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Inicio / Cuenteros Locales / Ficciones / MUERTE Y DESTIERRO EN LA VORÁGINE Y LOS DESTERRADOS

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El presente trabajo hace un cruce entre dos obras: La Vorágine, de José Eustasio Rivera, y Los desterrados, de Horacio Quiroga.

Para facilitarlo, se extiende primero en algunas consideraciones de la novela y, a partir de determinado punto, se comienza a comparar con el texto de Quiroga. Este cruzamiento se hará fundamentalmente en base a dos ejes temáticos, que son el destierro y la muerte.

Para facilitar el acceso a estas páginas, para el caso de una relectura o la búsqueda de algún párrafo en particular, he intentado que se distinga de una manera rápida el texto que corresponda a citas de las obras mencionadas.



En la novela podemos distinguir la siguiente estructura: Un Prólogo, firmado por el autor; una cita del narrador Arturo Cova (según edición, puede estar antes del prólogo); la historia narrada por Arturo Cova, dividida en tres partes; y por último un epílogo no firmado que debemos atribuir al autor, según él mismo advirtió en el prólogo.

Tanto el prólogo como el epílogo forman parte de la historia, de la ficción; esto nos podría llevar a considerar que el narrador es José Eustasio Rivera y que Arturo Cova es un narrador dentro de este, así como varios otros quedarán abarcados por Cova y, en el caso de Clemente Silva, a su vez tendrá a Balbino Jácome como narrador subsidiario.

Sin embargo, sin intención de entrar en más consideraciones con respecto a quién debe tomarse como narrador de La Vorágine, aclaro aquí que a los efectos de la inteligibilidad de la presente monografía consideraré a Arturo Cova como "el narrador", siempre que no se especifique lo contrario.



Quisiera tener en cuenta sólo un dato de la biografía del autor de La Vorágine, según Fernando Rosemberg; y es que Rivera escribió la primera parte tras conocer los llanos de Casanare, pero antes de su viaje a la selva (en razón de haber sido designado secretario de una de las comisiones encargadas de demarcar la frontera colombiano-venezolana; «en esta nueva labor», dice Rosemberg, «se le presentaba la oportunidad de conocer la fabulosa región de las caucherías»).

Hago la mención porque esta experiencia de Rivera se traduce, en la novela, en algo más que la inserción de un nuevo paisaje y el tratamiento de nuevos temas. Me refiero a un cambio que otorga mayor dinamismo y fuerza narrativos a la historia, al enriquecer -y darle por esto mayor importancia- al móvil que mantiene viva la acción.

Al terminar la primera parte, Fidel Franco y Arturo Cova, aliados en su resentimiento, parten atrás de Alicia y la niña Griselda: «era preciso perseguir a las fugitivas hasta vengar la ofensa increíble». Pero este objetivo -que mantendrá vivo Cova con más insistencia que Franco- debía realizarse sobre la persona de Barrera:

«me parecía ver a Barrera, descabezado como Millán, prendido por los talones a la cola de mi corcel, dispersando miembros en las malezas, hasta, que, atomizado, se extinguía entre el polvo de los desiertos.»

Las partes segunda y tercera, a diferencia de la primera, son escritas por el autor bajo el influjo de sus vivencias en la selva, lo cual incluye un conocimiento in situ de la explotación sufrida por los caucheros, que hasta ese momento sólo le era sabida por informes. Tras las referencias del personaje Clemente Silva, Arturo Cova queda prácticamente transformado (así como nos es dado a imaginar que Rivera quedó transformado tras emprender su viaje), pasando a ser una persona que ya no se duele únicamente por el dolor propio, sino que ahora levanta la mirada hacia el sufrimiento ajeno y se conmueve con él: «¡Y pensar que tantas gentes en esta selva están soportando igual dolor!». En este sentido, la segunda parte funciona como el "ámbito" de transformación del Arturo Cova de la primera al Arturo Cova de la tercera, transformación a tal punto realizada que a esta tercera parte la comienza no solamente consciente del sufrimiento del prójimo, sino que hasta se identifica él mismo como cauchero: «¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero!», clama al comenzarla, a pesar de no haber ejercido esa actividad.

No caben dudas de que se trata del narrador Arturo Cova, tanto por la referencia que hace de su familia como por la que hace de sí mismo.



Me permito un paréntesis para poder ser más claro. Todavía estamos en un punto de la historia en el cual se está narrando desde un futuro. Este momento en el que la narración se crea (se escribe) es alcanzado cuando los personajes están en Guaracú; el lector puede advertirlo después de la partida del viejo Clemente Silva:

«Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de Caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento.»

Esto divide la narración de Cova en dos: hasta ese momento, en el que escribió a sabiendas de lo sucedido, y a partir de ese momento, que lo hace de acuerdo a como las cosas van pasando. Quiero decir con esto que antes de ese punto el narrador puede insinuar sobre un suceso próximo al que todavía no llegó en su narración, dar pistas, hacer advertencias; y, como lectores, entendemos que lo hace fundadamente (cosas como: «¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!…»; o, mejor aún, en la primera parte: «¡Ilusos! ¡Debimos brindar por el dolor y la muerte!».



Retomo a la manera en que comienza la tercera parte, con el personaje Arturo Cova transformado.

Quien narra (ya dijimos que se trata de Cova) dice:

«Tengo trescientos troncos en mis estradas y en martirizarlos gasto nueve días (…) suelo sorprender a los castradores robándose la goma ajena. Reñimos a mordiscos y a machetazos, y la leche disputada se salpica de gotas enrojecidas».

Él escribe esto en los barracones del Cayeno, en Guaracú. Si seguimos la historia podemos ver que no ha tenido, hasta ese momento, oportunidad de ser él quien martirizaba los trescientos troncos y se lastimaba en riñas con caucheros que le roben su goma. Se entiende, entonces, que al comenzar esta tercera parte -de por sí lírica- no está haciendo narración de su historia, sino que como recurso poético ocupa él mismo el lugar del sufriente, para expresar mejor su dolor; recurso que no tomó antes por no sentir la necesidad de manifestar la desdicha ajena.

Pero no es el único motivo expresar el padecimiento del otro. Termina la intervención a la que nos estamos refiriendo repitiendo lo que dijo al principio («soy cauchero»), pero agregándole: «¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo contra los hombres!». No parece referirse a luchas con los de su misma situación, ya que suena a algo que todavía no hizo; más bien parece ser una amenaza a los hombre contra quienes sí está permitida la violencia: los verdugos. Se transforma momentáneamente en gomero esclavo para, desde esa situación de injusticia y con la fuerza que la indignación le da, sostener la acción violenta que promete tomar contra quienes sacan provecho de ese sistema de explotación.

Para que quede en claro la importancia de Clemente Silva en este cambio de Cova. Al terminar de contarse la historia de aquel, le dice este último:

«…sus tribulaciones nos han ganado para su causa. Su redención encabeza el programa de nuestra vida. Siento que en mí se enciende un anhelo de inmolación…»

Empero, y esto lo hace más creíble y rico, no se trata de dejar de lado el fin último que, como hecho movilizador de la acción, es matar a Barrera; y tampoco simplemente se suma el de la lucha contra esa forma de opresión brutal:

«Siento que en mí se enciende un anhelo de inmolación; mas no me aúpa la piedad del mártir, sino el ansia de contender con esta fauna de hombres de presa, a quienes venceré…»

Además de que su lucha contra los «hombres de presa» no deja de lado el motivo individual -el ansia de venganza que le impone su conciencia-, existe un cambio de carácter cualitativo. Por eso digo que no se trata de una suma, porque hay dos metales que se funden entre sí y, sabemos, esto da un tercero de características distintas. En este sentido, Barrera se convierte en una suerte de símbolo en el cual el accionar de Cova debe confluir violentamente, ahora cayéndole encima desde dos vertientes. Por esto es que el móvil de la acción se vuelve cada vez más fuerte a medida que se avanza en la novela; pero no sólo por esto.

Además de conmoverse por las condiciones de vida de los hombres (e indias) esclavizados en las caucherías, Cova se pone decididamente del lado de la naturaleza "en la misma jugada", llegando incluso a dar una suerte de discurso ecologista que bien podría pertenecer a nuestro fin de siglo:

«…los caucheros que hay en Colombia destruyen anualmente millones de árboles. En los territorios de Venezuela el balatá desapareció. De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir.»

Toma en cuenta la agresión que el mundo civilizado hace a la selva:

«Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerme para enriquecer a los que no sueñan.»

Pero algo más podemos notar en esta última cita, y que se va dando a lo largo de la novela. Si bien la gente que "lo ha ganado para su causa" es mostrada íntegramente -o sea, sin ocultar sus vilezas y actos aberrante bajo ningún ornamento («se roban y se asesinan»)-, no propone redimirlos de la violencia que ejercieron sobre sus pares con castigo alguno. Esto no sucede de la misma forma cuando la violencia se ejerce desde quienes detentan el poder; cuando la violencia se ejerce contra los explotadores se la realza al rol de justicia, la justicia que se propone prometiéndosela al viejo Silva:

«…me aúpa (…) el ansia de contender con esta fauna de hombres de presa, a quienes venceré con armas iguales, aniquilando el mal con el mal, ya que la voz de paz y justicia sólo se pronuncia entre los rendidos.»

Pero el personaje que fue abandonando el rol despreciable que puede tener quien sólo era capaz de mirar por sí mismo, incapaz de enamorarse («Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica», escribe en su primer página), pero sí era idóneo para sangrarle de un golpe la cara a la mujer de quien le abrió las puertas de su casa; ese personaje en el transcurrir de su propia historia empieza a presentarse con el carácter elevado que se espera de un héroe, con una misión que cada vez lleva adelante con mayor firmeza y compromiso. Y esta modificada imagen obliga a ir descartando viejas actitudes que en las nuevas circunstancias aparecen como manchas que lo atan al otro Cova, el que debe quedar definitivamente atrás. Para que esto sea posible en la historia necesitó de la ayuda de la niña Griselda, que al hacerle comprender su propia culpa en el mutuo abandono que hubo entre él y Alicia, y al darle elementos para que pueda considerarla mujer honrada («ocho sajaduras en pleSilva:

«Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de Caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento.»

Esto divide la narración de Cova en dos: hasta ese momento, en el que escribió a sabiendas de lo sucedido, y a partir de ese momento, que lo hace de acuerdo a como las cosas van pasando. Quiero decir con esto que antes de ese punto el narrador puede insinuaa, tras haber sido enriquecida y engrandecida, tras haberla hecho una con el castigo a la culpa de quien esclavizó hombres y mujeres. Este es el cambio que fue tomando la justificación de su viaje, de su destierro, que empezó casi como capricho, continuó por odio egoísta y terminó como motivo aplaudido por todos («me apellidan su "redentor"») y le dio pleno sentido a sus desventuras y a su destino.

La muerte está presente casi constantemente en la novela, por momentos a cada página, y de diversas maneras.

Mencionada como moneda corriente recién a partir de la segunda parte; o sea, a partir de que se internan en la selva. El primer relato de un escalofriante desprecio de la vida no lo hace directamente Cova, sino Helí Mesa. Las primeras muertes que menciona en su relato («Descalabraron a los cinco que se movieron»)pueden entenderse como necesarias para disciplinar a los nuevos esclavos, pero inmediatamente, a continuación, contando cómo pudo escapar, dice:
%a, tras haber sido enriquecida y engrandecida, tras haberla hecho una con el castigo a la culpa de quien esclavizó hombres y mujeres. Este es el cambio que fue tomando la justificación de su viaje, de su destierro, que empezó casi como capricho, continuó por odio egoísta y terminó como motivo aplaudido por todos («me apellidan su "redentor"») y le dio pleno sentido a sus desventuras y a su destino.

La muerte está presente casi constantemente en la novela, por momentos a cada págin hundí al Matacano la bayoneta entre los riñones, lo dejé clavado contra la borda, y, en presencia de todos, salté al río.
«Los cocodrilos se entretuvieron con la mujer. Ningún disparo hizo blanco en mí. Dios premió mi venganza y aquí estoy.»

A partir de aquí la muerte entra en la novela de maneras inéditas hasta el momento.



En la primera parte existe la idea de matar (Cova a Barrera, a partir de la sugerencia de Miguel, mandado por el mismo Barrera), idea que no se concreta cuando llega la oportunidad. Existen las menciones de dos muertes, la del capitán de Fidel Franco y la del viejo Zubieta; en los dos casos se toman como sucesos de cierta importancia, y ninguno de ellos sucede "a ojos del lector" (al modo de los hechos patéticos en la tragedia griega, que no entraban en escena). Otra muerte que se produce en la primera parte, además de la de Zubieta, es la de Millán, un hombre de Barrera; sucumbe a manos de la naturaleza, cuando un toroa, tras haber sido enriquecida y engrandecida, tras haberla hecho una con el castigo a la culpa de quien esclavizó hombres y mujeres. Este es el cambio que fue tomando la justificación de su viaje, de su destierro, que empezó casi como capricho, continuó por odio egoísta y terminó como motivo aplaudido por todos («me apellidan su "redentor"») y le dio pleno sentido a sus desventuras y a su destino.

La muerte está presente casi constantemente en la novela, por momentos a cada págin0A
Aunque aquí Cova intenta defender a un indio (quien resultó ser el Pipa), no se muestra impresionado, como nadie se muestra mayormente impresionado cuando son indios los que mueren. Ya dirá Aquiles Vácares, refiriéndose a las seiscientas muertes causadas por Funes: «Puros racionales, porque a los indios no se les lleva número».



A partir de la segunda parte, especialmente a partir de la cita que se hizo sobre el escape de Helí Mesa, aparecen otras variantes con respecto al tema. Algo que impresiona es que, para decirlo pronto, hay muertes al por mayor: «los que mueren de fiebres en estas zonas»; los que «el embudo trágico» se sorbió; la narración, ahora sí, de la muerte del capitán a manos de Griselda; los peones que sucumben «abrazados al árbol que mana leche»; los que «se roban y asesinan a favor de la impunidad»; el buche que rasgó «de un sólo tajo» el Pipa, siendo adolescente; los indios quemados por diversión; el «infeliz francés» que «no salió jamás»; el hijo de Clemente Silva, que se pegó un tiro sobre el pecho de la madona; los «setenta hombres» que Funes hizo desaparecer en una sola noche; la muerte del Cayeno y, finalmente, la que adelanta el viaje: la de Narciso Barrera.



Algo más a notar es el tratamiento como algo obvio o cotidiano con el que, al menos, se habla del matar o del ser muerto: «¡yo debí matarlos a todos!», se disculpa Mesa; las referencias a la curiara como un féretro; los pedidos a gritos de muerte a los indios que quisieron irse con la canoa; la amenaza de Cova de tirar a Pipa, ensangrentado, a los caribes; amenazas a maipureños y guahíbos («…en lo sucesivo dispararía sobre cualquiera que se levantara del chinchorro sin dar el aviso reglamentario»); la necesidad de aclararle al viejo Silva que no lo van a matar; las conversaciones con él sobre el Cayeno: «¿Cree usted que el Cayeno nos matará? ¿Será necesario matarlo a él?»; más amenazas de Cova, esta vez dirigidas a Clemente Silva:

-Óigame, viejo Silva -grité deteniéndolo-. ¡Si no me lleva al Isana le pego un tiro!

Silva no se sorprendió:

«Comprendió que el desierto me poseía. ¡Matar a un hombre! ¿Y qué? ¿Por qué no? Es un fenómeno natural. (…)»

«Y por este proceso -¡oh selva!- hemos pasado todos los que caemos en tu vorágine.»



Otro asunto a destacar, como adelanta la última cita, es el de la muerte de hombres provocada por la naturaleza. En este caso hay una insistencia en personificar a la selva:

«…la selva misma, abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento lo van colocando entre las mandíbulas»

Personificación que también aparece cuando la entereza anímica y el equilibrio racional son los destinatarios de su accionar:

«Él les aconsejó no mirar los árboles, porque hacen señas, ni escuchar los murmurios, porque dicen cosas, ni pronunciar palabra, porque los ramajes remedan la voz.»

Cuando los hombres no observan estas instrucciones:

«…la selva principió a movérsele, los árboles le bailaban ante los ojos, los bejuqueros no le dejaban abrir la trocha, las ramas se le escondían bajo el cuchillo y repetidas veces quisieron quitárselo»

Esta selva personificada y el hombre están en lucha:

«Mientras le ciño al tronco goteante el tallo acanalado del caraná, para que corra hacia la tazuela su llanto trágico, la nube de mosquitos que lo defiende chupa mi sangre y el vaho de los bosques me nubla los ojos. ¡Así el árbol y yo, con tormento vario, somos lacrimatorios ante la muerte y nos combatiremos hasta sucumbir.»

«Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma (…)mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido»

Incluso en sueños aparece la Muerte, y en este caso, cual justiciera, actúa a pedido de la naturaleza en contra del hombre:

«A mi lado empuñaba una sombra la guadaña y principió a esgrimirla en el viento, sobre mi cabeza. Despavorido esperaba el golpe, más la muerte se mantenía irresoluta, hasta que, levantando un poco el astil, lo descargó a plomo en mi cráneo. (…) Entonces la caoba meció sus ramas y escuché en sus rumoreen señas, ni escuchar los murmurios, porque dicen cosas, ni pronunciar palabra, porque los ramajes remedan la voz.»

Cuando los hombres no observan estas instrucciones:

«…la selva principió a movérsele, los árboles le bailaban ante los ojos, los bejuqueros no le dejaban abrir la trocha, las ramas se le escondían bajo el cuchillo y repetidas veces quisieron quitárselo»

Esta selva personificada y el hombre están en lucha:

«Mientras le ciño al tron2¡Ay, Dios mío, maté a mi hermano, maté a mi hermano!" Y, arrojando el arma, se echó a correr. Cada cual corrió sin saber a dónde. Y para siempre se dispersaron.»



Y hay muertes que hasta van en contra de los mismos intereses de quienes las provocan (el Matacano, con la madre del bebé que tiró al río, muerta por los cocodrilos) y de quienes las permiten (patrones que apenas si se fastidian cuando fueron quemados "sus" indios), teniendo en cuenta que estamerse como necesarias para disciplinar a los nuevos esclavos, pero inmediatamente, a continuación, contando cómo pudo escapar, dice:

«…un niño de pecho lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y, tomándolo de los pies, volteólo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto un caimán lo atravesó en la jeta, y, poniéndose a flote, buscó la ribera para tragárselo. La enloquecida madre se lanmbio, ni siquiera una mentirosa ilusión.

La lucha contra esta muerte va de la mano de la muerte, una muerte justiciera. Cuál es esta muerte justiciera: La que se realiza en dirección del explotado al explotador, o del sometido hacia el opresor. Por eso es bien valorado lo que la niña Griselda hizo con el capitán de Fidel Franco, como algo inevitable, ya que la mujer no debe acceder a otro hombre bajo ninguna circunstancia, y es digna de ser vendida como esclava en caso contrario, como cuando Combio, ni siquiera una mentirosa ilusión.

La lucha contra esta muerte va de la mano de la muerte, una muerte justiciera. Cuál es esta muerte justiciera: La que se realiza en dirección del explotado al explotador, o del sometido hacia el opresor. Por eso es bien valorado lo que la niña Griselda hizo con el capitán de Fidel Franco, como algo inevitable, ya que la mujer no debe acceder a otro hombre bajo ninguna circunstancia, y es digna de ser vendida como esclava en caso contrario, como cuando Coompadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspire afecto. ¿Por qué no ruge toda la selva y nos aplasta como a reptiles para castigar la explotación vil?»

Y se afirma en su valoración de lucha, la que es loable aún de la manera en que se la explicitó a Silva, combatiendo al mal con el mal:

«¡Quisiera tener con quien conspirar! ¡Quisiera librar las batallas de las especies (…) ¡Si Satán dirigiera esta rebelión!…»

Morir en esta lucha no es un costo alto, siempre que se llegue al objetivo:

«…lo que menos importa es morir aquí, con tal que muera a tiempo.»

Cuando se mata por ambición material o por rencores entre iguales, el hecho se califica como asesinato:

«…los movió a valerse de un asesino para que iniciara lo que todos querían hacer…»

Pero cuando la muerte se ejerce desde la bandera de la libertad, más allá de que sea un paso necesario para la liberación, se trata de batallas encomiables; así, aún cuando el móvil central sea la venganza:

«…enfrentándome a mi enemigo, le daría muerte, en presencia de Alicia y de los enganchados (…) exclamarían mis compañeros: "¡El implacable Cova nos vengó a todos y se internó por este desierto!»

Y a tal punto es importante en la novela este aspecto, que está íntimamente relacionado con la posibilidad de desarrollo de la acción, que la hace avanzar y da oportunidad a la poes% cual justiciera, actúa a pedido de la naturaleza en contra del hombre:

«A mi lado empuñaba una sombra la guadaña y principió a esgrimirla en el viento, sobre mi cabeza. Despavorido esperaba el golpe, más la muerte se mantenía irresoluta, hasta que, levantando un poco el astil, lo descargó a plomo en mi cráneo. (…) Entonces la caoba meció sus ramas y escuché en sus rumores estos anatemas:
"Picadlo, picadlo con vuestro hierro, para que experimente lo que es el hachata de batallas encomiables; así, aún cuando el móvil central sea la venganza:

«…enfrentándome a mi enemigo, le daría muerte, en presencia de Alicia y de los enganchados (…) exclamarían mis compañeros: "¡El implacable Cova nos vengó a todos y se internó por este desierto!»

Y a tal punto es importante en la novela este aspecto, que está íntimamente relacionado con la posibilidad de desarrollo de la acción, que la hace avanzar y da oportunidad a la poes%a como un estertor de misericordia!»

Este fue el fin de Narciso Barrera, y, prácticamente, marca el fin de la narración. Se hizo justicia desde los humillados: desde los hombres, representados por barrera, y desde la naturaleza, representada en el implacable cardumen.

He tratado de comprender algunos aspectos de la novela de Rivera, haciendo hincapié en el tema de la muerte, muy presente en la obra. Hay algunas cosas más que decir al respecto, pero lo haré comparando el tratamiento que del tema encontramos en Los desterrados, de Horacio Quiroga. Además, agregaré un segundo eje, justamente el del destierro.

Tanto los personajes de más presencia en la obra de Rivera, como los del texto de Quiroga, son desterrados.

El destierro de Cova comienza luego de que la familia de Alicia la echa de su seno («el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel»); el de Fidel Franco por haber desertado, a raíz del suceso que desembocó en la muerte ata de batallas encomiables; así, aún cuando el móvil central sea la venganza:

«…enfrentándome a mi enemigo, le daría muerte, en presencia de Alicia y de los enganchados (…) exclamarían mis compañeros: "¡El implacable Cova nos vengó a todos y se internó por este desierto!»

Y a tal punto es importante en la novela este aspecto, que está íntimamente relacionado con la posibilidad de desarrollo de la acción, que la hace avanzar y da oportunidad a la poes%, que va tras él, quien prisionera (fuera de su tierra) aún tras la muerte del hijo:

-¿Y por qué no se vuelve a su tierra? ¿Qué podemos hacer para libertarlo?

-Gracias, señor.

Para aclarar más adelante:

«Los huesos de mi hijo son mi cadena». La que al romperse le permite otra actitud, y se libera un Clemente Silva que no conocíamos hasta entonces, en dos sentidos; el violento («¡Ahora sí, cuchillo con estas fieras! ¡Mátelos a todos!») y el que de inmediato comienza a regresar a lo que dejó («¡Mátelos (…) Pero perdone a la pobre Alicia! ¡Hágalo por mí! ¡Como si fuera María Gertrudis!»).



En La Vorágine parece haber un ejército de desterrados, por momentos pareciera que todos en la novela lo son. No es así en la obra de Quiroga, que se centra notablemente en dos: João Pedro y Tirafogo. La diferencia entre los personajes de Quiroga y los de Rivera es que en los del uruguayo la conciencia de querer volver es más evidente (solamente en Clarita y el mulato Antonio Correas encontramos algo parecido en La Vorágine, pero sin la firmeza de decisión de João Pedro y Tirafogo):

-¡Eu quero ir lá! … ¡A nossa terra é lá, seu João Pedro! … A mamae do velho Tirafogo…

El viaje, de este modo, quedó resuelto.

El motivo que llevó a esta decisión no fue simplemente la cercanía de la muerte. Podemos decir que sucedió un segundo destierro%, que va tras él, quien prisionera (fuera de su tierra) aún tras la muerte del hijo:

-¿Y por qué no se vuelve a su tierra? ¿Qué podemos hacer para libertarlo?

-Gracias, señor.

Para aclarar más adelante:

«Los huesos de mi hijo son mi cadena». La que al romperse le permite otra actitud, y se libera un Clemente Silva que no conocíamos hasta entonces, en dos sentidos; el violento («¡Ahora sí, cuchillo con estas fieras! ¡Mátelos a 1… E un día temos de morrer.

-E' -asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza-. Temos de morrer, seu João… E longe da terra…

Finalmente, llegan de una manera bastante cierta. Si bien murieron antes de llegar, el narrador nos dice que, con un resto de vida, Tirafogo pudo reconocer visualmente los pinares nativos. Y si bien João Pedro no pudo ver esos mismo pinares, y si bien Tirafogo no pudo agregar ni un paso más hacia ellos antes de morir, no dejan la vida sin vivir antes la profunda y alegre convicción de que sí volvieron:

-¡Ya cheguei, mamae! … O João Pedro tinha razão…



La muerte, entonces, encuentra un tratamiento diferente que en La Vorágine, pero coinciden Quiroga y Rivera en hacer de ella el polo de atracción a donde confluyen los personajes.

Las muertes de Tirafogo y João Pedro son placenteras, felices; son muertes de regreso al hogar. Es posible decir que no son muertes violentas, lo cual no nos es permitido afirmar de ninguna de las narradas en la novela. A lo sumo una muerte podrá ser bella, como lo son, para Cova, la de los indígenas tragados por el remolino, pero siempre violenta:

«El espectáculo fue magnífico. La muerte había escogido una forma nueva contra sus víctimas, y era de agradecerle que nos devorara sin verter sangre».



Con respecto a otra muertes del texto quiroguiano, cuando son violentas son tratadas sin dramatismo. Trátese de la del químico Rivet o de las provocadas por el mismo João Pedro («Después tivemos um digusto… E dos dois, volvió um solo»), hasta se les puede percibir un leve toque de humor en la forma en que son contadas. Esto no sucede de ninguna manera con las muertes de La Vorágine, que aún cuando a fuerza de sumarse tantas corran el riesgo de convertirse en número, no pierden en ningún momento la importancia de algo que siempre espanta, incluso cuando es bienvenida, como la que Cova y los caribes provocan en Barrera:

«…el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable…»

El bosque virgen de Misiones toma una actitud pasiva al dificultar el avance de los que vuelven a su tierra, no es personificado y la vejez de los viajeros es el principal inconveniente. En el texto de Rivera, ya dijimos, la selva acciona como un personaje más, al punto de ser quien, finalmente se devora a todos (por otra parte da título a la obra).



Sí encontramos a la muerte como herramienta de justicia en Los desterrados. Esto se da en el caso del duelo entre João Pedro y el dueño de la estancia que pagaba con tiros de revólver y de wínchester a sus peones. En este caso João Pedro hizo justicia no sólo por él, sino que cobró la deuda que el estanciero tenía también con otros.


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La infinita riqueza de relaciones que pueden hacerse del entrecruzamiento de estos textos me hacen sentir aún más modesto el trabajo que estoy presentando. Por cada aspecto que se toque, como las ramas de los habitantes de esas selvas, surgen varios otros que incitan a perderse en un nunca acabar, extraviarse en un siempre encontrar algo más y en un nunca profundizar del todo, por más que uno avance, machete en mano, en la absurda pretensión de que tras un golpe más aparezca ante nuestra vista el final de tan vasto territorio. Bueno sería tener aquí, al lado de la computadora, la benigna palmera que salvó al viejo Silva, o la convincente ilusión de Tirafogo y João Pedro, que los llevó al final del viaje en un modo absoluto.

Quise centrarme en pocas cosas, intenté no alejarme demasiado de los dos ejes que me propuse; pero veo que aún respetándolos, siento que mi trabajo nunca va a ser suficientemente exhaustivo y que no voy a encontrar una conclusión terminante. Por eso siento a mi ánimo en este momento más cerca del final de La Vorágine, que del tranquilo y feliz y concluyente que pudieron tener los desterrados que sí volvieron.
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BIBLIOGRAFÍA:

QUIROGA, HORACIO, LOS DESTERRADOS, Buenos Aires, Editorial Losada, 1979.

RIVERA, JOSÉ EUSTASIO, LA VORÁGINE, Buenos Aires, Circulo de Lectores, 1976.

RIVERA, JOSÉ EUSTASIO, LA VORÁGINE, Buenos Aires, Editorial Losada, 1989.

Texto agregado el 21-08-2004, y leído por 2451 visitantes. (0 votos)


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