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Se llamaba Eugenia Alberti, era algunos años menor que yo, trabajaba como costurera en una casa de moda y vivía junto a su padre, ya que su madre había muerto siendo ella una niña. Como verán, esta joven no era una persona “de la sociedad”, sino que tenía un origen tan humilde como el mío.
La conocí por una triste casualidad: su padre era obrero de la fábrica a la que yo representaba como abogado, hasta que se accidentó trabajando y quedó lisiado. Entonces le inició un juicio a los dueños, y yo, como era mi obligación, tuve que defenderlos. Su hija lo acompañaba permanentemente y durante el tiempo que duró dicha querella mantuve con ella y el abogado de su padre largas charlas, en las que descubrí a una mujer exteriormente pequeña y frágil, pero con una fortaleza y abnegación dignas de admirar.
El abogado de su padre y yo mantuvimos largas discusiones laborales, en las que cada uno mantenía firmemente su posición, aunque a decir verdad yo hubiera preferido cambiar de bando y tratar de ayudarlos. En dichas conversaciones frecuentemente intervenía Eugenia, ya sea para dar cuenta del estado de salud de su padre, que estaba postrado en su cama, o para mantenerse informada sobre el rumbo que tomaba la querella. Debo confesarles que desde el primer momento me quedé perplejo al ver la voluntad y la fortaleza que tenía esa mujer pequeña y al parecer debilucha, que sin embargo soportaba con estoicismo y gallardía la enfermedad de su padre, y trabajaba de sol a sol para mantenerlo.
Pero desgraciadamente en la Argentina, y aún en aquella época, la Justicia es lenta y dura mas que una enfermedad. El padre de esta muchacha tuvo una gangrena y murió antes de que el pleito quedara concluido. La empresa que dirigía mi cliente y amigo Ernesto Mejía y su socio Gamboa debía indemnizarlos con una gran suma de dinero, que por supuesto querían evitar pagar. Con la muerte del obrero la suma debería ser aún mayor. Yo sentía que debía defender lo indefendible.
Cuando ví la expresión de dolor de la muchacha al comunicarme la muerte de su padre hice todo lo posible por ayudarla y tratar de que ganase el juicio, que sin duda fue uno de los mas difíciles que se presentaron en la fábrica en el corto tiempo que llevaba. Yo traté por todos los medios de que la empresa perdiera el juicio, ya que la posición económica de la joven era francamente desastrosa, y a mi humilde entender la muerte de su padre se había producido como consecuencia de las denigrantes condiciones en las que se trabajaba. Pero Gamboa y Mejía no estaban dispuestos a abonar tal suma, y por la mitad del dinero consiguieron que el juez de turno aceptase los ridículos argumentos que yo había presentado contra el obrero.
Después de varios meses la empresa ganó el juicio, yo me sentí frustrado, Eugenia debió trabajar mas para poder vivir y pagar el entierro de su padre, y el juez que intervino se compró un auto nuevo. Aunque parezca mentira, un puñado de billetes vale mas que todas las leyes y códigos que se hayan escrito, pero en aquella época yo todavía era decente y no podía entenderlo.
Desde el momento en que terminó el juicio me quedé preocupado por esa joven que había sido castigada por el destino y por los mezquinos intereses humanos. Después de quince días de estar dubitativo decidí ir a verla, ya que tenía la dirección del lugar donde trabajaba. Al llegar a una pequeña tienda de moda femenina, me ví acorralado por una rechoncha señora, que me preguntó inquisitorialmente adonde iba. Le dije que quería ver a la señorita Alberti.
Cuando me dejó pasar a la pieza donde trabajaban unas diez muchachas, me acerqué a ella y me senté en una silla que tenía al lado. Contrariamente a lo que yo esperaba, ella no me miró y siguió con la vista clavada en la aguja y el pedazo de tela que tenía en las manos. Noté que sus compañeras comenzaban a murmurar con malicia y cierta envidia, y eso me impulsó a romper el silencio. Recuerdo que a viva voz, y sin quitarle la vista de encima, le pedí perdón por lo que había pasado con su padre, y le dije que yo había hecho todo lo posible por perder el juicio.
Por supuesto, ella no me creyó ni una palabra, y aunque siguió con la vista clavada en su trabajo ví como se le llenaban los ojos de lágrimas, no sé si por recordar a su padre o porque pensaba que me estaba burlando de su dolor.
Las compañeras se quedaron perplejas con mi alocución, ya que seguramente habrán imaginado que estábamos hablando de común acuerdo con algún código secreto entre nosotros, seguramente se habrán puesto a pensar que le quise decir entrelíneas. Pero no le hablaba con ningún código secreto. Simplemente eran las palabras de un hombre que estaba arrepentido y que, aunque aún no se daba cuenta, también estaba enamorado.
Eugenia tenía los ojos húmedos y no quiso levantar la vista ni contestarme nada. Estaba muy acongojada. Yo, sin percibirlo entonces, había descubierto en esa costurera escueta, pálida y simple a la mujer de mi vida. Me retiré cabizbajo, pero me prometí a mi mismo volver a verla y ayudarla. Era el extremo opuesto de Azucena: pequeña, de rostro pálido pero hermoso, ojos celestes, boca fina, nariz aguileña y mirada dulce. Era una mujer simple pero extraordinaria, melancólica y de cara triste. Seguramente, de niña nadie la había llevado a pasear en un lujoso Studebacker, ni conocía las opulentas y frívolas fiestas “de la sociedad”, y nadie se batiría jamás a duelo por ella, ¡Qué injusto que es todo!, pensé al retirarme del taller donde trabajaba.
Durante varios días pensé como podría hacer para ayudarla. En esos momentos no imaginaba que había conocido a la mujer con la que compartiría casi cuarenta años de mi vida.

Durante varias semanas estuvo revoloteando en mi mente esa joven a la que inconscientemente le había hecho daño. Sentía la necesidad de ir a hablarle y disculparme con ella, pero no sabía como hacerlo. Me condolía de ella al imaginarla trabajando en esa pieza oscura y asfixiante, sentada en su silla, cosiendo y bordando por unos pesos miserables. Pensaba en la forma en que había muerto su padre, y en la oprobiosa situación en la que se trabajaba en la fábrica de Mejía y Gamboa.
El trato que se les daba a los trabajadores era indignante, pero cada vez que alguno de ellos sufría algún accidente, a causa de las denigrantes condiciones de trabajo, y le correspondía ser indemnizado, yo debía defender los intereses de la empresa. ¿Y ellos qué?, que se los coman los piojos. Casi siempre la sentencia era favorable a la empresa, y entonces yo obtenía una fuerte suma de dinero (ya que eran épocas de prosperidad y en ese entonces Mejía hijo pagaba muy bien). En caso de que mi defensa estuviera floja y hubiera posibilidades de que el obrero ganara el juicio, manos maestras pagadas por la empresa “untaban” al juez interviniente, y Mejía y Gamboa ganaban de todas maneras. Yo tampoco era ningún santo y tenía que vivir, asi que obtuve grandes cantidades de dinero defendiendo los intereses de la fábrica, y tratando de que los obreros perdieran todos los juicios. Pero ese era mi trabajo, asi que no me puedo quejar de lo que hice.
A decir verdad, como abogado estaba al tanto de ciertos movimientos de la empresa, y así como se cotizan el oro o el dólar, en aquel momento también se cotizaba mi silencio, que según la magnitud de lo que debía silenciar tenia un precio menor o mayor. Pero me estoy yendo por la tangente, y quiero ir al grano: a medida que pasaban las semanas me inquietaba mas pensar en la pobre muchacha, así que un viernes por la tarde me decidí y fui nuevamente a buscarla a su trabajo.
Quería saber algo mas de ella, donde vivía. Entonces, como un detective improvisado, urdí un plan. Estaba seguro de que entrar donde ella trabajaba no serviría de nada. Me tendría que topar con la regordeta y habría un clima tenso, seguramente sus compañeras se pondrían a hablar por lo bajo y ella pasaría un mal momento. Si la esperaba en la puerta se pondría nerviosa, tal vez agresiva. Entonces decidí aguardar que tomase el tranvía y seguirla con mi auto, sin que se de cuenta.
Y allí estaba. Era un viernes, a las siete menos cuarto de la tarde. Yo estaba dentro del auto, a unos veinte metros del lugar donde ella trabajaba. Desde las siete en punto comenzaron a salir algunas de las muchachas. Esperaba con ansiedad. Ella fue la última en salir, eran las siete y cuarto. Apagué mi cigarrillo y me quedé aguardando el próximo movimiento. Salió, cerró la puerta del pequeño taller y caminó unos metros por la vereda empedrada, en dirección contraria a donde yo estaba.
Avancé unos metros para no perderla, ella vió mi auto pero sin prestar atención. Se quedó esperando el tranvía. Tenía la cara triste, la vista clavada en el empedrado de la calle. Sentí una gran compasión y bastante angustia. El tranvía no llegaba. Yo la observaba desde la vereda de enfrente. Ella no me veía. Estaba oscureciendo. La calle estaba inhóspita. Ella seguía con la vista clavada en las piedras de la calle, como si hubiera en ellas un secreto misterioso que trataba de averiguar. Después de algunos minutos llegó el tranvía, colmado de sufridos mortales que hacían lo posible por llegar vivos y sanos a sus casas (ya que en esa época también se viajaba bastante mal).
Seguí al tranvía en su recorrido algunos metros por detrás, durante veinte minutos, hacia el sur de la ciudad. Finalmente vi que tras un grupo de personas descendía Eugenia. Paré el automóvil y la seguí con la mirada. Después de caminar unos veinte metros con paso cansino, llegó a una pensión. Había varias personas sentadas en sillas en la vereda, que la saludaron atentamente. Yo dudé algunos instantes y finalmente decidí no molestarla.
Había algo que me atraía a ella. Me sentía culpable por lo que le había pasado, quería redimirme ante ella. Pero, ¿por qué? ¿Qué buscaba en aquella mujer que me había quitado el sueño?, ¿Qué estaba haciendo a pocos metros de la casa de quien había perdido a su padre por desidia?, yo había apañado y defendido esa desidia. ¡Qué feliz hubiera sido de haber perdido el juicio! Sentía una quemazón en el pecho, odio conmigo mismo. En toda mi carrera había tenido muchos casos como éste, pero ninguno me había afectado de tal modo. ¡Qué ridículo que era todo aquello! Esa mujer misteriosa, de aspecto suave y sencillo, me estaba haciendo perder la cordura. ¿Qué quería, qué esperaba de ella? Tal vez, sin darme cuenta, envidiaba su fortaleza, su energía. La quería y le había hecho daño, ¡que sensación tan extraña! ¿Acaso será amor? Pero, ¡para qué amar con culpa! ¡Qué impotente me sentía!
Creo que mas que amor me inspiraba compasión, una gran pena. Y ella, ¿qué sentiría por mi? Odio, rencor, resentimiento… o quizás nada. ¿Sería así el amor?, con Azucena era distinto. Los pensamientos me abrumaban. ¿Qué buscaba en una mujer que vivía en una pensión, cosía, bordaba y tenía un peinado horrible? Quizás había encontrado una persona que estaba tan sola y desamparada como yo. ¿Sería así el amor?, con Azucena era distinto.
Sea discreto el lector y respete mi silencio, que el escribir esto me trajo una gran melancolía, y ya estoy viejo para recordar algunas cosas. Les diré solamente que a comienzos de 1945 me casé con Eugenia Alberti. No tuvimos hijos. Así es mi vida, como una estrella fugaz. Ni padres ni hijos.
Ahora que la he perdido, luego de haber compartido casi cuarenta años, la imagino como entonces, con la cara triste y la vista clavada en las piedras de la calle, como si hubiera en ellas un secreto misterioso que trata de averiguar. Y lloro, y siento compasión, no por ella, sino por mi. Ella nunca lloraba. Yo si, cada vez que la recuerdo, aún hoy. ¿Sería asi el amor?

Texto agregado el 05-02-2013, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


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