Un feliz reencuentro

Yo estaba solo, desconsolado y triste; desde que ella se fue todo cambió. Es natural que después de varios años de vida compartida haya dejado en mí un vacío, porque me acostumbré tanto a su presencia que se me hacía insoportable llegar a casa y no encontrarla.
En mi casa del pueblo me acompañaban mis padres y a Marcos, mi hermano menor; también a doña Lucinda, la señora del servicio y una mascota, que nunca faltaba. Pero todo varió cuando me mudé para hacer mi carrera universitaria.
Viví en varias pensiones donde tenía la compañía de la propia dueña y los otros pensionados que, igual que yo, estudiaban y trabajaban.
Al principio me sentía satisfecho con mi nuevo estilo de vida. Con mis amistades salía al cine o al malecón, pero siempre venían los problemas por las diferencias de carácter o de costumbres, o por la molestia de una luz encendida hasta altas horas de la madrugada.
Estaba insatisfecho con la comida. Los jugos y la leche los llamábamos “los bautizados”, pues la propietaria, para aminorar gastos, les echaba tanta agua que les desnaturalizaba el sabor. Por esas y otras razones me mudé varias veces, hasta que encontré un cuarto para mí solo.
Lo hice porque conseguí un mejor empleo y pude alquilar un “estudio” con un solo dormitorio. Lo amueblé con lo indispensable y me sentía contento por no vivir con compañías impuestas y porque comía a mi antojo.
Aunque estaba feliz, la soledad me abrumaba. La vida se me hacía insoportable sin una compañía, y mataba las horas viendo televisión, estudiando o durmiendo, y necesita de alguien con quien hablar.
Entonces apareció Rashel, tan bella y exótica como su nombre.
Sin pensarlo dos veces, la llevé a vivir conmigo, aunque los vecinos no la vieron con buenos ojos. Tampoco me importó los gastos adicionales que me causaba, pues lo recompensaban la felicidad que me embargaba de mimarla y acariciar su sedoso pelo. Fueron dos años que no olvido.
Todo cambió de repente un día que salí presuroso a cumplir un compromiso, y cuando regresé encontré puerta abierta.
Pensé que un ladrón nos había visitado, pero lo descarté porque todo estaba en su lugar. Solo no estaba lo más importante, Rashel.
En vano esperé a que volviera; entonces salir a buscarla por los lugares donde caminábamos juntos. Pregunté por ella, pero nadie la había visto. Era como si la tierra se la hubiera tragado.
Su ausencia me sumió en una tristeza profunda. No tenía la menor idea a dónde fue ni con quién andaba. La realidad es que se había marchado; me consolaba mirando una foto que le había tomado.
Tuve entonces una idea: saqué varias copias de la misma, las envié a los periódicos y ofrecí una recompensa a quien me diera alguna información sobre su paradero. Incluí mi dirección y teléfono, pero fue inútil: nadie se apersonó ni llamó.
Afortunadamente, ayer domingo paseaba por el parque cuando, de repente, me pareció verla de espaldas. Se parecía tanto a ella que no podía ser otra. Es cierto, estaba muy delgada y con el pelo descuidado. No pude contenerme y la llamé en alta voz: “¡Rashel, Rashel!”
Ella volvió su cabeza y un gesto de alegría brilló en sus ojos. Corrió hacia mí y se me abalanzó con gran entusiasmo. Estaba tan feliz como yo con el reencuentro.
Sobraban las palabras; los reproches eran innecesarios. Lo único importante era que estaba de nuevo junto a mi fiel compañera.
Juntos volvimos a casa, rebosantes de felicidad.
Después de esta amarga experiencia ya tomaré nuevas medidas para que mi perra collie no vuelva a escaparse otra vez.

Alberto Vásquez.