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[C:726]

I

C. silenció el despertador de un manotazo y giró en la cama, dándole la espalda. Tirado entre las sábanas, permaneció un rato más flotando en la tenue semirrealidad del despertar y, cuando el silencio del cuarto comenzó a verse invadido por los ruidos cotidianos de la calle, se levantó lentamente. Le dolía el estómago, así que desistió de su habitual desayuno matinal. Se metió en el baño y se lavó la cara. Luego de un rato se percató de que hacía varios minutos que se había quedado congelado, viendo sin ver la imagen que le devolvía el espejo. Se introdujo en la ducha y dejó que el agua tibia le bañara el cabello. Recién entonces su cerebro pareció liberarse del embotamiento. Disfrutó de cada gota, del suave recorrido del agua sobre su piel, de la espuma en sus manos, mientras su mente divagaba por temas tan diversos como intrascendentes. Los cuales tenían la particularidad de relacionarse entre ellos de las maneras más ilógicas. Sonrió mientras se secaba con la toalla, reflexionando sobre esta característica matutina de sus pensamientos.

C. se vistió, tomó su bolso y salió apuradamente, sin afeitarse, al cobrar conciencia de que se había quedado demasiado tiempo bajo el agua y estaba llegando tarde al trabajo.


II

C. tenía 26 años y era creativo en una empresa de publicidad con relativo éxito. Su trabajo le producía una cierta satisfacción profesional aunque no pecuniaria, ya que el sueldo lo conminaba a ajustarse por todas partes. Sus posibilidades de ahorro eran nulas, su capacidad de proyectar a futuro se hallaba tremendamente limitada y en su horizonte laboral no alcanzaba a vislumbrar demasiadas luces cercanas. Pero C. no estaba solo. Era muy querido por sus amigos y bastante popular entre sus conocidos. Por otra parte, tenía una estupenda relación con su familia y su novia lo adoraba con pasión.

“¿De qué te quejás?”, se repetía a si mismo en los momentos en que se sentía infeliz. Cosa que ocurría cuando la insatisfacción lo aplastaba como una negra ola de indescifrable angustia. En esos momentos se sentía paralizado, como un animal encerrado en una jaula muy pequeña, demasiado estrechapara estar cómodo en ella pero suficientemente sólida para disipar cualquier idea de fuga. C. intentaba evitar esos momentos, meterlos en la caja de las cosas viejas. Pero estaban allí, acechando en silencio. Y sonreían.

III

C. descendió las escaleras hacia el pegajoso vaho del subterráneo. El clima estaba húmedo y caluroso – era el tipo de días que él detestaba- así que allí abajo las cosas solo podían ser peores. Esperó, tratando de que las canciones que brotaban de su walkman lo distrajeran de la insoportable temperatura. Dejó pasar los dos primeros trenes. Venían absolutamente repletos y se dijo a sí mismo que –definitivamente- prefería llegar tarde antes que sumergirse en la sudorosa claustrofobia de aquella masa comprimida. Finalmente optó por el último vagón del tercer tren. Se apoyó contra la puerta del fondo ya que no había donde sentarse. Desde allí tenía una buena perspectiva de sus ocasionales compañeros de viaje. Miró los rostros y sus expresiones, algo que le gustaba hacer mientras viajaba. Incluso, un par de sus mejores ideas habían surgido de estas observaciones subterráneas. Las miradas vacuas, las miradas extraviadas, las miradas reconcentradas. Las lecturas reposadas, las conversaciones animadas, los silencios solitarios. Su vista vagaba de aquí para allá, mientras su mente se sorprendía con la fragilidad de esas vidas y con su extraño papel de fugaz voyeur de instantes diminutos. Reparó en la chica y su hijo.

IV

Era una joven como cualquier otra, como el niño era similar a cualquier otro. Pero estaban parados. Ese era el punto. Estaban parados y la chica hacia notorios esfuerzos para mantener el equilibrio con su hijo en brazos, toda vez que el vagón arrancaba o se detenía. C. contempló las caras indolentes de los hombres sentados cerca de la madre. Su atención se concentró particularmente en dos de ellos. Uno era un muchachote grueso, con el pelo al ras, anteojos de sol y un teléfono celular a la cintura. El otro era un tipo de unos treinta años, con cara de vaca y una mirada furtiva. Algo en el interior de C. comenzó a bullir. Se sintió indignado. Le molestaba profundamente ver a aquella chica y su hijo siempre a punto de caer. Le molestaba el desinterés, la falta de caballerosidad, la educación mínima de los hombres en el vagón. Pero, por sobre todo lo demás, le molestaban aquellos dos personajes. Sus estúpidas caras de nada y su actitud desafiante (sí, te veo y no te doy el asiento, ¿y qué?) se volvían intolerables con cada segundo que pasaba. Pensó que debería hacer algo al respecto, quizás insultarlos. Se vio a si mismo levantando a alguno de ellos por las solapas, zamarreándolo mientras gritaba: “¡Mal educados de mierda! ¿No ven a la madre y al hijo? ¿Por qué no mueven sus culos gordos y la dejan sentarse?”

Pero no hizo nada.

V

El tren se detuvo en la estación Catedral y C. bendijo el hecho de no tener que ver más esos rostros ni tolerar aquella situación. Bajó entre el gentío y aguardó, mientras el gusano informe movía sus múltiples y torpes patas hacia el cuadrado de luz, arrastrándose trabajosamente. La espera se hacía insoportable, mientras la humedad convertía todo en un pegote gigantesco. C. consultaba su reloj, luego miraba hacia arriba y tres segundos más tarde volvía a inspeccionar las agujas. El proceso se repitió durante minutos incontables, bañado en grandes cantidades de transpiración. Mientras tanto, la gente ascendía en silencio con los ojos clavados en la salida. Ojos yermos. C. comenzó a abrirse paso entre los cuerpos asfixiantes, buscando el pasillo que cruzaba bajo la avenida y que desembocaba en la salida, del otro lado. Lo encontró insólitamente desierto. El gusano no lo había visto, hipnotizado por el ojo ciego. El aire fresco le abofeteó el rostro y con él llegó la voz. “Me ayudan con lo que puedan por favooor…”. Allá, donde comenzaban las escaleras que conducían hacia el exterior, estaba la anciana de todos los días. Sentada, suplicaba por una moneda, repitiendo aquella frase una y otra vez, como una letanía. “Me ayudan con lo que puedan, por favoooor…”

VI

C. se dirigió hacia donde estaba la mujer. La encontraba a diario y, con frecuencia, le daba alguna moneda o un billete. Le partía el alma verla. Pensaba en su abuela en esa misma situación. Pensaba en si mismo, proyectado a un tiempo que parecía estar muy lejos, pero no tanto. A medida que caminaba hacia el pie de las escaleras surgían en su mente palabras como “dignidad”, como “conciencia”. De eso se trataba todo al fin de cuentas: de tener o no conciencia de la cosas. A veces sentía que era tan consciente que dolía. Frecuentemente envidiaba a aquellos que lograban algún nivel de abstracción. C. miraba las puntas de sus zapatos, que parecían moverse muy lentamente. Estaba llegando al final del pasillo. Lo había cruzado en apenas un instante. Pero a él le había parecido interminable, agotador. Era consciente. Las luces de neón brillaban ahora con deslumbrante intensidad, lastimando sus pupilas. Era consciente. Llegó al final del pasillo y se paró frente a la vieja. Se quedó mirándola. Cada pliegue de la ropa, cada arruga del rostro cetrino, cada color. Inundando sus ojos en una dolorosa orgía visual. Era consciente. “Me ayudan con lo que puedan por favooor…”. La voz estalló en su cabeza con devastadora potencia, desgarrando cada terminación nerviosa. Era consciente. Claro que sí. Tan consciente…

Entonces empezó a golpear.

VII

Empezó a patear a la mujer con todas sus fuerzas. Ésta gritó desesperadamente, mientras buscaba apartarse de su agresor. La vieja alcanzó a ponerse de pie e intentó bajar hacia el andén, donde estaban los guardas. C. lanzó una andanada de desordenados puñetazos que alcanzaron a su víctima en la cabeza y en la cara. Todo se tiñó de rojo. Las manos de C. Los ojos de C. La cara de la vieja. Rojo. Ella trató de gritar y una burbuja sanguinolenta estalló en la O de su boca. C. continuó golpeando. El crujir de los huesos. El desgarrarse de la carne. Como una liberación. La mujer se arrastró hacia la escalera. Hacia los pasos apresurados de la gente que subía, atraída por sus gritos. Por el otro lado, el de la salida, bajaba un agente de policía. Los oídos de C. zumbaban, aullaban. C. no podía escuchar otra cosa. Siguió golpeando a la anciana, guiñapo sanguinolento, ya inmóvil.

“¡Alto! ¡¿Pero qué hiciste hijo de puta?!”. El policía ya había llegado y sacaba su arma. Del otro lado, ojos azorados contemplaban la escena. Ya no eran ojos vacíos, tenían vida. Ojos redimidos. C., bañado en sangre, alcanzó a sonreír. El zumbido ahora lo llenaba todo. Levantó su puño rojo, su martillo, una vez más.

Martillo de redención. Liberador.

El estruendo del disparo. El zumbido que se vuelve exhalación.

Texto agregado el 22-10-2002, y leído por 385 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-06-2003 NO ME DIERON GANAS DE SEGUIR LEYENDO MICLO. MICLO
06-06-2003 NO ME DIERON GANAS DE SEGUIR LEYENDO MICLO. MICLO
22-10-2002 me impresionó... no entendí nada en lo que se transformó tu relato, pero me impresionó... Giovanni
 
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