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Las huellas del camino polvoriento destellantes, el reflejo del sol en la laguna, cerca del matorral, y hacia arriba el punto de fuga de los eucaliptus iguales, disciplinantes, que surcan los lados. Ahí está la casa, pequeña y modesta, una vista entre los árboles, como un oleo de Cezzane y él, bajo la parra, tan callado y solo como ayer, me saludaba levantando la mano.
Ahora que lo pienso muchas tardes antes lo había espiado. Este día en particular pasó que el perro se escapó atrás de su terreno y quise ir a buscarlo, porque hasta entonces era una obediente nena de ocho años. Me subí a la tranquera y lo mire balanceándome, se incorporó lastimosamente y se acercó a sacar la traba, en la lentitud de su caminata dudaba entre quedarme e irme.
- Se escapó el perrito?
No hubo respuesta, solo lo mire mordiéndome los labios, inquieta.
- Pasa preciosa, anda a buscarlo
Ese fue mi primer encuentro con el relojero: busque mi perro y me fui tan rápido como pude. Durante la cena en casa mama preguntaba que había estado haciendo que no me vio en toda la tarde, evadiéndola dije que con los perros, por ahí, en la laguna. Todavía me acuerdo los nervios y el dolor de panza por el miedo de que alguien sepa mi secreto. Pero a la mañana siguiente no estaba más nerviosa y el verano, que recién empezaba, iba a ser largo.
Desde ese mismo día empecé a levantar la mano respondiendo a su saludo y en ese silencio de ademanes comenzó nuestra extraña relación. Yo también estaba sola. Pasaba durante las tardes camino hacia la laguna, paseando con los perros, cazando bichos, en la amplia libertad de mi infancia que parecía infinita y el me saludaba del otro lado de las vallas incrustado en su finito destino de una ancianidad de abandono, sentado eternamente bajo la sombra de su pequeño rincón. Cada vez que el perro pasaba la misma escena: me subía a la tranquera y el se acercaba, no sé cuando fue que empezamos a hablar, pero de forma natural nuestra relación fue creciendo, una amistad de verano, un cuadro imperturbable, azul y apacible.
- Querés un jugo? Me dijo una tarde.
- Dale.
- Si estuviera Marta le pediría que te haga una torta.

Esa tarde fue la primera de muchas otras en las que el relojero me iba a dejar la tranquera abierta, y yo entraría visitarlo. Una tarde mientras tomábamos un te le pregunté porque le decían relojero. “
- Porque lo soy. Desde que Marta no está cerré la relojería
- Y ella ahora donde está?
- Se fue por la laguna un día y nunca volvió..
- Y nos quedamos sin sus tortas…
- Jaja! Si, te hubieran encantado.

A la noche revise todos los cajones de la casa buscando el reloj verde, que tenía una cereza en la aguja larga, el cuero estaba gastado y descocido, pero era el reloj más lindo que había visto y mi hermana ya no lo usaba, no me lo quería dar y mama siempre me decía “para que lo queres si no anda?”. Y me lo metí en el bolsillo del pantalón, dormí vestida y desde temprano estuve dando vueltas cerca de la laguna, esperando a mi amigo, que tardó mucho en salir, casi cuando atardecía.
Me prometió que iba a dejarme el reloj como nuevo, iba a volver a colocar las agujas que se habían salido e iba a funcionar nuevamente. Trajo torta algunas herramientas y me quedé acompañándolo y comiendo torta mientras desarmaba el reloj.

- Quien la hizo?, le pregunté. Esta rica
- Marta.
- Volvió? Que bueno! La puedo conocer?
- Mañana, vení a la hora de la merienda que te vamos a estar esperando

Cuando me di cuenta había oscurecido, le dejé el reloj y me fui a casa corriendo, tratando de inventar cualquier excusa para que me reten lo menos posible: yo sabía que estaba totalmente prohibido acercarme a esa casa, saludar a ese hombre y si él me hablaba tenía que informarle inmediatamente a papa. Si sabían donde había estado me iban a mandar a la colonia e iba a a perder toda mi libertad. Pero nada pasó, cuando llegue la casa estaba hecha un desastre, se había roto el tanque y se inundaba todo, mi hermano llevaba cosas al auto y apenas me vio me dijo:

-Subite que nos vamos a un hotel

Pasaron varios días hasta que volvimos a la casa y la primera tarde fui corriendo a lo de mi amigo pero el no estaba. Me subí a un árbol a la orilla de la laguna a esperar, esa y varias tardes más, pero el nunca se asomaba. Me acerque a la casa con sus postigos bien cerrados, olorosa a humedad y espié en el interior callado, pero no estaba. Quería preguntar pero no tenía a quien, en mi casa no podían saber que el era mi amigo.
Hasta que un día deje de esperar, siempre que pasaba me quedaba mirando la casa cerrada y echada a menos.
Los años fueron dando paso a las plantas que crecían entre los cimientos y un verano adolescente encontré que la casa había sido tirada abajo y el lote estaba en venta. Claro que para entonces las cosas no tenían tanta importancia, el tiempo y la distancia dejaron a mi amigo en el olvido, como esas cosas que uno no sabe si existieron, en las que nunca piensa.
Más de veinte años después fuimos con mi hermana a ayudar a mi madre en una mudanza. Mientras separábamos las cosas mi hermana revisaba todos los alhajeros buscando su reloj verde y como si fuera un pinchazo me vino a la memoria esa tarde en que comí torta con el relojero y supe que su reloj se había perdido para siempre.
Mi hermana la acuso a mama: “Seguro lo llevaste a algún lado a arreglar y nunca lo fuiste a buscar” y supe por primera vez porque mi secreto era tan prohibido cuando mama contestó: “No, si estábamos viviendo en la laguna y el único relojero allá era ese hombre que asesinó a su mujer.”

Texto agregado el 03-10-2015, y leído por 78 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-10-2015 Bien contado, interesante FERMAT
03-10-2015 guau... que final tan sorprendente.... buena narración seroma
 
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