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Inicio / Cuenteros Locales / enriquep / REFLEXIONES DE UN VIEJO APOCALÍPTICO, TACITURNO, MELANCÓLICO Y REZONGÓN

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A veces cuando repaso con la memoria ciertos sucesos cotidianos de aquel entonces me queda, indefectiblemente, un sabor agridulce en la garganta. Casi todos los días, al regresar a mi casa, salía con Eugenia a recorrer las calles de los alrededores, que al caer la tarde eran cubiertas por una paz que hoy en día dejaría perplejos a esos neuróticos personajes que conviven con nosotros, y que van y vienen sin saber adónde ni para qué, mirando con frenesí sus relojes, atados a sus propios problemas.
¿El lector no cree lo que le digo?, entonces salga a la calle por un momento y comprobará que mis palabras no distan mucho de la realidad. Seguramente usted ya sabe lo que le digo, y tal vez no me comprenda, porque también está inmerso en la “neurosis colectiva” de estos tiempos. Pero yo no soy sicólogo ni lo quiero ser, por lo tanto no me corresponde analizar los aspectos sicofísicos de la realidad que vivimos, ya que la problemática actual merece ser estudiada y analizada fehacientemente por los expertos (¡vade retro, Freud!)
Tal vez diga lo que digo y piense lo que pienso porque en solamente ochenta años me convertí en un viejo taciturno, melancólico y rezongón, pero no me pidan que me adapte a la realidad, porque esta realidad está muy lejos de mi modelo de vida. Con esto no quiero decir que en mi época no existiesen los relojes, ni que no hubiese habido gente apurada, pero creo que teníamos mas tiempo para pensar y para disfrutar de la vida.
El principal problema que creo existe en estos tiempos es la crisis moral en la que vivimos. Al estar todos inmersos en esta crisis, no nos damos cuenta de ella. El problema no es la inmoralidad, sino la amoralidad. ¿Sabe cual es la diferencia? El inmoral realiza actos impúdicos, pero sabe que hay ciertas pautas y conductas morales que está infringiendo. Es decir que peca pero sabe que está pecando. Cruza el semáforo en rojo pero sabe que no está permitido, aunque lo hace porque le da algún provecho o alguna satisfacción. En cambio el amoral cruza el semáforo en rojo pero desconoce las leyes de tránsito, es decir que comete la infracción pero la ve como algo natural e incluso aceptable. El inmoral transgrede las normas, pero lo hace conscientemente, en cambio el amoral lo hace porque esas normas sencillamente no existen o ya no se usan. Las pautas morales son adquiridas, e incluso modificadas, por las sociedades a través del tiempo, pero cuando esas pautas se debilitan o simplemente se ignoran dejan de ser respetadas, y allí nace el germen de la amoralidad, que cada vez crece mas hasta que finalmente termina por destruir y corromper a la sociedad toda. Y a quienes me tomen por un viejo apocalíptico los insto a que repasen los últimos años del Imperio Romano, y notarán cuán ciertas son mis palabras.
Sin dudas habrá alguien relativamente joven que me replique: ¿acaso en su época ya no existía la bomba atómica, y las guerras, y la corrupción? Yo le contesto: así es, pero en aquel entonces era mas joven y menos escéptico, y mi óptica de la vida era mucho mas optimista que ahora. Pero también es cierto que la amoralidad creció mas en estos últimos cuarenta años que en los anteriores cuatrocientos.
Lo que digo es que en aquella época se le daba mas importancia a la amistad y, aunque suene cursi, a los sentimientos. ¿Conocen ustedes en la actualidad a alguna familia que se reúna a fin de año, donde se junten todos sus integrantes en un patio y salgan a bailar a la calle? ¿Saben de alguien que se acerque a su pretendida cantándole una serenata? ¿Conocen a algún apurado transeúnte que le deje a una señorita el lado de la pared, o que le ceda el asiento en algún transporte público? Ustedes me dirán que esas cosas son estupideces, y tienen razón. Pero con mis ochenta años me permito decirles que la vida está llena de esas pequeñas estupideces, que sin embargo modificarían nuestro modo de vida, si fueran empleadas con mayor frecuencia.
Otra de las cosas que noto, con bastante desazón, es que en la actualidad se ha perdido la alegría. Pero, ¿de que alegría me habla, me dirá usted, si cada vez estamos peor y ya no se puede vivir? Hablo, simplemente, de la alegría de vivir. Tenemos miles de problemas y preocupaciones, ¡pero estamos vivos!, eso es lo mas maravilloso que nos puede pasar.
¿Será justo amargarnos permanentemente pudiendo ser un poquitito así mas felices? ¿Dónde dejamos la alegría, nos la robaron o la perdimos sin darnos cuenta? ¿A quien se ve silbar por la calle, en estos tiempos? Cuando en el accidente que tuve en el ’39 me vi al borde de la muerte, descubrí que la vida es maravillosa, y que siempre hay un motivo, por mas nimio que sea, para seguir viviendo. Y lo dice alguien que en estas ocho décadas vió pasar muchas cosas y tuvo infinidad de utopías que se rompieron la crisma contra la dura pared de la realidad, y sin embargo siguió adelante, despacito pero con paso firme, y con la mayor dignidad posible. ¿Dignidad?, ¿qué es eso?, se preguntarán algunos desmemoriados. Si no se acuerdan de lo que era busquen un diccionario de la Real Academia y tal vez encuentren dicha palabreja. A ciencia cierta no sé si todavía está allí o si ya está obsoleta, en todo caso busquen en alguna edición anterior.
No crea el lector que con esto quiero olvidar todos los demás problemas que nos agobian, y no lo hago de ninguna manera. Soy consciente de que esta crisis alcanza a todos los niveles de la vida. Antes los viejitos iban a la plaza a darle de comer a las palomas, en cambio ahora se las comen ellos para poder sobrevivir. Tampoco quiero volver al pasado en todo, no quiero volver a la época del sombrero, ni del Glostora, la Pomona o el gofio. Solo quisiera que las generaciones de hoy y las que vienen rescataran la jovialidad y el alborozo de años ha, que al parecer han sido sepultados por el tiempo.
Perdonen que me vaya del hilo de la historia, pero me es necesario y refrescante escribir estas páginas. Otra de las cosas que creo se han perdido es el respeto a los ancianos. El trato que se nos da es sencillamente denigrante, como si los viejos fueramos la lacra de la sociedad. Para ejemplificar lo que digo les contaré algo que me pasó hace pocos días, y me afectó sobremanera. Como salgo poco de mi casa estoy bastante desconectado de ciertas cosas, tal vez por ello me horrorizo ante ciertas groserías que son moneda corriente en estos aciagos años. Antes de nada quiero disculparme por el lenguaje que me veré obligado a utilizar, pero quiero contarlo tal y como fue.
Hace unos días fui a cobrar mi jubilación, y me encontré con la desagradable sorpresa de que debía soportar una cola bastante larga. Sin embargo ocupé mi lugar y traté de olvidar cuanta gente tenía adelante. Después de mas de dos horas de ocupar pacientemente mi lugar, y al ver que todavía faltaba mucho tiempo, decidí ir a quejarme a la caja. Muchas personas habían ido a cobrar por sus padres y se quejaban, pero nadie osaba ir a increpar a quienes estaban atendiendo. Yo si. Al llegar me encontré con una mocosa de no mas de treinta años, que después de escuchar mi queja me contestó sin mirarme que debía esperar como los demás. Yo volví a ocupar mi lugar y seguí esperando…
Unos minutos después volví con la cajera y le dije, bastante exasperado, que no estoy muy bien de salud y no puedo estar esperando mucho tiempo, ya que me canso al estar parado (lo cual es verdad). Ella con displicencia me dijo que yo no tenía coronita, y que debía esperar como lo estaban haciendo todos.
Estas idas y venidas mias se repitieron seis o siete veces, la cajera se ponía cada vez mas incómoda y ofuscada conmigo, tanto que creo que si hubiera tenido un revolver me habría pegado un tiro. El ambiente se estaba poniendo cada vez mas tenso, y muchos otros tomaron mi idea y fueron también a quejarse, pero ella era tan lenta e ineficiente que cuando finalmente llegó mi turno y me había dado ya el dinero, le reproché su actitud y le dije que me iba a quejar a su superior, por su ineficiencia y su actitud tan irreverente. Y aquí llegó lo que me hiere tanto, y que me motiva a escribir estas páginas. Ni bien traspaso la puerta del banco oigo que me grita, con malhumor: -¡Andate, viejo boludo!
Creo que esta anécdota refleja y justifica con creces mis palabras anteriores, y aunque es una nimiedad es un claro ejemplo de la amoralidad en la que estamos inmersos, a la que hacía referencia anteriormente. La malhumorada cajera me llamó de ese modo pese a que hay normas de cortesía y entendimiento entre las personas, que ella seguramente desconoce o no usa, porque ya casi nadie lo hace. El insulto verbal también es una forma de violencia, aunque va a llegar un momento en que se tome como una cosa normal. Pero supongamos que ella tuviera razón, y que yo me comporté indebidamente: ¿tenía derecho a llamarme como me llamó? Si yo tuviera un vecino enano que todos los días me saluda cortésmente, ¿tengo derecho yo a contestarle “buenos días, enano”? Si yo tuviera una secretaria a la cual Dios le ha dado unas ancas abundantes, ¿tengo derecho yo a despedirme de ella con un “hasta mañana, culona”? ¿Por qué siempre debemos recurrir a los defectos ajenos o a herir con la palabra, pisoteando la dignidad del otro? ¿La qué?... nada, no tiene importancia.
Tal vez me haya explayado demasiado con este tema, pero la decadencia en la que estamos sumergidos me preocupa, y por momentos me aterra.

Texto agregado el 08-02-2013, y leído por 95 visitantes. (0 votos)


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