Las luces palpitan y se estrellan contra la oscuridad. Yo me siento vacía y choco con la realidad. Tu boca me llama, ¿quién eres?. La luna acaba de malgastar su tiempo protegiéndome esta noche, no logra entender las causalidades de cada una de mis penas. Tengo miedo. Escucho una melodía en mi alma que me llega a recordar esos violines que tocaban para nuestro encuentro. Llevo tus manos impregnadas en mi cuerpo. No me gusta recordarte como el hombre que me hizo sentir feliz en algunos momentos, me gusta hacerlo de la manera en que tu no la harías: recordarte como aquel que me hizo estar bien todas mis noches, a pesar de tu ausencia en varias de ellas. Tu olor me deja envuelta en la magia de tus sueños, aquellos que siempre tienen un significado, que pasaron invisiblemente por tus ojos. Te quiero.
El mar fue nuestro primer testigo. Fue el testigo de tus huellas en la arena y yo siguiéndolas a ellas. Fue el testigo de tu pestañeo constante, de esa sonrisa que me llegaba a ser feliz a mí, porque estuve ahí para presenciarla y soy afortunada. Esa manera de vivir adherido a las fantasías, a ese enamoramiento fácil, a ese rato sutil de nuestras memorias, a esa vida llena de misterios, a esa mirada triste que me reflejaba el dolor. Estaba ahí para ti, para cada palabra que saliera de tu boca, incluso para tus silencios. A pesar de tus rasguños en mi alma, esos que normalmente acaban después del atardecer, ya no hay heridas en mi piel. Déjame contarte con las palabras que no tengo, que hiciste salir de mí un fuego que estaba apagado, lograste invertir esa tristeza y me diste calor. Fuiste mi luna, por eso no necesito a otra.
Si algún día yo no estoy para ti, es porque estaré muerta. Me conformo con tus silencios, aunque sean largos y sin respiración. Déjame invitarte a pasar una tarde de otoño bajo los árboles y pisar las hojas secas juntos, vivir una vida llena de aventuras, que nos lleven a pensar: “nunca me dejes ir”.