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Carlos vio venir a Rubén cuando le hacía un gesto al mozo. Infeliz coincidencia, y justo ahora que estaba en la parte decisiva de su conquista. Rubén Valladares, sujeto disperso, impredecible y atormentado. De esos que se evitan en la calle porque no se quiere saber de ellos. De tipos como Rubén se espera que sigan a las mujeres a cierta distancia con mirada de hambriento. Fue lo primero que se le vino a la cabeza al verlo, que este pelmazo había seguido a Susana, a la que no tuvo tiempo de avisarle porque ya lo tenían al lado haciendo movimientos extraños con los brazos. Los saludó con sonrisa fingida y en tono destemplado.
– ¡Hola, amigos, que tal! No quería interrumpir, pero necesito hablar con Susana.
Estaba borracho. Dio un beso a Susana y le estiró la mano a Carlos, quien le devolvió un saludo tibio y se limpió la mano en el pantalón sin mucho disimulo. Rubén no despegaba los ojos de ella, que se puso pálida por la insistencia. La aparición le causó un enfado tal que, si hubieran estado los dos solos al borde de un acantilado, lo empujaba con placer.
– Hola Rubén, ¿qué haces aquí?
Fue amable pero el desdén le torcía la boca. Rubén se rascaba una pierna y evitaba mirar a Carlos. Intuía que parado frente a ellos era un estorbo y que no le iban a dar mucho tiempo para explicarse. Pero los seres como Rubén no saben de circunstancias, lo arruinan todo a cada paso con esa actitud desbocada. Repitió que quería hablar con Susana, que era urgente.
– Es que te-tengo que decirte algo importante sobre lo que pasó entre nosotros la otra vez. Te he buscado y no puedo…
– ¡Ahora no! –lo interrumpió Susana– ¡Por favor, déjanos!
Rubén acusó el golpe, y unas gotitas de sudor le perlaban la cien. La suerte estaba echada, tenía que irse; pero una porfía rigurosa lo forzaba a insistir.
– Susana, esto no-no puede esperar, debemos hablar, es importante…
– ¡Ya basta!
Susana se paró bruscamente, lo desplazó con el brazo, pasó por delante y bajó a la pista. Carlos la siguió, no sin antes decirle a Rubén que se largara de inmediato. No obedeció. Se quedó como estatua, procesando la situación, con la cabeza enhiesta y el desaire endureciéndole el estómago.
Abajo la pista estaba llena y ubicar a alguien era toda una odisea. Carlos pasó a la fuerza por entre parejas sonrientes y encontró a Susana en un rincón, arreglándose el pelo y haciendo tímidos contorneos. Es increíble la capacidad que tienen algunas personas de cambiar de ánimo, pensó cuando la vio bailar. Pero en calidad de acompañante, y con intenciones de no separarse de ella en toda la noche, le siguió el ritmo. Tocaban una de Mark Anthony.
– No lo mires, deja que se aburra y se vaya –dijo Susana mientras se movía– Olvidémonos de ese cargante.
Carlos le iba a decir que si ella hubiera hecho un giño estratégico él lo sacaba de inmediato, pero Susana le tapó la boca tiernamente con dos de sus largos dedos.
– Luego te cuento, ahora sólo tómame de la cintura y bailemos –susurró.
La invitación era irrechazable, y al cabo de un momento Carlos se concentró sólo ese cuerpo sinuoso que se acercaba al suyo. El pelo de Susana flotaba impulsado por los suaves giros, y cuando le tapaba un hombro, por feliz compensación descubría el otro. La curva despejada de su cuello provocaba en Carlos deseos draculezcos. Ella fingía inocencia, pero se allegaba más. De pronto lo toma de la nuca, pega su frente a la de él y empiezan a moverse así, con los ojos cerrados, aunando la respiración y el calor. Carlos la apretó fuerte con ambos brazos, y sintió la excitante presión de sus senos. Luego se rozaron las mejillas. Un momento de puro erotismo que se rompió cuando la mano intrusa de Rubén tocó el hombro de Carlos.
– Por favor so-solo quiero hablar un minuto con ella.
Susana suspiró y miró sus zapatos. La rabia en su interior aflojó un poco y dio paso al fastidio.
– Rubén, ahora no es el momento. Ándate, no seas inoportuno –dijo Carlos, conteniéndose. El otro no se movió. Su actitud desafiaba la mesura y agudizaba el conflicto. Perdió la paciencia. Por más que fuera un idiota, y estuviera ebrio, se estaba pasando de la raya.
– ¡No entiendes, déjate de molestar o te voy a sacar a patadas! –con el dedo índice le daba unos golpecitos en el pecho. Rubén retrocedió un poco, tanto por los empujones como por algo que pasó por su cabeza, tal vez un recuerdo de infancia acurrucado en su inconsciente, o la espinosa idea del orgullo. Endureció el rostro y se puso en esa ridícula postura de combate que hacen los malos actores cómicos, con las piernas separadas, una delante de la otra y los puños a la altura del mentón. Se balanceaba y miraba a Carlos con ojos entornados, amenazantes. Más que decidirse a darle un par de trompazos, a Carlos esto le causó mucha gracia. La gente alrededor dejó de bailar e hicieron el típico círculo de los cizañeros. Esto se pone divertido, pensó Carlos. Le siguió el juego e imitó la actitud. Ahora ambos se miraban sin pestañar, y sus cuerpos se disponían a un estrafalario pugilato.
–Muy bien, empieza tú –dijo Carlos.
Rubén no sabía qué hacer, estaba inmerso en algo que él mismo había propiciado, pero que lo superaba. Si bien en cuanto a masa corporal no había grandes diferencias, de algún modo las fuerzas cosmológicas estaban a favor de su oponente. Además, como su última pelea había sido en el colegio, a los doce años, se podía decir que le faltaba práctica. Por eso y otras razones que trataba de aclarar se demoró. Y esa vacilación sirvió para que Susana interviniera y deshiciera la escena. Tiró a Carlos de la camisa y lo sacó del lugar. Afuera soltaron las carcajadas.
– ¿Qué le pasa a ese tipo? –preguntó Carlos mientras caminaban hacia cualquier parte.
– Salimos una vez antes que lo despidieran –dijo Susana con aire de arrepentimiento–. Creo que tomé demasiado, nos dimos unos besos, nada más, te lo aseguro. No lo volví a ver, hasta hoy.
– Aha, y el idiota quedó prendado –acotó Carlos.
– No lo sé. No hablemos de eso ahora ¿si? –se excusó Susana.
– Si, claro, no vale la pena.
A Carlos en realidad le importaba poco. Rubén era raro, pero no un baboso espanta mujeres. Y él no era precisamente un apóstol del recato femenino. Es más, sus actuales expectativas iban por el lado de la carnalidad de Susana. La imaginaba desnuda, en la cama, sudando, y no se sentía un maldito por eso. Se justificó invocando esa melosa canción que dice que el amor aparece cuando acaba el placer, patrañas que sirven en estos casos, pensó. Estas reflexiones y ensoñaciones lúbricas fueron interrumpidas por Susana, que lo hizo mirar atrás, y a Rubén, que desde la puerta alargaba el cuello y los buscaba. Pobre, se dijo Carlos, he ahí a un tipo que no entiende el mundo. Se miraron y en acuerdo tácito se pusieron a correr a toda velocidad, doblaron en la esquina siguiente, cruzaron la calle y tomaron un taxi. Carlos explotó de felicidad cuando Susana dio al chofer la dirección de su departamento. Lo que ocurrió en las horas siguientes fue mejor de lo imaginado. Vino, marihuana y sexo. Mucho sexo. En la mañana ni se acordaron de Rubén. La segunda parte de la noche había sido demasiado buena como para arruinarla con cosas desagradables. Además, lo de ellos era más que un desliz. Mientras desayunaban Carlos había propuesto nuevas salidas juntos, y ella había aceptado. Quedaron en almorzar el jueves. Se despidió como a las diez. Afuera el sol brillaba sobre los edificios e irradiaba un grato calor. Su ánimo era insuperable. La vida le sonreía. Todo era maravilloso. Luego de entonar unos alegres tararás que le asaltaron la memoria, por el rabillo del ojo vio un cuerpo retorcido bajo el dintel de la puerta del edificio de al lado. Se acercó. No lo podía creer. Era Rubén que dormía acurrucado como un indigente. Lo movió con el pie. Rubén, algo confundido, abrió los ojos y le dijo con voz ronca y quejosa.
– El portero no me dejó entrar, así que me quedé aquí para esperarlos. Creo que me dormí.
– ¡Qué mierda estás haciendo! –Carlos apretó los puños– ¡Porqué sigues a Susana como psicótico!, ¿Tú crees que porque saliste una vez con ella y se dieron unos besos, se enamoró de ti, estúpido?
Rubén no contestó. Un gemido áspero salió de su garganta, luego se puso a llorar desconsolado. Se cubría la cabeza con los brazos. Entre estertores y con una angustia desgarradora dijo:
– Los he seguido porque tengo que decirle…
Levantó el rostro. Tenía ojeras violáceas y se le marcaban los pómulos. A la luz del día se notaba la decrepitud de su cara.
– … que estoy enfermo, y Susana tiene que saber.
La primera impresión fue de lástima, pero un segundo después Carlos llegó a comprender que había ocurrido algo terrible. Una corriente fría le atravesó la espalda. El espléndido día había perdido todo su encanto, y le dieron ganas de correr, escapar de eso que le estaba pasando.

Texto agregado el 20-08-2016, y leído por 240 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-10-2016 He bajado al final porque no tenía ánimo de poesías melosas (incidente "Metrópolis"). Me encantan las imagenes, la manera en que dibujaste los personajes y la relación entre los tres. Peeeero... me esperaba al final algo más BOM!. O sea, para ese final realista, se me hizo brusco. Para algún otro más cercano al realismo mágico (que es lo que me pedía a gritos el cuerpo), se me hizo... bueno, muy triste y real. Pero no puedo decir que no me gustara :) Ikalinen
10-09-2016 Creo que sobran y faltan cosas. Yo quitaría la descripción que hacés de Rubén porque se puede entender sin más y sugeriría el motivo de esa persecución sin aclarar nada (de hecho, yo ya lo suponía a la mitad). Claro que esto no tiene por qué ser fácil. Saludos. guy
21-08-2016 Capto la idea pero la idas y venidas de la acción me parecen un tanto excesivas. Egon
21-08-2016 Buen ritmo para una historia efectiva en el final. Me gustó. Saludos! TuNorte
21-08-2016 Buena la relación entre los tres personajes y la forma en que el destino los une-desune-une. Delirium
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