Supongo que la pretensión más honesta en lo de ponerse a redactar cuatro palabras debe ser el absurdo intento de capturar un momento. Porque sé que llegará el día cuando me encuentre sediento de estos momentos, porque sino me entretengo capturando algunos destellos corro el riesgo de deslumbrarme, porque no puedo y no debo detenerme demasiado tiempo en ese instante nunca soy capaz de saciarme, por todo eso tengo que reflejarlo en un folio en blanco.

Sobre la sábana blanca yacías boca abajo. Yo me sentía un explorador perplejo ante tu vasto territorio que ignoraba por dónde comenzar a explorar. Conservabas aún la ropa interior negra que te había dicho trajeras. Tenías la cabeza ladeada, mirándome a veces de reojo mientras sonreías. Tu melena negra se derramaba a un lado, sobre tu hombro derecho, dejándome entrever el lóbulo de tu oreja izquierda, el cual, besaba con chasquidos de látigo, dejando que leves gemidos se me escaparan y susurrando muy quedamente que porqué sonreías, ante lo que tú respondías ampliando la sonrisa. Tras eso, con mi mano, acariciaba tu nuca, bajaba por el omoplato siguiendo la cinta del sujetador hasta llegar al pliegue de tu axila. Continuaba por el costado para una vez alcanzada la cintura, poder remontar por la goma de tus bragas, capaces sólo de cubrirte la mitad de las nalgas. Desde allí, oteaba la prolongada superficie de tus piernas que parecían perderse más allá de la cama. Erguido, desde mi altura, me expandía como una nube que enseguida, era deshecha en pertinaz lluvia cálida de besos que iban deteniéndose en toda tu espalda, intentando empapar cada rincón.

Me posaba sobre ti, besándote la boca a través de la nuca y entonces te volteaba con firmeza, tajante, y te observaba de nuevo atónito, de nuevo desorientado, deseando abarcarlo todo, de nuevo sin saber por dónde empezar. Y entonces tras un momento de indecisión, encontraba tus labios y recuperaba el paso.