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Hace dos horas que estoy pensando sacar la silla y sentarme junto a la puerta. Siempre lo mismo, las dudas me abruman. El cielo debe estar nublado y achatando los árboles. Los transeúntes carentes de sombras caminarán mirando el suelo. Uno que otro vendedor ambulante voceará sin convencimiento sus productos. Doña Carmen, la vecina del frente, apaleará con su chongo las baldosas de la acera. El viejo perro de don Fermín, con su aletargada cola espantará las moscas atraídas por los tarros de basura y que aterrizan en su nariz. Nada será diferente.

Mis apretados párpados dejarán pasar la imagen difusa del frontis del boliche de los hermanos Peña, y a ellos ubicando sacos y cajones. Añoraré un pitillo, y un cafecito como me lo preparaba Iris. Frotaré mis manos para espantar el entumecimiento. La delgada bufanda me devolverá un agradable calorcillo. Recuerdos, en eso soy millonario. Atusaré con parsimonia mis lacios mostachos y ... más de una uña quebrada me arañará el rostro.

Mi crujidora silla de mimbre y yo. Mis pequeños y grandes fantasmas, las imágenes de los que se fueron y el amor que aún siento por ellos. No teman, ustedes estarán vivos hasta el fin de mis días; nadie fallece mientras exista quien los ame.

¡Qué tal, don Casimiro!, me dirá más de alguien a la pasada. ¡Aquí estamos, pasándola!, contestaré presto. Cada auto que pase traerá su halo de polvo, cada auto que pase sabrá de mis silenciosos garabatos y de mis convulsiones asmáticas.

De vuelta de la escuela, la patota de siempre, esa de la esquina, aparecerá con su pelota de trapo y dará comienzo a la primera pichanga del día. Gritos, estrellones y patadas. Tres o cuatro puntetes pasarán rozando a la esmirriada figura en su silla de mimbre. ¡Cuidado, pues cabros, que le pueden dar al abuelo y lo matan del susto!, gritará uno de los más grandes. En la casa contigua a la de doña Carmen, las descoloridas cortinas del segundo piso harán una mueca sigilosa, pudiéndose adivinar el añejo rostro de doña Clotilde atisbando.

Casi frente a los Peña, por el paso cansino y el bulto que cuelga de su hombro derecho, entreveo que se acerca el joven e insolente cartero; muchacho de pocas palabras. “¡Nadie sabe que usted existe, Tata!”. Como si me importara.

Hoy amanecí taimado y convertiré la silla en leña para el brasero. Aguardaré en casa lo que me depara el destino, y releyendo los diarios atrasados me sumergiré en el ayer...


Texto agregado el 19-11-2004, y leído por 101 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-01-2005 Para ser sincera, no hay nada nuevo en este cuento; ainque está bien narrado y el tema es muy bueno. Creo que el párrafo 2 está demás. Lavinia-Lake
 
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