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La Estación de Francia.

Hacía un poco de frío, lo normal en Barcelona, a esas alturas del invierno, pensé mientras dejaba de reconocer las calles por las que me llevaba el taxi y que días antes había recorrido a pié. Para el taxista era un cliente más, sin nada especial. Todavía se veían los adornos navideños, improvisando las farolas como remedos de la extraña tradición anglosajona de agasajar a los pinos por estas fechas. Aunque había bebido de esa fuente cuyo nombre nunca recuerdo, sabía que tardaría mucho en volver por allí. Estaba dejando una ciudad y un recuerdo. El talgo salía a las doce en punto y aún estaba lejos de la estación, pero no había apenas circulación y no me preocupaba,al menos, no tanto como en los primeros viajes. Ya no temía perder ningún tren. Todavía pensaba en las pérdidas cuando me vi en el pórtico central de la estación. Las enormes columnas me abrigaban del frio y de la ausencia de gente. La sala era demasiado grande para una persona sola y me alegré cuando oi unos pasos detrás mia. Me volví, para ver al compañero de viaje y me decepcioné al comprobar que no era sino el eco de mis pasos el que me acompañaba por aquel gigantesco andén. Era imposible que alguien se dedicara a viajar la noche del primer día del año. Las pocas bombillas que se libraron del ahorro de electricidad no aclaraban el ambiente más allá de un ambiguo crepúsculo de tonos amarillentos que hacía juego con el olor a cuerno quemado de los trenes que esperaban en las vías, impacientes, me imaginaba, de ver cuál de ellos elegía yo. Me apoyé en un barroco dintel, echando una ojeada al kiosko de revistas, cerrado, al parecer como el resto del mundo esa noche.
Todavía me parecía oir el eco de mis pasos y volví la mirada a la entrada del andén cuando noté que sonaban más finos y seguidos. No podía verla bien, pero aun tan lejos me pareció preciosa, sencilla, encantadora.
Incluso notaba su perfume entre el olor acre de la estación, era demasiado tenue, demasiado como para proceder de un frasco, pero justo para acompañarla por aquel andén. Se acercaba. A cada paso que daba, me enamoraba más de ella, de forma que, a diez metros, jamás había querido nunca más a nadie. Lo dejaría todo por ella, la cuidaría como a mi alma porque ella era de la misma esencia que el cielo y viviríamos eternamente felices.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
Con el corazón latiéndome acelerado en la garganta esperé ese segundo eterno en que pasó por delante, preludio del resto de nuestra eternidad. Se me nublaron los ojos por la emoción, igual que se les nublarían a romeo o a tristán. La sangre bajó de mis mejillas y noté que me dejaban hueco sus pisadas sobre el suelo reluciente, que la llevaban más allá de mi tren, más allá de mi vista. En ese solo segundo le ofrecí todo el amor del universo, condensado en un trastabillado saludo. Le ofrecí mi alma, mi vida y mi fe en un beso disfrazado de buenas noches.
Ella viajaba en otro tren. Jamás la volvería a ver.


Texto agregado el 12-06-2003, y leído por 242 visitantes. (0 votos)


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