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Estaba allí, siempre en el mismo lugar. De rodillas, los brazos extendidos en súplica y el cuerpo cubierto de llagas. No decía una palabra, tal vez fuese mudo. La gente pasaba junto a él, generalmente ignorándolo, aunque alguno se detenía y se quedaba mirándolo, frente a frente. Quizás no le temían como yo porque ellos eran grandes, o tal vez por la inmensa reja negra que los separaba de él. Pero él estaba allí, los ojos en blanco, aterradores. Y, a pesar de mis ruegos, Madre siempre me llevaba a ese mismo lugar. Y yo permanecía en silencio, aferrado a sus piernas, los ojos clavados en el suelo rojo, temiendo levantar la vista y encontrarme con esa mirada blanca. Tal vez no le temieran, por quién sabe qué motivos. Yo los ignoraba y no me atrevía a preguntarle a Madre porque siempre le había escuchado decir que él era bueno. Pero, si era bueno, ¿por qué lo habían encerrado allí? Quizás estuviese pagando por sus crímenes. Seguro que era eso, ya que detrás de él habían puesto aquellas dos calaveras, con un par de tibias cruzadas debajo. Debía ser algún asesino, terrible, al que habrían cegado y encerrado tras esas altas rejas negras. Tras él, atrapados en pequeñas cajitas de cristal, estaban los niños. Pequeños niños, pálidos e inexpresivos, a los qué él habría atrapado con sus manos llenas de llagas, arrastrándolos a una muerte espantosa. Recuerdo que, muchas noches, luego de haber estado allí, tenía horrendas pesadillas en las que él aferraba mis tobillos con sus manos purulentas. Más de una vez desperté lanzando alaridos en medio de la noche. Pero Madre no comprendía mi terror. ¿Cómo era posible que no entendiera? ¿No veía ella, acaso, las dos cabezas de niño guardadas en cajas de cristal, a espaldas de él? ¿O aquel torso de mujer que aún conservaba un gesto de súplica en el rostro congestionado por el dolor? Eso no era todo: en una suerte de altar que se encontraba detrás de él, alcanzaba a ver aquellos rostros fantasmales, uno al lado del otro. Tal vez fuesen fotos o grabados de otras víctimas, ya desteñidos por el tiempo, colocadas allí cuando lo encerraron, para recordarle por siempre sus crímenes...

Aquel suplicio duro días, meses. Cuando el fin de semana estaba llegando a su fin y el sol se ocultaba, yo empezaba a temblar de silencioso pavor, sabiendo que madre me llevaría una vez más allí, frente a él. Hasta que un día, Padre dijo que nos mudaríamos. Y así fue. Cambiamos de barrio y Madre no volvió a llevarme a ese lugar. El tiempo pasó, crecí, y hasta conseguí olvidarme de Él.

Muchos años después, una mañana cualquiera, entré con mi mujer y mi hijo a una iglesia y me encontré nuevamente con Él. Sentí cómo mi hijo se aferraba a una de mis piernas cuando, en silencio, contemplé otra vez la imagen de Cristo en aquel extraño altar de la Iglesia del Pilar.



Texto agregado el 17-10-2002, y leído por 322 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-10-2002 hasta el final no me imaginé a quién te referias... me gustaron las descripciones. me distrajo tu forma de llamar a tu madre (sin poner <i>mi</i> madre) Giovanni
 
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