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Inicio / Cuenteros Locales / SantiagoLeyva / La habitación.

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El cuarto es pequeño. En el centro del techo cuelga un foco del que emana, bifurcándose en destellos opacos, una lucecita que apenas disimula las formas de los escasos enseres, dispuestos, entre otras cosas, para crear una absurda sensación de amplitud. Las sombras de los objetos se desparraman, irregulares, a lo largo y ancho de las escuetas paredes, manchadas de humedad y salitre.
Es verdad que antes, hace algunos años, el arte daba para una vida más o menos decente. En otro tiempo, incluso, vivió en una parte de la ciudad menos lúgubre, de espacios amplios y aromas neutros, muy diferentes a esa combinación disarmónica de olores espesos, mohosos y añejos; de desperdicios orgánicos, cañería y cuerpos sucios, que minuciosamente inundan cada rincón de la habitación, y que irremediable; y de cierta forma,  afortunadamente, funcionan cómo un potente somnífero. Es cierto. Y él lo sabe. Porque en otra época podía descansar los fines de semana, los días de asueto o cualquier otro día que quisiera tomarse. A veces, durante esos días libres, se perdía en alguna provincia, se instalaba en un hotel céntrico, que no fuera el más barato, ni tampoco de un lujo excesivo. Se pasaba las mañanas recorriendo rincones perdidos; librerías polvorientas, museos municipales poco interesantes, vecindades depresivas, lugares enrarecidos, carentes de multitudes. No muy entrada la noche, regresaba al hotel a tomar la cena, y poco antes de las nueve, se perdía en un sueño profundo, imperturbable, sólo interrumpido por la disciplina del reloj corporal. Nunca fue un madrugador, hasta donde su memoria alcanzaba  recordar, apuntando el reloj las ocho y treinta de la noche, los ojos comenzaban a pesarle como dos rocas pétreas.
Era mejor ir lo más lejos posible, lugares poco probables donde no fuera a toparse con alguna persona de la ciudad, nunca estaba de más tomar todas las providencias, por exageradas que éstas parecieran. Sabía bien que algún rumor sembrado por ahí, podía acabar con su inmaculada carrera.
Las personas en esa época eran más caritativas, recuerda. A veces, tiempo después, pensaba que era la desquebrajada economía del país; la inflación, la crisis, el déficit y todos esos conceptos extraños, poco comprensibles para él y, que oía pronunciar una y otra vez a las personas en la tele, en la radio y a las personas que pasaban por alguno de los puntos meticulosamente escogidos. Porque él, no era hombre de rutinas, era más bien hombre de probabilidades,y, según su lógica matemática, aunada a una cábala personal, estar siempre en el mismo lugar, seguro que no era productivo a su empresa. Además creía, con cierta razón, que las mismas personas pasaban por los mismos lugares todos los días, y que, por muy bondadosas que fueran, tarde o temprano se hartarían de regalar su dinero. Y algún tiempo esa técnica funcionó, empezaba a rendir sus frutos. Las ganancias iban en aumento, y algunos días; los más, tenía que hacer varios viajes a su departamento a dejar el montón de billetes y monedas, que ya no cabían ni en las bolsas de los pantalones ni en el sombrero de palma; usado como recipiente para el dinero. Muy intuitivamente, pensaba también, que si otras personas se daban cuenta de lo bien que iba el día, seguramente el remordimiento no haría sus efectos. Entonces era mejor mantener el sombrero y los bolsillos, cuanto más pudiera: vacios. Así eran esos tiempos, pero la modernidad lo alcanzó pronto, quizás no a él, pero sí a la ciudad. El agitado ritmo de los años recientes había empezado a causar sus estragos, y los cuatro viajes diarios que hacía al departamento para depositar billetes y monedas en una enorme alcancía en forma de marrano, habían disminuido a razón de uno cada cinco años, por lo que al cabo de quince, sólo tenía que realizar el recorrido una vez por día. –Es la economía- solía decir para sí mismo, pero después fue advirtiendo que en realidad las personas prestaban poca atención a su presencia. Cambió de estrategia después de una larga cavilación. Decidió entonces ponerse de pie en lugar de permanecer tirado en el suelo, aunque después de unos minutos se entumía de piernas y descansaba un rato en el piso. Esperó paciente a que las monedas empezaran a llegar, pero la postura recién adoptada no trajo cambios significativos. Apenas unos cuantos ancianos se compadecían, y, algunos niños, que sí notaban su presencia, jalaban del brazo a sus padres y en un pequeño porcentaje de las veces los persuadían para arrojar algunos fierros -los niños, no los padres, eran quienes los arrojaban-, eso era lo divertido para ellos. En ocasiones, alguno de esos mocosos no media bien su fuerza y arrojaba las monedas muy cerca de su cara, pero él estaba bien entrenado, su trabajo era algo serio, y nunca mostró la seña mínima de un reflejo, la contracción del ceño o algún parpadeo revelador. A veces, las monedas golpeaban su cara, y solo cuando sentía el frio metal golpear sus mejillas o su frente, emitía un gesto benevolente, de liviano dolor. Empezó entonces a percibir por esos días, que en todos los lugares a que diario acudía a desempeñar su trabajo; fueran estos parques, alamedas, plazas o cualquier otro espacio concurrido, que empezaba a incubarse una creciente multitud de personajes perturbadoramente parecidos a él. Si bien no demasiado cerca, sí a una distancia a la cual podían considerarse competencia. – No importa- pensó –tengo mi clientela- pero era sólo para engañar a los oídos de la mente. Porque bien sabía que los viajes a llenar la alcancía ya no eran necesarios y que en algún momento tendría, irremediablemente, que abandonar su departamento, en esa calle que suponía limpia y elegante. Había ya trabado cierta amistad con algunos vecinos, y estos, sentían cierto afecto por él. Desde luego que, al atravesar la puerta hacia afuera, se consagraba rigurosamente a su labor histriónica y ninguno de sus vecinos, albergó nunca, la más leve de las sospechas.
Él no quería deja atrás esa vida; el departamento con sus dos habitaciones, su sala de estar, su pequeña cocina. No quería dejar a sus vecinos, a su casera, una señora divorciada y muy guapa, que en ocasiones lo invitaba a cenar a su departamento en el último piso del edificio, y que también, a diferencia de los otros inquilinos, le hacía un generoso descuento en el pago de la renta. Siempre estuvo secretamente enamorado de ella, pero cómo explicarle  la atracción que corría en su sangre, sus venas eran como imanes de neodimio, que necesitaban pegarse a su piel, cómo explicar la dulzura con que percibía lo terso de su cuello, de sus pechos. No podía explicar todas esas cosas que sólo están permitidas a la conciencia visual. No quería abandonar todas esas bonanzas. Sabía que su casera lo convencería de no irse, que iba a insistir, a ofrecerle un descuento extra, incluso a esperar meses sin cobrar renta, pero no él no podía vivir así para siempre, tarde o temprano la casera iba a incomodarse con su presencia sacacuartista , y no soportaría la vergüenza de sentirse arrimado.
La modernidad lo arruino todo, ahora era consciente de que tenía que abandonar el edificio, a sus vecinos, sobre todo aquellos con los que compartía pared, y con quienes había establecido una conexión tácita, cimentada en el deducido hecho de que las delgadas paredes no suponían un impedimento  para llegar a conocer los secretos familiares más profundos, y éstas lo sabían y así lo aceptaban. Y también el hecho de que esa apertura de intimidades no era reciproca, ya que él no hablaba con nadie, no tenía secretos que contar a nadie, y eso suponía una desventaja en ese juego. Fue entonces cuando dio la noticia a la casera, y como él suponía, trato de persuadirlo dándole un plazo enorme de meses, pero todas las suplicas -que por un momento lo hicieron imaginar la posibilidad de  que la
casera sentía, como él, ese deseo hirviente de poseer al otro- no lograron convencerlo.
Ahora las personas andan más a prisa, nunca notan su presencia, cada día portan artilugios más modernos y extravagantes que los distraen de lo terrenal, de lo real, parecen ocupadas en cosas importantes por la bocina del teléfono. Así es lo moderno, supone. Pocos son los que se compadecen y le dan algo de sus monederos, a veces, algún contacto blandengue en el hombro, con un dejo de repulsión, que sin embargo, mentalmente agradece. Nadie cruza miradas, las cortesías de antes han muerto. No es que sólo a él lo ignoren, en realidad nadie nota la presencia o el caminar de los otros, y eso lo alivia en algún momento – no es sólo conmigo- dice, y esas ocasiones le alegran el día. Ahora vive aquí, en este mosaico de desgracia humana, desprovisto de sus antiguos muebles, que vendió por que eran demasiado grandes para esta pequeña habitación de vecindad, perdida en un suburbio alejado del centro de la ciudad, una periferia deleznable; con calles sucias y árboles secos, casas con la pintura desgajada y paredes con tabiques desnudos. Entre personas hurañas y amargadas por la miseria, niños con mocos tiesos pegados en la nariz y en la boca que portan atavíos desgastados. Ahora pasa las noches contemplando las sombras de una mesita y una silla, del minúsculo frigorífico y de una estufa portátil. Al principio, sentía el viaje al centro en demasía, pesado y deprimente. Poco a poco retorno a la rigurosa rutina auto impuesta y asimiló la nueva situación. A final de cuentas ser actor de la ceguera, ya no era un negocio en esta ciudad.

Texto agregado el 26-10-2013, y leído por 157 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-10-2013 Muy bueno. Esos personajes siempre han existido y son tan reales como el hambre o la muerte y me ha gustado enormemente tu relato. Saludos. elpinero
26-10-2013 ja ja que vivo, hasta que se le terminó el negocio.Muy bueno.Me encanto.Original. jaeltete
26-10-2013 Se le acabó el guiso. Rentass
 
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