El camellero analfabeta Muhdamín recibió en sus oídos ásperos las últimas palabras del anciano esquelético Ithmel, un supuesto ángel a quien encontró mendigando un sorbo de agua en las inmediaciones del oasis donde abrevaban sus animales.

Así fue como Ithmel mojó sus labios lacerados por el desierto y le tendió unos papiros maltratados a Muhdamín con su postrer soplo de energía. Antes de morir susurró su filiación de inmortal y el nombre que ostentaba ante los genios y las potestades.


Muhdamín cavó un hoyo donde metió el cuerpo llagado, y depositó con negligencia los papiros bajo el brazo inerte del viejo antes de invocar al Único y su Profeta.

Poco después ya apisonaba la tumba azarosa lejana del sitio en que sus bestias calaban los últimos rayos del sol con sus rostros primitivos.

Nadie sabría ya del supuesto legado de Ithmel, quien narraba cuando siglos antes desistió de su naturaleza celestial a cambio de la experiencia humana que degustaría hasta el límite, tanto en sus encarnaciones como prostituta y mendigo en Babilonia, como en sus avatares de adivino y santón en los ghats del Ganges.


El astro terminó de ocultarse y un frío legítimo se escurrió por las hendiduras de las estrellas, mientras Muhdamín sorbía un pote de café caliente junto a la hoguera donde entonaba cantos rudimentarios para destantear a los demonillos de las dunas y evitar que entretuvieran al espíritu del extraño, permitiéndole rendirle cuentas sin tropiezos al Creador.