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LA DIABLO SE NOS CASABA DE BLANCO

Los muchachos del barrio, los que nos juntábamos a diario en la esquina, no lo podíamos creer. Se casaba el Oscar. Pero que Oscar se casara no tenía nada de extraordinario, esa no era la sorpresa, no señor, no era ese el asunto. La novedad era la mujer que había elegido Oscar para transcurrir su vida matrimonial.
La gente prudente y trabajadora del barrio la conocía nada más que por su nombre y apellido, el que, claro, aparecía en la tarjeta de invitación al casamiento. Y nada más. La Diablo, como la conocíamos nosotros, venía de otro barrio, aunque no tan alejado del nuestro. Incluso, por la zona de la Amador Lucero, cerca de la cancha de San Martín, distrito de bravos beberajes, la Diablo era conocida también como “la Loca María”.
Pero sea como sea, lo cierto es que a la flamante esposa de Oscar todos los vagos y borrachines del barrio la teníamos fichada en algún rincón de nuestra memoria, y no justamente por repartir tarjetas navideñas o por andar repartiendo El Atalaya.
Debo hacer una aclaración antes de continuar con esta hoja. Ya sé que no es de hombre andar contando cosas de mujeres, y menos aún cuando uno estuvo mal o actúo mal. Pero para que se tenga una cabal información de cómo era y cómo se movía en su vida la Diablo, se hace menester contar una historia que, se los juro, no deja bien parado a ninguno de los que participó en ella. Veamos.
Como casi todas las noches y madrugadas de enero y parte de febrero, estábamos reunidos en la esquina. Vacaciones. Al otro día nadie trabajaba ni estudiaba, y cuando digo “estábamos” me estoy refiriendo a los manyines del barrio, que uno, por esa época de inmadurez total, llamaba amigos. Y era lo de siempre, es decir, tomar cerveza hasta lo que el bolsillo permita, hablar de minas…en realidad no se hablaba de mujeres, sino de los polvos que habíamos echado o echaríamos si tuviéramos la oportunidad de hacerlo a esta o aquella mina, y, lo que es peor, se lo hacía con lujo de detalles, digo, la manera en que lo hicimos. Era de terror lo nuestro. Éramos ocho perejiles, sin minas y sin un mango en el bolsillo, sin nada que hacer al otro día, esperando en una esquina ociosa de barrio que algo extraordinario suceda en nuestras vidas mediocres.
El terror se aproximaba con paso lento; de pronto, las miradas se volvieron hostiles y frías, a pesar del calor del ambiente…los cigarrillos y la cerveza se habían acabado, la puta madre. Una vaquita, hagamos una vaquita, moneditas, sucios billetes de dos pesos, una bolsa para los envases, y el menor de todos pero no por eso el menos atorrante, es mandado arbitrariamente al almacén, que quedaba a dos cuadras, permanecía abierto toda la noche y estaba frente a la comisaría, lo que no es un dato menor. Y hacia ahí fue el Bochini, el más chico de la barra.
¿Qué habré tenido yo por esa época? No más de veinte años. El mayor de todos, si mis cálculos no erran, era el Negro Bocitracio, con cuarenta, o por ahí andaba. Pero la edad era lo de menos; lo que nos igualaba eran unas terribles ganas de coger, esa noche y todas las noches. Y por fin volvía el Bocha del almacén, con puchos y cervezas. Venía agitado, con valiosa información, teniendo en cuanta la hora y nuestras circunstancias. A dos cuadras, decía el Bocha, y agarrándose de la pared venía una MUJER. Dejo para la imaginación de ustedes el impacto de esa información en nuestros semblantes.
Se sentían nítidos los ladridos de los perros garroneros, zaguaneros, negros. Alguien se acercaba a nuestro refugio de todas las noches. Para poder ver mejor nos paramos en la calle, cerca del cordón. Una dama nocturna venía hacia nosotros, con un formidable pedo. “Ya sé quién es”, dijo con aires de mundo René. “Es la Diablo”. “Si, si, es ella, es de la villa”. La villa era Villa Piolín, que quedaba a solo cinco cuadras de nuestra esquina. Y era brava.
El Gordo Sopa dio otro dato interesante, que al sólo escucharlo se nos paró: “esa se deja por dos mangos”. “Hablála, Gordo”, disparó con desesperación el Negro Chamuyo, consejo que quedó en la nada porque la Diablo, bien no más pasó cerca nuestro, lo primero que hizo fue apuntar con su endiablada mirada las tres botellas de cerveza, que, fresquitas, marrones, transpiradas, posaban en la vereda.
Hábil, rápido, caballero de la noche, el Flaco Traverso le ofreció un trago. La mujer aceptó de inmediato y chupó del pico de la botella, preludio genial de lo que vendría luego. Y se quedó ahí con nosotros, como un miembro más de la barra, bebiendo, hablando porquerías, dejándose manosear. Qué habrá tenido…unos veinticinco años, y mal no estaba. Hasta que ella misma puso punto final al abuso gratuito. Por diez pesos estaba dispuesta a darnos todo lo que podía dar.
Realizado el trato, uno por uno fuimos pasando a la piecita que el Gordo Sopa había habilitado en su casa, que quedaba justo en la esquina en que nosotros parábamos. La única condición que puso la Diablo fue que le alcanzáramos una palangana con agua y jabón y una toalla, aparte de los diez pesos por adelantado. Sin más preámbulos, se cumplió lo pactado, a rajatabla.
Todo se hizo muy rápido, como se debía hacer en esos casos. La Diablo, luego de habernos “atendido” a todos se marchó, sin pena y sin gloria, con sus diez pesos bien ganados.
Después de tan desagradable y oprobiosa hazaña, continuamos en la esquina un rato más, bebiendo lo poco que quedaba de cerveza. La noche, compañera y testigo, se estaba terminando. Ya aparecían, salidos de sus hogares respectivos, la gente que trabajaba. El que vende diarios en su bicicleta recorría las calles, las paradas de los colectivos recibían a los primeros pasajeros; la panadería ya lanzaba los primeros aromas del pan recién salido del horno…seis de la mañana; uno a uno nos fuimos despidiendo, sin un mango en los bolsillos y con el temor jamás confesado de que la pija se nos caiga a pedazos. Y nunca más volvimos a saber de la Diablo.
Y ahora la Diablo se nos casaba con Oscar. Estaba hecha toda una señora. La ceremonia se hizo por Iglesia y hasta nos invitaron a la fiesta que se hizo en el club Gómez Omil. El Flaco Traverso jura que en medio de la misa la Diablo le guiñó un ojo. Yo le creo.

La fiesta fue a todo trapo, y fue aprovechada por nosotros, los vivillos del barrio, para tomar y comer más de la cuenta. Ninguno había ido acompañado, digo, por una mujer. Siempre solos. Mientras los demás invitados bailaban…se divertían.

Texto agregado el 06-02-2014, y leído por 54 visitantes. (0 votos)


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