie se acordaba de Cristina.
Liviana, sin frío, jugando con sus hijos sanos y hermosos, sin hambre ni sed, Cristina pensaba: Solo me importa el día de hoy, pero ya no le temo al futuro...




Texto agregado el 03-08-2004, y leído por 244 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
25-03-2007 Una realidad dificil de comprender pero que la vemos todos los dias en las calles. Muy bueno cassia
31-05-2005 Un bello relato... gracias por presentarlo... saludos. jackievidela
15-04-2005 consiguió trabajo? o marido? Un relato triste y muy actual. He visto esas madres horas tiradas con sus niños pidiendo y se me parte el alma, pero también pienso si no es culpa de la sociedad que no hace nada por ayudarlas con un trabajo digno. Es un texto de muchísimas lecturas, hasta llegué a pensar que ella y sus hijos estaban muertos. Un abrazo y estrellas. Magda gmmagdalena
02-12-2004 Un trsite final... pero al menos hay un final que es un comienzo. Ta bien. Saludos. nomecreona
06-10-2004 Joder, la ia esa lo k es una mala madre, porque no busca un trabajillo, menuda perraaaaaaaaaa Lum
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