Silencio, están todos escribiendo. Allá, uno le hinca el diente a un poema, el de más allá, escribe algo sobre la dignidad. Cruzando el charco, se escriben sonetos encendidos, letras que encajadas unas con otras, denotan la inspiración majestuosa de algunos. Pero no alcen la voz, todos escriben, cada cual al ritmo que más le acomoda, algunos miran al vacío aguardando que desembarque la musa preferida, otros, cabeza gacha, teclean que es un gusto y lo hacen con velocidad acelerada para que la inspiración, esa pluma colorida que a veces revolotea por décimas de segundo sobre sus testas, no se diluya.

Y unos comienzan con un “érase una vez” y otros con una frase sentenciosa que llega a dar escalofríos. Pero son buenas personas, algunos sufren mientras escriben y otros están en su salsa, escribe que te escribe, como si estuviesen copiándolo todo de un libro. Ellos y ellas escriben y el ritmo de las lapiceras y de los teclados que parecen fábricas de palabras, amalgaman verbos con oraciones bien urdidas y el cuento, el poema y ese estornudo de palabras que es el haiku, comienzan a visualizarse en el papel, en la pantalla y en cualquier superficie parecida. Es increíble la cantidad de servilletas que se han prestado para que se garrapatearan sobre ellas frases inmortales.

Me imagino a esos fetos movedizos que van creciendo de acuerdo al ritmo de cada escritor, algunos nacen sietemesinos, cortos de todo, pero son tan geniales en su concepción menguada que parecen una verdadera obra de arte. Otros, son mamotretos que nacen al instante y son sólo las almas de esos fetos literarios, abortos escindidos de la realidad, pero que reciben parabienes y deseos de mejor suerte. Los más, nacen a su debido tiempo, con el resplandor de todas sus palabras bien colocadas y sus creadores se esmeran en repasar lo escrito y contarles las sílabas a su obra, del mismo modo con que los padres les cuentan los deditos a sus crías recién nacidas.

Algunos teclean que es un gusto y gozan con esa piromanía verbal, que enciende entusiasmos y justifica rubores, son los que ven la vida como una gran carpa de circo, siendo ellos mismos los maestros de ceremonia de este espectáculo de la vida. Ironizan a cada frase, se ríen de sí mismos, pero son divinos seres, que a veces se quitan las luces de sus trajes y hablan sobre la melancolía.

Por todos ellos, pido silencio. Están creando, levantando mundos inexistentes, reacondicionando las fábulas del ayer con la perturbadora realidad actual. Y escriben y escriben con pasión, como lo hago yo en este momento, como lo hacen ustedes y más allá de ustedes. Porque somos los amantes sempiternos de este oficio que no nos da tregua y por el cual no nos permitimos descanso alguno.