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En 1959 viví el capítulo mas dramático de mi vida. Cuando cumplí cincuenta años, y quizás porque todavía no había asumido mi frustración, traté por todos los medios a mi disposición de hallar algún dato de mis padres, por magro que éste fuera. Durante largo tiempo, y a pesar de que descuidaba mis tareas de abogado, revisé filiaciones, leí y releí viejos archivos y partidas de nacimiento, recorrí el lugar donde había transcurrido mi niñez, trabajé incansablemente revisando antiguas actas de matrimonio, y realizando infinitas conjeturas e hipótesis, pero todas mis esperanzas e ilusiones se derrumbaban repentinamente o se diluían con el tiempo. No era tarea fácil, hace casi treinta años, buscar datos sobre alguien que había vivido en un pequeño pueblito de la provincia de Buenos Aires a principios de siglo, y que había abandonado a su hijo recién nacido en las puertas de un orfanato. Sin embargo, ya había tenido una madre, aunque no tenía un solo indicio sobre su paradero. Me torturaba pensar que todavía podía estar viva, aunque quién sabe en qué parte. No se por qué pensaba que de estar viva sería muy pobre y enferma y necesitaría mi ayuda, pero, ¿cómo buscarla?, ya en aquélla época el orfanato donde me crié había cerrado sus puertas, y estaba abandonado y derruído, presentaba un aspecto verdaderamente desolador. Todos los antiguos integrantes habían muerto, o se habían ido. Sin embargo, todavía estaba el viejo archivo, que contenía, aunque carcomidos, todos los documentos de entonces. A la sazón encontré una enorme acta donde el padre Carlos llevaba cuidadosamente anotados, los nombres de todos los niños que entraban y salían, con sus respectivas fechas. Encontrarme entre esa maraña de nombres y registros interminables fue sin dudas una tarea ímproba, que no obstante realicé con bastante ansiedad. A mediados de 1907, no recuerdo ahora la fecha con exactitud, figuraba un bebé sin nombre ni datos personales, de aproximadamente cuatro meses, que había sido bautizado con el nombre de Timoteo por el padre Carlos, y que tomaba el apellido Expósito, que en aquéllos años se les daba a los huérfanos.
Por conjeturas lógicas, mi madre debería vivir o trabajar en la zona. Acudí al Registro Civil del lugar, donde revisé los matrimonios que se habían celebrado en esos años, aunque sabía que mi tarea era inútil. No conocía ningún nombre, y tal vez mi madre fuera soltera. Pese a que removí cielo y tierra, no obtuve ningún dato, y debí seguir arrastrando mi frustración. Me ayudaron entonces en mi búsqueda dos amigos míos, que también eran abogados.
En setiembre de 1959, cuando ya prácticamente había perdido todas las esperanzas, uno de mis amigos me comentó que había encontrado a un hombre en San Nicolás de los Arroyos que tenía que contarme algo muy importante. Acordé con mi amigo que trajera a este hombre al día siguiente a mi estudio, pero que querría conversar a solas. Así se hizo, y al otro día se presentó ante mí un hombre de unos sesenta años, aunque parecía mayor por tener la piel curtida por el sol, y por algunos desmanes que seguramente había cometido Baco en el pobre hombre. Se presentó ante mí como Teófilo García, nacido en un pequeño rancho a orillas del río Paraná en mil novecientos, y que en ese entonces vivía en una modesta casa en San Nicolás. Cuando le pregunté, con bastante escepticismo, que cosa tan importante tenía para decirme, me explicó titubeando y con un poco de temor que su madre era una campesina, que a comienzos de siglo trabajaba como sirvienta en no sé qué parte, y que vivía en una pobreza casi absoluta. Según el relato de este hombre, que ya a esta altura me empezaba a interesar, él era el noveno hijo, y en los años subsiguientes a su nacimiento llegaron tres mas. De todos los hijos había muerto la mayoría, y a algunos otros se les había perdido el rastro. Él vivía solo con su madre, que tenía noventa años y se encontraba muy enferma. Ésta mujer había vivido con un hombre que al parecer era el padre de seis de los hijos, y que en 1905 había muerto, según me dijo, “de un mal del corazón, aunque algunos afirmaban que lo habían engualichado”. Según este hombre, dos de los hijos que vinieron después de él, habían muerto debido a la promiscuidad en la que vivían. Entonces la mujer decidió llevar al tercero, es decir al último, a un orfanato donde pudiera criarse y llevar una vida mas digna que la de sus hermanos, ya que no podía criar a tantos al mismo tiempo.
Yo, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas, no terminaba por creer la historia, y le pedí datos mas precisos. Entonces me mostró una vieja carta, firmada por el padre Carlos y fechada en junio de 1907, donde éste le explica a la joven madre que su hijo estará a salvo, y que ha sido cristianamente bautizado con el nombre de Timoteo Expósito, diciéndole que cumplirá con su deseo de no develar la identidad materna, para que no le guardare rencor. Efectivamente, la firma era la del padre, al igual que su manera de escribir, el estilo y la cadencia eran exactamente iguales que otros escritos suyos. El papel carcomido y amarillento y la tinta borrosa, eran una prueba fehaciente de su autenticidad. Yo no pude contener mi emoción al leer con mis propios ojos el documento, y me estreché en un largo abrazo al rústico hombre, que también se mostraba emocionado.
Habíamos acordado que ese fin de semana iría a San Nicolás a conocer a su madre, mi madre. Los días previos la cabeza me daba vueltas y no podía ordenar ningún pensamiento. Mi esposa me criticaba mi irritabilidad. Estaba eufórico pero me deprimía por momentos. Iba a ver a mi madre por primera vez a los cincuenta años. Estaba turbado, desconcertado. Los años me pesaban, sentía que ya era tarde, me invadía una profunda melancolía.
Ese fin de semana recorrí el mismo camino que había hecho un tiempo antes para buscar datos. Estaba muy excitado y tenía una gran expectativa. Me estaba por suceder algo realmente extraordinario y trascendental. Mi vida ya no sería como hasta entonces. El día anterior a mi partida me peleé con el otro amigo que me estaba ayudando, porque me decía que tenía grandes dudas sobre la veracidad de la historia, y me recomendaba que hiciera todas las averiguaciones correspondientes, y que bajo ningún concepto le diera un centavo a nadie. Pero yo estaba seguro de que esa carta era del padre Carlos, y las fechas coincidían, aunque no obstante, algunas dudas daban vueltas en mi cabeza.
Al llegar al lugar que me había indicado mi hermano, me encontré con una modesta y pequeña casucha en los suburbios de la ciudad, y no pude evitar imaginar cómo habría sido mi vida, de no haber estado en el orfanato. A medida que me iba acercando a la pequeña casa por un camino de tierra, el corazón me latía agitadamente. Eran los segundos previos al momento mas importante de mi vida.
La pequeña casita, de ladrillos y techo de paja, tenía un hueco que estaba cubierto por unas mantas, a modo de puerta. Al avanzar unos pasos me topé con una jauría de perros vagabundos que habitaban en la zona, y que me salieron al cruce. Una vez que me los pude sacar de encima me quedé parado frente a la casa, y antes de entrar golpeé las manos. Luego ví que una figura se recortaba entre las mantas, y se acercaba a mí, era mi rústico hermano, quien tras brindarme una cordial bienvenida me invitó a pasar, diciéndome que mi madre me estaba esperando desde horas muy tempranas.
Con una excitación incontenible, entré y me encontré con una mujer que estaba sentada en un incómodo y sucio sillón, que me recibió con una sincera sonrisa. Yo solo atiné a abrazarla, y sin poder decir una sola palabra, comencé a llorar como nunca antes lo había hecho, mientras besaba sus manos arrugadas y temblorosas. No vacilo en asegurar que ese fue el instante mas emocionante de mi vida. Después de nuestro conmovedor encuentro, ella me acarició la cara, con los ojos llenos de lágrimas, y después de cincuenta años sentí por primera vez el cariño de madre, que ya creía imposible para mí. Estaba atormentado y turbado, no obstante me sentía profundamente feliz.
Cuando, una vez pasada la emoción inicial, observé atentamente a esa mujer con la cara arrugada y curtida, y los ojos hundidos, casi sin expresión, pensé que la dicha había llegado demasiado tarde. Ya era muy tarde para disfrutar del amor de una madre. Por un momento maldije los años que había pasado sin conocerla, no podía borrar de mi mente la impresión de que había perdido la mayor parte de mi vida sin tener lo que mas necesitaba. No era la madre que yo siempre había soñado tener. Estaba demasiado vieja y enferma para amarme como lo hubiera hecho antes. Creo que en ese momento, por primera vez en mi vida, me sentí viejo.
Una vez que se aposentaron los ánimos y que todos nos distendimos, mi hermano me relató, bastante apesadumbrado, las penurias que habían pasado en esos años, debido a la humilde vida que llevaban, ya que debían soportar, los dos solos, infinidad de problemas económicos. Mi madre, con voz lenta y cansada, me contó que me había dejado en el orfanato para que tuviera una vida mas digna que los demás, porque no podía hacerse cargo de tantos hijos, ya que debido a la poca higiene con la que vivían, mis dos hermanos mayores habían muerto a los pocos meses de vida. Hablaba pesadamente, como si estuviera muy cansada, o si ya no tuviera mas nada que decir. Su hijo la escuchaba con atención, demostrándole admiración y un profundo respeto.
Los dos escuchábamos con circunspección cada palabra de la anciana, que prosiguió contándome su vida, llena de privaciones materiales y con una gran soledad, haciendo permanentemente hincapié en las rudimentarias condiciones de vida que debía soportar, junto con el único hijo que se había mantenido a su lado a través de los años. Cada palabra era escuchada con atención por su hijo, que al oír hablar a su madre guardaba un silencio respetuoso, casi místico, que solo quebraba cuando la anciana comenzaba a titubear u olvidaba lo que quería decir. Entonces él, con una mirada cómplice y llena de ternura, completaba o reafirmaba el concepto que quería desarrollar la longeva. Noté que entre los dos se profesaban un respeto arcaico, que parecía no haber disminuido sino acrecentarse con el paso de los años. Bastaba una mirada entre ambos, o solo una inflexión en la voz, para que uno supiera lo que sentía o lo que quería decir el otro. Era como si a través del tiempo se hubieran conocido tanto que tenían pequeños códigos secretos entre ellos, que hacían desconcertar hasta al interlocutor mas suspicaz.
El lenguaje cadencioso, y a veces laxo, de la anciana, estaba lleno de fuertes imágenes que describían un ambiente paupérrimo y condiciones de vida denigrantes. Sin embargo al referirse a ello lo hacía con ternura, con el ascetismo que le habían otorgado los años. El relato del hijo, en cambio, era mas vigoroso aunque reflexivo, el mismo escenario inspiraba en él melancolía y cierto patetismo. No obstante, ambos llegaban a formar un dueto único, que si se separaba se desintegraría sin lugar a dudas. La laxitud de la madre se solidificaba y tomaba fuerzas con el vigoroso e impetuoso relato del hijo, y juntos formaban, aún cuando estaban en silencio, una unión imposible de romper, e incluso de introducirse en ella. Se hacía notorio el hermetismo del hombre de campo, que había pasado toda su vida prácticamente aislado de la sociedad, y que estaba rencoroso con ella, o al menos envidiaba su estilo de vida. Yo soy un bicho de ciudad y ésa es la impresión que tuve, no sé si me equivoco.
Después de pasar el día mas hermoso de mi vida, y de vivir emociones inenarrables, me quedó una sensación un poco amarga. Mi madre, aunque había estado cariñosa conmigo, me había tratado como a un extraño, y yo al verla tan entrada en años veía hechas trizas mis fantasías e ilusiones. No quedaba mucho tiempo para que nuestra relación madurara, y ella sin duda nunca me tomaría la confianza ni el amor que yo anhelaba. La presencia de su otro hijo era muy fuerte, y yo no podía competir con él. Sin duda, el triángulo no podría formarse, había alguien que estaba de más. Esta idea me torturó durante algún tiempo, aunque era lógico que así sucediera. No se puede, en una sola tarde, amar a alguien igual que a otro con quien se vivió durante toda la vida. A pesar de eso, como buen habitante de una sociedad competitiva y materialista, creía que si bien ya no podía disfrutar plenamente de ese afecto, al menos mi madre no moriría en esa rutinaria y agobiante precariedad. Decidí entonces obsequiarle una gran suma de dinero, para que pudiera sobrellevar su situación al menos con dignidad. Este dinero recayó por supuesto en manos del hijo, que lo recibió con una gran alegría.
Cuando retomé mis tareas, uno de mis amigos me reprochó el haber desoído sus recomendaciones de que no le diera un centavo a nadie hasta no estar seguro de la veracidad de la historia. Y como asegura el refrán, tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe. Volví a revisar, con mayor intensidad, la historia de mi familia, y decidí investigar en forma mas exhaustiva. Tras leer varios documentos de la época, cotejar fechas y realizar algunas conjeturas, comencé a dudar seriamente de la historia. Hasta que por fin el amigo que me había presentado a ese hombre decidió confesarme la verdad, que entre tales personas y yo no había ningún parentesco.
Al darme cuenta de la situación, mi frustración fue mucho mayor. No podía creer que el ser humano fuese capaz de tales bajezas. Fue enorme mi desilusión al descubrir la farsa, y sentir la ignominia y el oprobio ante la burla de la que fui objeto. Sucedió que uno de mis colaboradores en la búsqueda de mis padres, al revisar unos viejos papeles en el archivo del orfanato donde me crié, encontró la carta escrita por el padre Carlos, en la que éste le dice a alguien que yo he sido bautizado y que seré criado allí, y que él mantendría siempre su promesa de no develarme la identidad de mi madre, para que yo no le guardare rencor. Seguramente el padre había querido hacerme un bien, pero me ha perjudicado sobremanera, ya que yo me había hecho ilusiones, y mantuve esperanzas que nunca llegarían a cristalizarse.
Desgraciadamente, con el paso de los años, se conservó la carta pero no el destinatario, quizás el padre haya escrito dos copias iguales y ésta la guardaba consigo, lo cierto es que la carta existía, pero se habían perdido los datos de la persona a quien iba dirigida, y después de mas de medio siglo la búsqueda hubiera sido infructuosa e inútil. Aprovechando que yo ignoraba la existencia de tal documento, mi colaborador conoció en San Nicolás a estas dos personas, y convenció al hijo de realizar tal bajeza, confiando en que yo creería la historia sin oponer reparos de ninguna índole, arrastrado y confundido por la emoción y los nervios alterados que tenía por entonces. Una vez que yo hubiera mordido el anzuelo, seguramente entregaría de buena fe una gran cantidad de dinero a mi falso hermano y a mi madre, al conocer las condiciones de vida que llevaban, y del botín también sacaría una buena tajada mi corrupto amigo, por ser el factótum de la patraña.
Por supuesto que después del engaño mi amigo y yo nos dijimos de todo y no nos vimos nunca más, y lo mismo sucedió con mis familiares artificiales. Después de eso seguí buscando, aunque con un mayor escepticismo, pero no obtuve ningún resultado. Al cabo de un tiempo, debí resignarme cristianamente.

Texto agregado el 08-02-2013, y leído por 65 visitantes. (0 votos)


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