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Inicio / Cuenteros Locales / Kirby_Chapualqo / Mas grande que gigante

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La falda de la chica era demasiado corta para este invierno. Era de esa tela a cuadros que a todos los colegios se les daba por usar ultimamente. Apenas si llegaba una palma arriba de la rodilla y era sacudida constantemente por el viento, dejando entrever los muslos canela y una ropa interior blanca sin bordados cursis, manchada por el sudor. Llevaba zapatos negros y medias cremas, asquerosas y rotas. Una chompa parchada, maltratada como un trapo viejo que alguien intentó lavar y la insignia del colegio colgando como una lengua burlona, descosida de dos de sus broches, mostrando el revés del bordado con las iniciales de la escuela manchadas de mostaza. La dueña de todo eso improvisaba un baile sin ritmo en medio de un pequeño y viejo patio abandonado, dentro de la zona derrumbada de la escuela, mientras, tarareaba lentamente una canción inventada que solo sonaba en su cabeza. Y aunque a la chica nunca le gustó tener público en sus pequeños conciertos de locuras y alegría, esta tarde alguien la observaba sin aparente interés.

- Ya para con eso –le dijo Gabriel, mirándola de arriba abajo desde lejos- pareces puta.

Rosa no le contestó. Comenzó a bailar más rápidamente, moviendo los pies sin ningún ritmo en absoluto, agitando los brazos de arriba abajo como un pájaro desesperado que no acaba de aprender a volar. Se puso a dar vueltas por todo el patio de esa manera, subiendo a su paso por bancas de madera y echando a un lado entre gritos los barrotes imaginarios de su jaula, tarareando cada vez más rápido y más fuerte. Finalmente juntó las alas, y se abalanzo en picada contra Gabriel como si fuera un ave de presa cargada de sonrisas. Lo embistió con sus garras y lo tumbó al suelo de cemento. Lo mantuvo agarrado ahí, donde sus ojos se encargarían de destriparle hasta el alma, y sus manos y labios se encargarían de lo demás.

- Sabes, esto esta mal… los niños como tú no deberían hacer estas cosas… mira que… traerme hasta este patio abandonado, lejos de todos… para hacerme sabe dios que cosas… - dijo ella, mientras exploraba bajo la camisa del niño.

Rosa casi respiraba en la cara de Gabriel, cada palabra suya le golpeaba con su aliento de cebollas, disimulado con un triste caramelo de menta. Gabriel cometió el error de mirarle los ojos, sus ojos de agujero negro que parecían absorberlo todo. Mirarlos era navegar, naufragar y perderse en un mar infinito de estrellas. Era linda. Sus pelos grasientos resbalaban por su cara, todo hecho motas y enredados, le hacían parecer un animal sin esperanza esperando ser cazada entre los bosques. Pero era linda. Era descuidada y sucia, su ropa estaba manchada y rota y sus rodillas todas raspadas. Pero, así y todo, era linda, y también era su amiga. Pero también era una perra, y Gabriel conocía de sobra de sus juegos.

- Quítate de encima –le dijo el niño, con voz seca.

Algo pareció romper el hechizo de Rosa. De la nada comenzó a reírse, como si hubiera contado un chiste que nadie mas entendió, y se sintiera orgullosa de ello. Se levantó lentamente sin mirar a Gabriel, con los ojos cerrados de la risa. Cuando estuvo de pié, inclino el cuerpo y se puso a mirarle, como si se le hubiera quedado el alma por ahí. Le dio varias vueltas, y cada vez que él quería levantarse ella lo volvía a empujar. Al fin, se quedó de pié junto a él y, tan inexplicable como su risa, ahora lo miraba súbitamente furiosa, con las manos apoyadas en la cintura y los ojos llameantes.

- ¡Qué aburrido eres!- pareció enfadarse Rosa, medio en serio, medio en broma- Ni siquiera puedes fingir un rato.

Luego de esto Rosa permitió que Gabriel se levantase. Se dio una vuelta sobre si misma como lo hacen las modelos o las bailarinas de ballet y, cuando reapareció, parecía haber vuelto a la normalidad. Ahora se hurgaba la nariz con el dedo meñique. Gabriel se levantó, sucio y enfadado como nunca. Se arregló el uniforme como pudo. Una vez más quiso mandarla a la mierda por ser como era, decirle cuanto y como la odiaba y que por qué no se largaba con sus huevadas a joder a otro; pero, cuando iba a hacerlo, la vio, y vio que su rostro era inocencia, y que todo rastro de locura había desaparecido de su faz y de sus ojos. No era con ella el problema. Tal vez ya ni recordara nada… que importa. Gabriel se sentó resignado en el sócalo de una puerta rota, de un salón abandonado ya hace años. Miraba al piso, pero levantó la mirada cuando sintió una sonrisa que lo alumbraba. Esta vez sí era ella.

- Oye –le dijo, toda sonriente, Rosa- ¿hoy llegaste tarde al colegio verdad?
- Fueron solo dos minutos –seco y cortante, Gabriel.
- Ja ja, el portero me contó como le rogabas por entrar, que le jurabas y rejurabas que nunca lo volvías a hacer. Imagínense pues… tú, el alumno modelo ¿llegando tarde? Nooo… Como va a ser eso, niño.
- Tengo 11 años, no soy un niño –se esfuerza en no mirarla Gabriel
- Y yo tengo 16, pero ya quisiera yo volver a tener la edad que tu tienes ahora… niño.
- ¡ya te dije –volteó Gabriel a mirarla- que no me digas niño!
Pero ella se había echado en el suelo, y bautizaba una por una todas las nubes sin forma.
- No se… todo era más fácil a los 11 años…

Gabriel trató de no escucharla demasiado. Con el tiempo que la conocía, había aprendido a llevarse con ella. Lo que le correspondía ahora era quedarse callado, pensar en otra cosa y dejarse llevar por eso. Nunca preguntarle nada. Jamás. Dejarla con sus asuntos y sus locuras. Sobre todo, nunca tratar de comprenderla ni de entender sus incoherencias, o terminaría loco él también. Así que la dejó sola, con sus nubes y divagaciones, y se puso a examinar el patio abandonado. Era bastante viejo, en realidad, casi colonial. Era una de las zonas antiguas de la escuela, la única zona antigua que se salvó del derrumbe, hacia ya cinco años. Gabriel se tumba en el piso, bota un poco de aire y juega con él. Hacía ya cinco años. Él solo se tumba ahí mientras los otros niños juegan. Es extraño, él no quiere jugar. Una profesora de mandil naranja lo levanta a la fuerza, entre sonrisas, y lo lleva de la mano, vé juega con tus amiguitos, no te quedes ahí sentado como un tontito, ¡anda, no seas perezoso! Pero Gabriel les contestaba con unos ojos enormes y serios de niño, irrefutables. Así que las profesoras se iban y lo dejaban ahí tranquilo. Tal como él quería estar. Tal como estaba él ahora. Del derrumbe recuerda poco. Recuerda poco, porque no tenía más que 6 años, y porque los recuerdos de esa época los guarda borrosos, como dibujados en tiza sobre el cemento. Algo de gente corriendo, muchas profesoras sin rostro cargando todos los niños que podían. La tierra temblaba horriblemente, como si alguien quisiera jalarla hacia adentro, el patio se hundía de a pocos y los salones se inclinaban hacia él. Los gritos superaban por mucho al sonido de la madera crujiente, como si aquellos salones apoliyados, luego de casi cien años, se negaran a caer por las buenas. La desesperación, la tierra, los salones que se movían como botellas vacías. Gabriel asistía extasiado al primer juego divertido de su vida. Por alguna razón nadie lo cargó a él, y solo se dieron cuenta de su ausencia luego de varios minutos, cuando las profesoras desesperadas tomaban lista de los niños en la calle. Entonces lo vieron salir caminando de entre la nube de polvo, primero a su sombra borrosa y luego a él. Detrás, estaba el único edificio en pié que quedaba de la enorme escuela. Algo maravilloso sucederá hoy.
Luego de eso todo es historia conocida. El ministerio cerró el área y removió los escombros, no se permitieron fotos ni curiosos. Un extraño polvo gris cubrió el cielo durante varios días. El mismo día que el polvo se disipó entregaron los cuerpos de los niños muertos a los padres. Indemnizaron a todas las familias, lo cual era muy raro. Todos estaban muy tristes, pero el dinero en la mano hace sus efectos, y con toda la tristeza del mundo organizaron un velorio inmenso en todo el distrito, que duro varios días de llanto y pena. Durante un año toda la gente vistió de negro. Muchos lo continúan haciendo hasta hoy.
Gabriel conocía esa época por lo poco que su madre le había hablado de eso, y por lo poco que él le había preguntado al respecto. Claro, gran parte de lo que sabe se lo ha contado Rosa, que tenía la edad que él tiene ahora cuando lo del derrumbe, pero Rosa siempre inventa la mitad de lo que dice y miente la mitad de las veces que calla. Gabriel trató de mirar las nubes como lo hacía ella. Rosa se dio cuenta y se levantó, poniéndole la sombra encima.

- Sabes –le dijo, tratando de forzar una conversación- este patio esta embrujado…
- No me digas… ¿el conserje muerto? Bah… ya me has contado esa historia mil veces
- No, en serio –exageró gestos con las manos- este es el único lugar que queda de la vieja escuela… como ya demolieron lo demás, al pobre solo le queda penar por aquí…
- Jaja ¡Claro! Entonces todo el colegio estaría llenecito de mocosos penando todo el tiempo
- No pues…-mira para un costado, y por un instante parece triste- él era diferente… digo, nunca encontraron su cuerpo.
- …el de muchos niños tampoco –contestó Gabriel con desdén.

Sabía que Rosa fue amiga del antiguo conserje, que, desde que quedó huérfana, él había sido algo así como un padre substituto para ella. Sabía que fue ella la que expandió el absurdo rumor de su fantasma, tal vez, como un enfermizo tributo a su recuerdo. Pero nunca supo hasta donde había llegado el ¨cariño¨ del conserje hacia ella. A decir verdad, no quería saberlo, pero él siempre se enteraba de las cosas que no quería. Veía a Rosa de reojo, rascándose los muslos hasta dejárselos rojos como era su costumbre. Gabriel cayó en el embrujo momentáneo de su piel. Allí estaba ella de pronto, sentada contra esa pared vacía con su sonrisa de diez años, si es que no eran menos. El conserje lleno de verrugas le hacía cosquillas por encima de la blusa como si jugara con un cachorrito mojado; ella reía, y después de un rato de toqueteos, el viejo desaparecía con ella en la oscuridad… circulaban rumores horrendos. Gabriel nunca había escuchado ninguno, pero sabía reconocer sus silencios, aquel de los adultos cuando entras a una habitación sin tocar y se quedan estáticos, mudos, te miran, a veces fuerzan una que otra sonrisa, se ponen nerviosos y cambian de tema. El podía ver las palabras q aún flotaban en el aire… no, no era eso, el silencio por sí solo decía mucho.

- ¡Oye! ¿por qué te me quedas mirando las piernas? Al menos disimula un poco pues… chibolo malogrado… - Rosa, enfadada, separa las piernas en lugar de juntarlas.
- Ya vámonos –se levanta Gabriel, algo sonrojado- hace como media hora que todos se fueron de la escuela. Si nos quedamos hasta tarde todos los días la gente va a empezar a hablar huevadas, ya en la mañana el portero me estaba jodiendo de…

Gabriel tuvo un extraño presentimiento que no le permitió seguir hablando. Una sensación que lo hacía sentirse irreal. El ambiente estaba extraño, muy cargado, como si alguien tratara de estirar el silencio hasta romperlo.

- ¿Qué te pasa? De repente te pusiste medio raro
- No sé… ¿no has oído nada?
- Yo no oigo nada, niño

No era eso. Era como el barullo inmenso de un ejército de músicos tratando de no hacer ruido en absoluto, o la muerte simultanea de un millón de mosquitos. Era de esas cosas que simplemente suceden y no puedes explicar como, pero Gabriel supo que algo estaba a punto de pasar, y, lo que sea que fuere, estaba seguro de que no sería nada bueno.

- Vámonos –dijo Gabriel, jalando a Rosa de la chompa
- ¡Oye, espera! ¿Qué te pasa?
- No se… ¡solo vámonos! Pero vamos rápido…

Demasiado tarde. Todo se detuvo. Una ligera sospecha de que algo había cambiado atravesó el universo y la ciudad entera sin que nadie lo notara. Los pájaros del parque salieron disparados de los árboles y atravesaron el cielo graznando escandalosamente sobre los ojos de Gabriel, mientras los perros de tejado aullaban en masa como nunca lo habían hecho antes. La tierra no dio tiempo a divagaciones; unos segundos después, comenzó a temblar salvajemente. Ambos corrieron. Entonces Gabriel recordó que lo había olvidado todo. Que tumbado en el viejo patio ningún escombro le caía encima, que hacía cinco años el edificio no cayó porque una mano misteriosa lo protegía y lo llevo hasta la salida con las profesoras de mandil naranja como si lo llevara entre dos cuentos diferentes. Por un instante sospechó que todo pudo ser diferente. Sintió que el techo se derrumbaba a sus espaldas como si fuera un rompecabezas y que el piso rebotaba en sus piernas. El camino hasta el final del pasillo (una luz que se movía de un lado a otro y que amenazaba con cerrarse) le pareció infinito. Se dijo a si mismo que podía morir, que iba a morir, pero sintió un calor tranquilizador que atravesaba su alma y su cuerpo, el calor de una mano que protege… la misma mano de cinco años atrás, pensó. Finalmente vio el portón negro, que se acercaba inevitable como el final de la historia, se dio cuenta de que hacía mucho que él no estaba corriendo. Cerró los ojos, y sonrió.

Cuando Gabriel abrió los ojos, donde estaba el colegio solo quedaba una enorme nube de polvo gris. Rosa tenía cargado su pequeño cuerpo y lo apretaba contra el colchón sucio de sus senos como si estuviera dando leche a una cría. Ella lloraba, tenía tomada una mano de Gabriel desde el principio. Detrás de la nube gris, mas bien cubierto por ella, un extraño robot más grande que gigante se miraba las manos confundido, tratando de recordar.

Texto agregado el 23-10-2004, y leído por 1302 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-02-2005 kirby tienes que poner la cintinuacion de este cuento erich
13-01-2005 Era como el barullo inmenso de un ejército de músicos tratando de no hacer ruido en absoluto, o la muerte simultanea de un millón de mosquitos. interesante deskripcion del momento liam1983
25-10-2004 és un cuento más grande que gigante nakasone
23-10-2004 too long! Kurdt_07
 
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