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ADIOS A LA
EMINENCIA






ESCRITO POR VÁSQUEZ EN AGOSTO DEL 2002











Así era el viejo, jamás cambiará. Es por eso que me mostré tan sorprendido ante Emilia, aquella mañana al llegar a mi trabajo.

- Don Julio, acaba de llamar su padre. Dijo que mañana a las doce en punto le esperaba en Ahumada con Huérfanos.
- ¿Mi padre? ¿Está segura, Emilia?

Dije con cara de idiota y voz de confusión, confirmándome ella con su más natural sonrisa, sin entender porqué habría alguien de extrañarse ante algo tan común como un padre concretando una reunión con su hijo.
Emilia no conocía a mi Padre, tampoco los pormenores de mi niñez. No sabía por ejemplo que ingresó a la facultad de medicina de la Universidad de Chile a los dieciséis años, que con los más altos honores se tituló a los veintitrés y que a los treinta era considerado toda una eminencia en el arte de sanar.
Emilia no sabía, entre muchas otras anécdotas, que trató públicamente de “simio” al teniente de ejército que supervisaba el desarrollo de sus clases en la universidad después del golpe de estado, que luchó intelectualmente por sus ideales, ofreciendo sus servicios a la Posta Central, despreciando tentadoras ofertas de las más prestigiosas clínicas privadas del país (“sanatorio de fascistas”) y que rechazó la dirección del Hospital J.J. Aguirre por no verse en la protocolar obligación de entregar la copa al equipo campeón de la liga interna de baby fútbol.
Capaz de diagnosticar complejas condiciones médicas con sólo mirar a los pacientes y de crear e imponer sus propias teorías, ganó entre sus pares el título de “maestro”. Pero lo que tampoco sabía Emilia, era que jamás vimos aquella singularidad en nuestras vidas, nunca mostró algún gesto o manifestación de cariño por su familia. Dudo incluso, que alguna vez se halla dignado siquiera a tomarme en brazos, mucho menos a mis hijos que tantas veces pasaron por su lado sin producirle el menor sentimiento. Estarán siempre relacionadas a su recuerdo esas palabras que pronunció cuando mi madre le expuso mi vergüenza de asistir al liceo con los zapatos agujereados.

- ¿Acaso, no sabe Usted, que Newton andaba descalzo estableciendo Leyes de gravedad?

Fue de hecho mi madre quien siempre tuvo que llevarse a los hombros el peso de nuestra crianza y educación después que él se marchara argumentando la precisión de refugiarse en un lugar que le diese silencio y soledad.

Siempre frío, calculador e indiferente, odiaba por sobre todas las cosas la estupidez (“ el noventa y cinco por ciento de la población mundial”), lo que le hacía tener un despectivo trato con personas que discrepasen sus ideas o que no estuviesen al nivel de su conversación. Muchas veces creí que se dedicó a la medicina, no por verdadera vocación, si no por no existir un eslabón más alto en el que pudiese enaltecer su orgullo y vanidad. Nunca se me hubiese ocurrido buscarlo, ni siquiera por sus servicios profesionales.

Después de asignarle al asunto el completo protagonismo de mis pensamientos, me convencí que el viejo sintió la necesidad de acercarse a su hijo y recuperar esos largos años perdidos en la nada, a lo que cualquiera se hubiese negado, sacando a flote viejos resentimientos. A mi me nació tal interés por estar con él, que experimenté una peligrosa ansiedad por que llegase el momento, pues a pesar de la molestia y los nefastos comentarios que su sola invocación provocaba en la familia, no era para nada un ser ordinario del que se pudiese despreciar una oportunidad de sentarse a conversar con él. Vi esto como la oportunidad de establecer una interesante charla con la personificación de la biblioteca de Londres.

Consideré imprescindible antes de la reunión, un exhaustivo análisis al Cuerpo B de El Mercurio, pues era más que seguro que haría algún comentario referido a la inestabilidad económica de los mercados internacionales y sus efectos en la globalización de las políticas exteriores. Supuse además, que si eran las doce y yo no estaba, se iría sin el menor remordimiento (no era ese tipo de persona que se detuviese diez segundos para esperar a otra persona), no existía para él una hora válida que no fuese la suya, así que obviándome cualquier marco de discrepancia entre su reloj y el mío, opté llegar con quince minutos de adelanto.

Como era aun temprano, me vi en la desagradable tarea de hacer tiempo dedicándome a la observación de los cientos de personajes que diariamente conforman la comedia del centro de Santiago. Decenas de rostros que van de un lado al otro, con un destino irrelevante para mí, pero imprescindible a sus vidas. Escolares que en un par de años estarán cesantes, secretarias que deciden si acostarse o no con sus jefes, banqueros descontentos con sus sueldos miserables, accionistas al borde del suicidio, turistas que buscan la plaza de armas con un arrugado mapa abierto, tratando de establecer los puntos cardinales y cientos de desempleados dejando sus currículums en lugares que les aseguran establecer contacto en caso de cualquier novedad. La esencia misma del congestionado paseo Ahumada, imagen que todos los ojos acostumbran a ver y vivir en el vicioso círculo de la rutina.
Pero si hubo algo que en ese momento llamó mi atención, fue la gorda que se sentó a diez metros de mí y el gigantesco helado que con tanto placer lamía, saboreaba y engullía. No pude entender que una ser humano descuidase así su figura y salud. ¿Sería casada? ¿No sentiría su marido rechazo o sus hijos vergüenza?. Tuve la impresión de estar en presencia de un personaje fugado de alguna película de Jodorowsky o miembro del grotesco espectáculo de un circo de mala muerte.

Faltaban apenas dos minutos, los nervios reconquistaron el terreno perdido no sólo en mis ideas, sino también en el óptimo funcionamiento de mis intestinos. Proporcioné la última revisión al conjunto de detalles como el brillo de mis zapatos, la equilibrada posición en la hebilla de mi cinturón y el asignado orden a mi cabello.
Direccioné la vista hacia a la Alameda y ahí estaba parado con su característico terno negro, camisa blanca y zapatos café, incluida la bufanda que dos vueltas daba a su cuello y el apolillado paraguas haciendo burla a los treinta grados que marcaba el termómetro.
La blanca y larga cabellera engominada en dirección a la nuca, a excepción del mechón que caía sobre su frente. En su brazo derecho, impecablemente planchado, el blanco delantal y en su mano el típico maletín hexagonal de los médicos antiguos y que conservaba desde su paso por la universidad. En la mano izquierda, con el apoyo de su cadera, la primera edición de Adán Buenosayres y un folleto de invitación al trigésimo sexto aniversario del partido socialista. Pero mi sorpresa real nació cuando de sus facciones empezaron a brotar las marcas de algo que parecía asemejarse a una sonrisa. ¡Sí! sentía un placer de verme. Mi pecho se llenó de oxígeno y mi espíritu de orgullo, por fin había llegado a mi vida el día que secretamente anhelé desde niño y que con el tiempo se fue hundiendo en el olvido. Cómo hubiese podido negarme a algo así, voló de mí cabeza la idea de pedirle explicaciones por su despreciable rol de padre. No eran ya necesarias las respuestas, este era un momento único y jamás pensé derrocharlo en sentimientos negativos.
Mutuamente principiamos el acercamiento, solo estábamos él y yo en una ciudad que nacía y moría alrededor de este fraternal encuentro. De mis ojos empezaron a salir emocionadas lágrimas que por un instante empañaron mi visión. Ya estábamos frente a frente. Pensé en abrazarlo, pero de inmediato deseché esa idea por considerarla precipitada, limitándome a tres palmetazos en su antebrazo. El reaccionó con la iniciativa de un diálogo.

- ¿Cómo está, “Anciano” ? – Dijo, a lo que con todo respeto y admiración respondí:
- Buenas tardes, doctor, es bueno verle otra vez...

Mi corazón triplicó el caudal de sangre en mis venas, mis sentidos no eran capaces de dar crédito a lo que percibían. El viejo empezó a moverse sobre sí mismo, a levantar sus brazos. No puede ser...¡sí! era definitivamente un abrazo. Mentalmente pregunté a Dios qué había hecho para merecer algo así. Cerré los ojos para sentir sus brazos alrededor de mi espalda y los míos alrededor de la suya. Por fin, gracias Dios mío, gracias por darme eso que tanto pedí.

Pero la magia se vio tenazmente interrumpida. Desde el fondo de sus abultadas entrañas, la gorda antes mencionada emitió un estridente y ahogado grito que desestabilizó su organización carnal, sacudiendo el polvo de la calle Ahumada y generando un sonido semejante a la caída de un saco colapsado de tomates maduros, evento que trajo consigo la gratuita adhesión de decenas de morbosos (entre ellos, muchos niños, que con gestos de burlesca hilaridad, apuntaban con sus dedos a la desvalida mujer) que se instalaron alrededor formando un cinturón humano.

- ¡Traigan un doctor, traigan un doctor!

Gritó una voz a los cuatro sucios vientos de Santiago, mientras las audaces palomas se amontonaban para devorar la esparcida crema de frutilla y los resquebrajados restos de barquillo. Mi padre, que ya había desechado la posibilidad de proporcionar a su hijo un abrazo, supo de inmediato, con profesional certeza que se trataba de un ataque al miocardio, estado que sin una pronta intervención, instalaría a la mujer en la permanente comodidad del cementerio.

- ¿Cree Usted, “Anciano” que yo, como respetado médico cirujano, con sesenta años de impecable servicio y lealtad al juramento del señor Hipócrates, debiera abrirme paso, identificarme como doctor, despertar la emoción de ese montón de brutos y salvarle la vida a esa pobre vaca?

Yo, que no despertaba del encantamiento del casi abrazo, pensé que era una pregunta con que el viejo ponía a prueba mi inteligencia. Seguramente deseaba oírme responder que primero estaba el deber, la vocación médica, pero por sobre todo la sufrida familia de la gorda. Después tendríamos el resto del día y de nuestra existencia para los abrazos y sentimentalismos sembrados por el tiempo y la separación. ¡Si!, mi Padre se llenaría de dicha al oírme decir esto. Sería indescriptible el orgullo al verle asistir a esa pobre mujer, ¡ese es mi viejo, mierda!

Ya preparaba una legible emisión a mis pensamientos, cuando de su rostro empezó a formarse una nueva mueca llena de ironía y unos ojos opacos que desvanecieron el momento en que estuvimos al borde de un abrazo.
A través de este nuevo gesto que vertiginosamente se encargaba de llevarme al pasado, todo volvía a ser como de costumbre. Sin nada que esperar, me reduje sólo a mirarlo y esperar.

- Vámonos, es tarde – Dijo con indiferencia, levantando los hombros, tomándome del brazo y llevándome al Café Santos. No pude dejar de pensar en los hijos de la gorda cuando pasamos por la calle “Huérfanos”.

Esa tarde habló y habló, sin prestarle yo mayor atención. El espíritu que coseché esas veintiséis horas se esfumó de mi vida para jamás volver. Incluso dejé abierta la posibilidad que el supuesto abrazo haya sido una mala jugada de mi imaginación.
Llegó entonces la hora de la despedida, instante en que me subrayó la importancia de futuras reuniones, a lo que respondí afirmativamente sólo con el propósito de finalizar el encuentro lo antes posible. Estreché su mano en la mía, para después encaminarme. Ni siquiera me tomé la molestia en darme vuelta, a pesar de la instintiva certeza de no volver a verlo.
Seguramente algún día sabré que el viejo murió, dejando una considerable suma a la administración de la Posta Central, dineros con que el director adquirirá un vehículo o una casa en la costa, a cambio de una placa conmemorativa que hará referencia a los años de servicio y conocimientos aportados en sus nueve libros y setecientas quince publicaciones en revistas médicas y textos universitarios.

Por mi parte, saqué de la arrugada cajetilla el último Marlboro y después de prenderlo caminé a Plaza Italia, mientras el Sol se esforzaba por imponer sus últimas luces en el horizonte de Santiago.






Texto agregado el 09-07-2003, y leído por 337 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-07-2003 me facinó, estilo claro y buenas frases etal1ydemas
 
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