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Me acuerdo cuando mi madre me mandó a comprar huevos a la tienda de Tito “el mejicano”. Para llegar a ella, debía subir una empinada escalera de piedra que ascendía desde la calle en que vivíamos a otra que se encontraba en paralelo a un nivel superior. En esta calle comercial en que todo era ruido y trasiego, me dirigía acompañado por mi fantástico ensimismamiento a la tienda. Ver a Tito allí, despachando sin prisas las urgencias de las vecinas mientras entonaba sus canciones mariachis, me despertaba. Una enorme boca risueña que a lo mucho un diente tenía, una portentosa lengua vacuna, un bolígrafo machucado en su oreja y una descamisada panza que se bamboleaba al compás del trajín completaban su estampa. Yo esperaba siempre mi turno entre la fascinación y la impaciencia que aquel personaje me inspiraban. Él era mi salida a la realidad de la calle. Solo hoy, que supe de su muerte, comprendí la necesidad de mi encuentro con aquel personaje parido por las entrañas del pueblo, surgido de un mundo opuesto al mío, y que aparecía para rescatarme de una lánguida educación acomodada. «Aquí tienes los ocho huevos» y me los alargó en una bolsa transparente. Aquella venta no mereció la suma pertinente en el trozo de cartón de una caja de tabaco (suma, cifra sobre cifra, que me aproximaba a Tito, puesto que en ella reconocía el mismo viejo procedimiento empleado en la rutina escolar).

En mis manos viajaba la bolsa con su delicada mercancía. Y mis manos viajaban gobernadas por mi alucinada mente infantil, llena de superhéroes y naves espaciales en lucha. Descendí por la empinada escalera de vuelta a casa, extrañamente, sin caerme. Toqué en la puerta. Recuerdo que al mirar hacia arriba, buscando el complaciente rostro de mi madre que se asomaría por la ventana y me vería cumplir con mi precoz encargo, reconocí un cielo azul, diáfano, como si el mundo acabará de nacer. Y recuerdo también primero las palabras que me arrancaron de mi letargo fantástico: “¡Serás idiota!”; después el rostro buscado, sí, pero desencajado; luego mi mano atenuando el incesante e inconsciente movimiento que había hecho girar cual molinillo la bolsa durante el camino de vuelta; y finalmente, la visión de ésta con los huevos completamente aniquilados en su interior.

Confieso que nunca he conseguido zafarme del recuerdo de este hecho, ni del absoluto ensimismamiento que le dio vida.

David Galán Parro
25 de octubre de 2021

Texto agregado el 11-08-2023, y leído por 186 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
14-09-2023 Buen relato. LuisAntonioArandaGallegos< /a>
13-08-2023 Hermoso recuerdo y muy bien contado tete
12-08-2023 Lo que nos pasa es el insumo número uno par hacer literatura, además muy bien contads la historia. Saludos desde Cali, Colombia nelsonmore
12-08-2023 Los recuerdos de la infancia son un regalo ya que con ellos volvemos a alguna época de nuestra vida a la que quisiéramos regresar. Saludos. ome
11-08-2023 Es verdad lo que dice Valentino, todos de niños en algún momento rompemos los huevos, literal y figurativamente jaja Dhingy
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