Ya retrasé una vez, una hora, el despertador, y lo apagué un par de veces después. Ya me molestaba la agobiante claridad del cuarto, la incertidumbre de encender el móvil (y ver si había recibido alguna llamada), el haber dormido demasiado.
Yo ya me quería levantar, y erguirme, pero la cama estaba agusto conmigo, mi forma cogida. Afuera seguro que hacía frío pero, sobre todo, me atrapaban los sueños. Era ceder levemente los párpados, y sumergirte en un sueño loco y huidizo, efímero dentro de los sueños y hecho de varias persecuciones y de varias manías y rencores. A veces mezclado con alguna ansia de despertarme, a veces queriéndome despertar y sin poder reaccionar, a veces soñar que me despierto.
A veces creerme muchísimo el sueño...
Hasta que me asusté, me arranqué del colchón, lo enterré bajo su manta, y me dirigí todo pesado al cuarto de baño a quitarme las legañas. Tosí, volví, encendí el móvil, y preparé la cafetera sin pensar en nada. Sorbí el primer vaso de café, y entonces pensé: “¡Qué contento estoy de haberme levantado!”