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Apretó el botón.

Mientras esperaba que el ascensor llegara, se miró en el espejo del palier y se acomodó el traje. Se puso a silbar una tonada que acaba de escuchar en la radio y comenzó a delinear su estrategia para la reunión a la que se dirigía. Una reunión bastante importante, por cierto. El ascensor llegó con un chasquido metálico, despertándolo de sus ensoñaciones. La puerta automática se abrió suavemente, como siempre.

El ascensor estaba vacío y él pensó que eso era bueno ya que de esa forma no tendría que hablar con nadie. No es que él fuera poco sociable, pero antes de una reunión deseaba que nada lo distrajera, quería estar concentrado, planeando cada paso que daría. Ingresó y oprimió el botón de Planta Baja. La puerta se cerró.

Nunca le habían gustado los ascensores: le producían la idea de estar metido en una caja, o algo así. Al mismo tiempo le traían nebulosos recuerdos de algo que le había pasado en su niñez, algo que no podía rememorar con exactitud. Pero, de algo estaba seguro, eso que le había ocurrido no había sido nada bueno. Por esa razón le disgustaban los ascensores, y más aun si debía descender veintitrés pisos, como en ese caso.

Clack.

El ascensor se detuvo en el piso trece con un pequeño sacudón. Las puertas mecánicas se entreabrieron un poco, dejando expuestas una pared, que la mugre había pintado de gris. Lógicamente, como en muchos edificios norteamericanos, en el piso trece no había nada, sólo esa pared sucia. Fue lo último que vio, por que inmediatamente después se apagaron las luces, dejando un resplandor violáceo en sus retinas, que murió luego de unos segundos dejándolo envuelto por la más tétrica oscuridad.

Buscó a tientas el botón de alarma, intentando descubrir con las uñas las muescas de la A. Lo encontró y lo oprimió, pero no escuchó nada. Repitió la operación, con una ansiedad creciente mordiéndole los talones. Nada. Pensó que tal vez se había equivocado de botón y siguió buscando. Al cabo de una rato se dio cuenta de que no se había confundido. Era el botón adecuado, que la alarma no sonara no quería decir nada, excepto que el desperfecto electrónico había alcanzado a todo el edificio. No le quedaba más remedio que sentarse a aguardar que volviese la luz. Sentarse y esperar. En ese silencio, en esa oscuridad. Fue lo peor que pudo hacer en su vida…

Lo primero que hizo fue maldecir su suerte, llegaría tarde a la reunión. Es más, ya podía considerar que el negocio que se iba a tratar estaba arruinado. Así que se puso a pensar en otra cosa, buscando evitar que la amargura por el inconveniente se apoderara de él. Miró la oscuridad, intentando que su vista se habituara a ella. Deseaba mas que nada en el mundo poder ver algo. Aquella penumbra, densa como el olor de un cadáver putrefacto, no le gustaba en absoluto. Un sudor frío le impregnaba la frente. Vieja imágenes de la infancia comenzaban a cobrar forma en su mente. Recordó la añosa casona de sus abuelos, donde solía pasar largos fines de semana con sus hermanos y primos. No pudo evitar una sonrisa cuando se vio a si mismo sentado ante la deliciosa trata de fresa de su abuela, o yendo a pescar al estanque cercano con el abuelo.

Y también recordó el armario.

Y aún peor, lo que había en el armario.

Las imágenes de aquella tarde volvieron a él como una espantosa revelación. Estaban jugando a las escondidas con todos los primos. La casa, por sus dimensiones y la cantidad de cuartos que tenía, era ideal para este tipo de juegos. Es más, cada habitación tenía múltiples lugares donde ocultarse: arcones, camas, roperos y armarios. Y el armario. Estaba en el cuarto de huéspedes; era de madera de caoba, lustroso y oscuro como un ataúd. Era bastante atemorizador de por sí para un niño de ocho años, pero no podían negarse sus cualidades como escondite. Y lo que él necesitaba en ese momento era precisamente eso así que, presuroso, se introdujo entre los trajes viejos y apolillados. Se metió allí y aguardó, muy quieto y callado, mientras uno de sus primos buscaba. Esperó, casi conteniendo la respiración, mientras el olor resinoso de la madera invadía sus fosas nasales mezclándose con un extraño tufillo proveniente de las ropas en desuso que colgaban como ahorcados, raídas, en la oscuridad. Silencio y oscuridad. Una combinación espantosa cuando uno tiene ocho años. Silencio y oscuridad… y algo más. Otro olor en el ambiente. Otra respiración. O tal vez se tratara de la misma cosa. O de ambas mezcladas. Pero allí había algo, de eso no había ninguna duda. Algo que exhalaba podredumbre por todos sus poros. Algo que podía erizar los cabellos de un niño de ocho años. Algo con lo que la oscuridad había sido piadosa, porque era preferible no verlo. Y esa cosa indecible emitió un sonido estremecedor al rozarlo. Justamente ese contacto abominable lo hizo salir aullando de terror del armario, y correr desesperadamente a los brazos sorprendidos de sus padres. Lo que lo había tocado estaba espantosamente frío. Frío como la muerte.

Intentó alejar ese recuerdo desagradable de su mente, pero ya era tarde. La explicación de su temor a los ascensores, o a cualquier espacio reducido, había sido convocada como un maleficio. En ese instante rogó más que nunca que la luz volviera cuanto antes. Pero su súplica no fue escuchada.

El ruido casi lo hizo lanzar un alarido. Pensó que se había equivocado y se quedó quieto como una lápida, tratando de convencerse de que su oído lo había engañado. Pero no. Allí estaba: suave, pausada, enloquecedoramente real. La respiración. El aire. Había un olor. El mismo del armario. Corrupto y agusanado. Comenzó a sollozar.

El grito retumbó en todo el edificio y cesó de pronto. Ahogado por algo frío. Frío como la muerte…

Texto agregado el 18-10-2002, y leído por 285 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-10-2002 escribes bien, o por lo menos, a mi me gusta... Giovanni
 
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