EL BAÚL
Tras una mañana de sol, aunque helada en este invierno, el mediodía se nubló y ahora, en las primeras horas de la tarde, una lluvia, rápida y progresivamente violenta, mojó el bosque y sus alrededores. Pero dentro de la cabaña un hogar de leños muy encendidos mantenía el placentero calor. El resplandor del fuego bañaba las paredes de troncos así como todo lo demás: las sillas, la mesa, la mecedora, el baúl. Y todo creaba un animado juego de sombras inquietas sobre el techo y las paredes.
Los ocres invadían la estancia.
Sobre una pared estaban clavadas, colgando, las cacerolas de cobre. Eran tres de distintos tamaños.
Cerca del fuego una piel de oso color marrón oscuro, muy gruesa y mullida, se hallaba desplegada sobre el piso, también de madera. Encima de ella se podría dormir muy plácidamente. Otras pieles estaban sobre las sillas y la mecedora.
Las cortinas corridas dejaban observar que ahora la lluvia había dejado su lugar a la nieve, que caía acumulándose en los alféizares.
La mesa no había sido levantada después del almuerzo. ¿O ahora era antes del almuerzo? ¿Cómo saber si ya se había almorzado sobre esa mesa? Estaba muy prolija, excepto por un pan blanco desmigajado. Había sobre ella, además, unas rodajas de pan negro; nueces y almendras en una pequeña fuente de plata; lustrosas manzanas verdes y rojas sobre una tabla; quesos enteros y cortados en otra; un jarrón de barro cocido lleno de miel un poco chorreada en el borde; doce tabletas de chocolate dispuestas en círculo sobre un plato de loza blanca, y un jarro lleno de vino oscuro.
El viento movía, a veces, la nieve que seguía acumulándose sobre los alféizares.
En tanto, las movedizas sombras sobre el techo y las paredes, creadas por los reflejos del fuego en sillas y demás, parecían tener vida propia, como amistosos fantasmas.

Era media tarde cuando un golpe sonó dentro del baúl. Las trabas de bronce sin candado devolvían los brillos del fuego que parecía alimentarse por sí mismo, sin necesidad de agregar más leños. Entonces, la tapa del baúl comenzó a abrirse sola con un chirrido molesto que quebró el silencio del lugar, solamente interrumpido de tanto en tanto por alguna chispa que saltaba desde los leños del hogar. La tapa, al fin se abrió totalmente, dando contra la pared. Y en ese instante, aquellas sombras movedizas quedaron inmóviles. En silencio -no hubiesen podido hacerlo de otra manera- se acumularon en un ángulo del techo y así fueron sólo un manchón oscuro sin silueta.
El fuego empezó a morir y las sillas, mesa y mecedora dejaron de hacer sombra.
Afuera nevaba con menor intensidad.
Las sombras ahora comenzaron a moverse por el techo hacia el otro extremo y, cuando estuvieron allí, bajaron por el ángulo formado por las dos paredes de madera en donde se hallaba el baúl arrinconado.
En la mesa servida, tres barras de chocolate se elevaron, flotaron y se dirigieron hacia el baúl, entrando suavemente en él. Así resultó ser que la mesa servida para un supuesto almuerzo sirvió para una mágica cena.

A lo lejos, cuando la noche casi empezaba a insinuarse, el leñador apareció como salido del bosque de pinos, volviendo a su cabaña con la escopeta al hombro y dos perdices colgando muertas en la mano derecha. El también cenaría hoy.

Dentro de la cabaña, lentamente, la tapa del baúl comenzó a bajarse hasta quedar cerrado otra vez, sin candado.