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Viste, te dije

La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas. Cruzó el ambiente a tientas, intentando recordar cómo lo había dejado esa mañana. Iba con el brazo izquierdo extendido y los cinco dedos adelante, agitándose anhelantes. Calculó que lo mejor sería ir hasta la cama, y siguiendo el borde alcanzar la mesita de luz. Lo hizo. Dejó el maletín junto a la cabecera y se sentó a esperar que los ojos se acostumbren a la luz amarillenta del velador. Cuando pudo ver tomó la cinta de la persiana y dio un primer tirón para subirla, con tanta fuerza que le hizo dar un pequeño salto. Todavía no se acostumbraba. Con los sucesivos tirones la luz blanca de la luna llena fue invadiendo el departamento. Apagó el velador, corrió la amplia puerta de vidrio y salió al balcón.
Era un piso 12. Al fondo, suspendido sobre el horizonte, el amplio semicírculo de luminosidad anaranjada que cubre a la ciudad uruguaya de Colonia del Sacramento, del otro lado del río de La Plata. Aún no terminaba de acostumbrarse a su nuevo lugar. No podía creer estar viviendo en Puerto Madero. Lo sentía extraño. El edificio resultó ser el último del último y más sofisticado barrio de la ciudad. Su balcón pendía del borde oriental de Buenos Aires. Apoyado en la ancha baranda de acero pulido, su mirada se extendía sin límite. De atrás, desde más allá de los diques, las grúas abandonadas y los viejos galpones convertidos en restaurantes finos, llegaba el tímido murmullo de la ciudad. Abajo, las recientes calles perfectamente asfaltadas e iluminadas permanecías vacías. El impulso constructor de los capitales había superado al ritmo de la demanda. Era un barrio vació de gente y de historia, a la espera de ser habitado. Sobre la derecha se extendía un alambrado tejido y tras él nada, las hectáreas de terreno llano más costosas de la Capital. Espacio inmobiliario virgen. La luna estaba en su instante de máximo esplendor, enorme y marmolada justo delante suyo, como una fuerte presencia al alcance de la mano. La claridad plateada se espejaba en el piso de parquet del único ambiente, pequeño, confortable y aún prácticamente desocupado de su nuevo departamento.
Entró, y entró a la cocina. Puso la pava sobre la hornalla y sin mucha esperanza buscaba en los cajones del bajomesada un foquito para estrenar la lámpara de arriba, cuando le pareció escuchar, e inmediatamente tuvo la certeza de haber escuchado, una voz metálica de mujer que lo llamaba por su nombre. Dio vuelta sobre si mismo y asomó la cabeza fuera de la cocina. Desde esa posición tenía una visión total del departamento. El paneo fue meticuloso: un escritorio negro con un fax Panasonic, un teclado y un monitor; en seguida la puerta corrediza de vidrio que daba al balcón; la mesita de luz y el velador; sobre la pared opuesta a la puerta de entrada una cama de plaza y media, a sus pies un televisor JVC gris de los grandes; tras él la puerta del baño; contra la pared opuesta al balcón, iluminado de lleno por la luz de la luna, un sillón de cuero negro; luego la puerta de entrada, un placard de tres piezas, una cajonera y la puerta de la cocina, desde donde Roberto buscaba el origen de la voz. Quién hubiera sido sólo podía estar en el baño, porque debajo de la cama había un colchón y cajas con las cosas de la mudanza.
Roberto dio tres pasos y estuvo en el centro del ambiente, mientras su sombra se agigantaba contra la pared del sillón. Afuera el enorme río dormía. El silencio era absoluto. Se le ocurrió que podía haber sido su imaginación, pero también que la ocurrencia era el deseo de que en ese baño no hubiera nadie. Y sin embargo alguien había hablado, y el único lugar en el que podía estar era el baño.
Roberto dio los dos pasos que faltaban para quedar bajo el marco de la puerta. Pudo sentir la presión de la sangre fluyendo, y escuchar sus latidos en las sienes. Llevaba un repasador hecho un bollo, fuertemente agarrado con ambas manos. Sintió otra presencia además de la luna. En el baño no vio a nadie. La única posibilidad ahora estaba atrás de la cortina de plástico. Un segundo antes de abalanzarse con todo su cuerpo dio un fuerte manotazo que sonó como un estallido en el pequeño interior del baño. La cortina se corrió, y en seguida Roberto salió aliviado. Volvía a la cocina a sacar la pava que ya murmuraba, cuando a sus espaldas escuchó:
- Fuiste elegido Roberto.
- ¿¡Qué!? ¿Quién es? – exclamó de inmediato Roberto, con la mirada desorbitada y una voz aguda irreconocible.
- La Televisión Roberto, te habla la Televisión, acá, acá Roberto, en tu televisor.
Roberto dejó caer el repasador.
- ¿Elegido?
Ya pensaba en el autor de la broma cuando la voz distorsionada volvió escucharse:
- ¿Chequeaste tu cuenta de Yahoo!?
- Nnno, hoy todavía no- contestó el muchacho.
- Te va a estar llegando un mensaje con instrucciones; cree en él Roberto, cree en él.

Mientras esto ocurría, en el centro de la pantalla del JVC oscilaba con movimientos elásticos que iban del círculo perfecto al óvalo una figura tridimensional azul con la leyenda Ford en su interior. Roberto volvió en si con el chapoteo metálico de la tapa de la pava que hervía furiosa sobre la hornalla. Se inclinó para apretar el botón rojo de la computadora y siguió camino a la cocina. Tiró el agua hervida, vació el mate de yerba usada, lo cargó de nueva y volvió. Se sentó frente al monitor. Yahoo! le pidió el nombre de cuenta y la contraseña. Había ocho mensajes sin leer. El agua volvía a reclamarlo. Roberto calculó si alcanzaba a ver la Bandeja de Entrada, pero si seguía sentado se le volvía a pasar agua. Le gustaban los primeros diez mates con la temperatura rayando el límite superior que tolera un buen cebador. Y él creía ser un buen cebador. El monitor, el gas butano azul de la cocina reflejado en la superficie blanca de la puerta de la heladera, y la luna llena, eran las únicas fuentes de luminosidad.
En la Bandeja de Entrada había tres newsletters de distintas secciones del diario La Nación, la respuesta a un mensaje suyo cuyo subject era “tengo miedo”, dos advertencias de que envíos suyos no habían llegado a destino, tres participaciones a una lista sobre Platon a la que estaba suscrito, y un mensaje cuyo remitente era Domus Gauss. Solía abrirlos por orden cronológico de llegada, pero esta vez dudó. A pesar de la hornalla encendida que iluminaba de un azul tembloroso la cocina, Roberto empezó a temblar. Era un extraño estado de frío interno que él conocía bien y que había bautizado “Entrada de Mundo”. Le sobrevenía en momentos intensos, anticipados por síntomas que se repetían con una regularidad asombrosa: frío más allá de la temperatura ambiente, fuertes e injustificados temblores, y una sensación de desnudez que no se iba sino con azúcar, y cuanto mayor su concentración mejor: helados, chocolates, dulce de leche, mermeladas. Circunstancias en las que por una u otra razón perdía el control, sobre el exterior o sobre sus propias emociones, situaciones que lo desbordaban, en las que el desfasaje entre la realidad y sus fantasías se agudizaba.

Antes de cerrar la puerta Roberto chequeó mentalmente lo que pensó que iba a necesitar: las llaves del departamento, la carga de las pilas de la linterna, el mapa que acababa de imprimir, la máscara. Mientras abría la puerta del ascensor le apareció la imagen de la hornalla prendida, he intentó recordar si la había apagado. Reconstruyó sus últimas acciones, sin dar con la que buscaba, en la que su mano giraba la perilla del gas y el fuego azul desaparecía. Pensó en las posibles consecuencias de dejar esa hornalla viva, aunque ¿durante cuánto tiempo? No tenía ni idea de lo que podía demorar en cumplir con el extraño encargo que le habían hecho. Era una cita incierta. En el transcurso de estas cavilaciones llegó el ascensor. El edificio aún tenía olor a cemento fresco. Habían pasado pocos días desde su rápida mudanza; aún así le extrañó no haberse cruzado con algún vecino, ni haber visto movimiento de gente. Parecía ser el único habitante. A mitad del descenso se arrepintió de no haber resuelto volver a comprobar si efectivamente había apagado la hornalla, se irritó con su reiterativa incapacidad para recordar hechos insignificantes, que trastornaban la base de sus tareas cotidianas, como si el riesgo innecesario de la memoria le resultara un asunto espinoso; así que lleno de bronca, apretó el botón rojo. El ascensor se detuvo en seco con un fuerte chirrido, y el botón rojo comenzó a parpadear. Apretó el botón con el número 12, sin obtener respuesta. Lo volvió a apretar una, dos y tres veces, antes de descargar una metralla de golpes desesperados con el índice rígido. Desde lo profundo del estómago, se le escapó un grito:
- La puta que lo parió.
La frase retumbó a lo largo del agujero rectangular del ascensor y se transmitió al resto del edificio, que más allá de los ecos de la “o”, permanecía en absoluto silencio. Roberto iba a iniciar una nueva descarga indicial sobre el botón del 12, cuando el rojo dejó de parpadear, y con otro gemido el vehículo inició su ascenso vertical. Junto al fuego azul de la hornalla encontró el croquis que, curiosamente, también había olvidado, y que junto al mapa que tenía en la mochila completaban las instrucciones para atravesar la Laguna de los Coipos, una noche de luna llena como esa, con el objeto de llegar antes de la medianoche a la costa oriental del Parque Natural Costanera Sur, la Reserva Ecológica de la ciudad de Buenos Aires, donde según decía el didáctico mensaje de Domus, iba a encontrar los otros cinco integrantes de un grupo al que, por alguna razón que aún desconocía, lo habían incorporado. La Reserva no tenía más de 30 años de existencia, 350 hectáreas de lagunas, bosques y selva ganadas al río con los escombros de los edificios derribados para cumplir el recto trazado de las autopistas. Naturaleza sobre restos de ciudad. Ahí era la cita.
Al parecer, había sido elegido el último integrante fundacional de una logia de la que el informe no daba grandes detalles, o lo hacía de manera tal que no quedaba claro el motivo de su creación, ni el de por qué Roberto era uno de los suyos. El autor del instructivo hacía hincapié en el honor que debía ser para él haber sido seleccionado. Según el tono general, debía estar orgulloso, agradecido, feliz.

Finalmente Roberto salió a la noche traslúcida e inmóvil. Los únicos sonidos eran sus pasos sobre el asfalto impecable. La inmensa y cercana luna llena bañaba como las luces de un estadio el paisaje de mobiliario urbano, sofisticado, diseñado en base a acero pulido, iluminación focalizada y madera laqueada de la mejor. Aprovechó para silbar. Le gustaba entonar una melodía de Miles Davis que los años habían deformado, siempre la misma aunque en distintos tonos y tiempos, y experimentar con las acústicas cambiantes de los ambientes que atravesaba: los pasillos del subterráneo, el inmenso hall central del Correo Central, el estrecho cañadón que forman dos edificios del barrio San Nicolás, su propio departamento. Era lo único similar a un instrumento musical que manejaba con cierta habilidad. Pensó al respecto mientras caminaba. Había notado que a muchos les desagrada el silbido en público, o quizá, pensó, fuera el optimismo aparente de los silbadores.
En la mano izquierda llevaba la máscara de plumas que le habían regalado para su trigésimo cumpleaños. Era una coincidencia insólita. El extraño mensaje lo repetía en tres oportunidades. Bajo ningún concepto debía presentarse a cara descubierta. Precisamente el día anterior, abriendo las cajas de la mudanza había aparecido aquella máscara, que simulaba la cabeza de una paloma, con plumas color blanco sucio reales, adheridas. En un primer momento, saber que contaba con lo necesario lo alegró, pero no tardó en encontrar inconvenientes. No estaba seguro de querer ir de paloma. Y además las plumas le daban alergia. Le pareció escuchar lo que le dijo una vez Candelaria, vieja de ojos azules, loca o por lo menos rara, instalada bajo el monumento a Mariano Moreno, “el jacobino”, como lo llamaba ella, en la Plaza de los dos Congresos. También las odiaba. “Ahora tienen ese gusto a pescado, inmundas ratas voladoras, estos de acá, antes vendían maíz, ahora alimento balanceado, comen pescado, y los bichos le toman el gusto, porque lo hacen con harina de pescado, ratas con emplumadas con escamas, bichos de mierda”.

El carrito de choripanes estaba en el lugar indicado por el mapa, en el centro de una nube de humo con olor asado que se mantenía suspendida e inmóvil por la falta de viento. Encontró el bote de madera amarrado bajo el quinto farol, remó, como se lo indicaron, siguiendo el filo de la larga sombra rectangular que proyectaba sobre el agua el edificio de Telecom, encontró la rama con forma de signo de pregunta hundida hasta la mitad, ató el bote y subió hasta la copa del árbol, desde donde pudo ver el río y más allá la claridad de Colonia del Sacramento, y donde efectivamente encontró el sobre de plástico Zipoc con el segundo mapa y la siguiente lista de instrucciones.
En la reunión circular se habló de pájaros, a pesar de que todos los integrantes sabían que el tema que los convocaba era otro. Estaban los seis parados en ronda. A Roberto la falta de precisión, el rodeo evidente de la conversación, lo desilusionó, le desagradó profundamente, y estaba a punto de manifestarlo, lo que implicaba contravenir la categórica cuarta consigna del meticuloso Instructivo, cuando el hombre gordo con la camisa floreada y la careta de Carlos Gardel dijo lo de las palomas. Entre la picazón en el pecho seguida de un repentino estornudo (ambos, claros síntomas de la agudización de su alergia a las plumas) Roberto recordó su máscara, y se sintió mencionado. En monocorde tono pedagógico Gardel había empezado explicando que en la Reserva Natural convivían más de 200 especies de aves, que se refugiaban ahí no tanto por alimento sino escapando de la contaminación auditiva, en especial del bullicio urbano nacional, el de las manifestaciones sociales en plazas y parques públicos.
- Las únicas que se adaptaron a esta situación fueron las palomas, que lograron hacer de las grandes ciudades su ámbito específico. Podría decirse que la paloma es el pájaro urbano por excelencia.
Roberto no lo pudo evitar.
- Perdoname Gardel, yo no es que ame a las palomas ni mucho menos, me parecen sucias, desde todo punto de vista desagradables, lo de esta máscara es pura casualidad, si, si, no empieces, no pienses, no viene al caso ahora que te cuente detalles pero...
Sin darse cuenta, ensimismado en su justificación, Roberto apuntaba con su linterna directo a la careta plástica y siempre sonriente de su interlocutor, que hacía movimientos desesperados por esquivar el doloroso haz de luz. Los otros cuatro se pusieron nerviosos. Roberto seguía, ya casi gritando:
- Y te digo más, quedate un poco quieto che, el otro día, el martes creo que fue, no sé si vos lo viste, en La Nación apareció un artículo sobre la migración urbana de las palomas, donde justamente dicen que se están mudando en masa del Centro al norte, a Palermo, a Belgrano, incluso a Saavedra, por las protestas de los ahorristas, lo ponen como un fenómeno más de la crisis.
Estaba enardecido, el calor y la transpiración de la cara habían ido aflojando el cemento que mantenía pegadas a su máscara las plumas de paloma, que se desprendían y caían, de a dos o de a tres, y pasaban meciéndose con el vaivén característico frente al haz de luz de su linterna, con la lentitud de un ritmo que contrastaba con la brusquedad de sus movimientos. Era ese momento avanzado de la noche en que el sol todavía no asoma y la luna ya tuvo su ocaso. La otra única fuente de luminosidad era el ingenioso farol que sostenía, tembloroso, el hombre con la máscara de Evita Peron, improvisado con una vela en el interior de un frasco de vidrio, con los restos lavados pero aún reconocibles de una etiqueta de mayonesa Hellmanns.
Roberto era el único que hablaba.
- Y por otro lado Gardel, habrás escuchado el dicho, “la culpa no es del chancho”, que para el caso de las palomas viene bárbaro, porque acá en Plaza de Mayo le dan de comer a más de uno- dijo, señalando hacia el oeste con la linterna.
Los estornudos de la alergia le habían originado dos pequeños hilos de moco acuoso que ahora sentía deslizándose, a punto de asomar al exterior de sus fosas nasales. Con un desagradable sonido plástico, su manga fue a dar contra la careta, que a partir de ahí permaneció abollada. A su disculpa siguió un largo silencio durante el cual lo único que se escuchó fueron las olitas del río pegando contra la playa de escombros urbanos.
- ¿Alguien sabe quién es Domus?- preguntó Roberto.
La reacción en todos fue inmediata, pero lo más afectada pareció ser Susana Gimenez, que instintivamente dio un paso hacia atrás. De esa manera Roberto pudo verla mejor. Debajo de una remera que decía “Viva Barbados, viva el Sol” tenía dos sólidas tetas del tamaño de pomelos grandes, sin corpiño, y una distancia de tres dedos entre una pierna y la otra, inmediatamente debajo de la cremallera de su ajustado jean celeste. A través de esa hendidura Roberto vio los primeros indicios de la claridad del sol, asomando muy tenuemente sobre el horizonte del río. El tiempo se acababa. Las instrucciones enfatizaban que debían dispersarse antes del amanecer. Roberto aprovechó para apurar otra duda.
- ¿A ustedes también les habló la Televisión?
La nueva pregunta cayó como una bomba. Repentinamente el chico vestido de Sandro sintió el frío del rocío del amanecer, y empezó a dar saltitos en el lugar, mirando a uno y otro lado.
- ¿Vos estás loco nene?- exclamó de repente Susana Gimenez, adelantando la cabeza como una tortuga y apuntándose a la sien con el índice derecho, que describía pequeñas vueltas rápidas sobre si mismo.
- No se, qué ¿qué pasa?- preguntó Roberto, llevando los hombros hacia atrás, abriendo el pecho y extendiendo los brazos como si agarrara una pelota enorme.

Ya todos se iban. El sol le daba relieve a los marcos de las figuras. Roberto alcanzó a ver el culo redondo y parado de Su internándose en el tupido bosque de la Reserva. La hubiera seguido, pero en seguida recordó la quinta consigna del Instructivo. De vuelta a su departamento, remando lentamente pero con ritmo sostenido hacia la costa occidental de la laguna Los Coipos, pensó que aunque pudiera narrar los acontecimientos de esa noche, aunque le estuviera permitido, nadie le creería. Sin sacarse los zapatos ni lavarse los dientes se tiró sobre la cama, y se quedó profundamente dormido.

Tiempo después refregaba unas medias y unos calzoncillos en la bacha de la cocina cuando volvió a escuchar que la voz metálica femenina le hablaba. Secándose las manos con un repasador salió a ver. Esta vez era pleno día.
- Hola Roberto, cómo vas en tu nuevo departamento.
- Fantástico, lo más bien- contestó el muchacho.

La vida de Roberto dio un vuelco sustantivo el día que ganó el fabuloso concurso del ciclo de Chiche Gelblum, en el renovado Canal 9. Además de un lugar, y de sustanciosos premios materiales, ganó lo impagable: ser reconocido por la calle. Descubrió que, sin grandes motivos, la gente común era afectuosa. Ahora la figura que acompañaba la voz desde el centro de su JVC era el logo colorado y circular de la cadena de supermercados Disco, sometido a distintos efectos animados que lo distorsionaban al punto extremo de su reconocimiento visual.
- Se aproxima un nuevo encuentro, prestá atención, prestá atención Roberto, vas a estar recibiendo otro mensaje - dijo la Televisión.
Roberto estaba absolutamente absorto y seducido por esa voz, que a pesar de su dejo metálico, era la más sensual que recordaba haber escuchado. Los músculos de la cara y la mandíbula, totalmente relajados, le mantenían la boca semiabierta y los párpados caídos hasta la mitad. La Televisión le sonaba familiar. De pronto reconoció la certeza interior de haber estado esperando volver a escucharla con una ansiedad reprimida por el olvido, o más bien por el recuerdo distorsionado de las insólitas vivencias que sucedieron a la breve charla anterior. Tenía preguntas que no se animaba a formular en voz alta. Había numerosos detalles de esta Hermandad a la que ahora pertenecía, que no le cerraban, a los que no lograba dar mutua conexión. Parado en medio del único ambiente, con el repasador tomado con fuerza por ambas manos, intentando sonar frío y calculador, se animó:
- Tu reaparición es oportuna Televisión, tengo dudas que quiero evacuar, dirigiéndotelas a vos o a quién corresponda.
- Si, me imagino Roberto, que tendrás inquietudes, y de a muchas, como es lógico, pero no te olvides que yo solo soy la Televisión, un simple medio de comunicación.
Roberto había cambiado de actitud y por ende la posición de su cuerpo. Ahora tenía el repasador colgado del hombro derecho, y el pulgar y el índice de la mano izquierda rondaban la zona de la pera, ayudándole a pensar. Más confiado dijo:
- Está todo bien, me resultó interesante, y hasta donde no vea algo jodido sigo, me pareció buena gente, incluso a Susana Gimenez la noté una chica con mucho carácter, y bueno, esa es una de las cosas que quería preguntarte, aunque esto tenga que quedar entre vos y yo, si por favor no me podés facilitar un que otro dato de ella, o al menos una explicación de por qué está prohibido averiguar nada ni tener contacto con los demás.
Roberto dijo esto último desde la cocina, adonde había vuelto a lavar la ropa interior. En el centro de la pantalla, ahora ondulaba al ritmo de la voz el logo de Coca Cola. Desde su nueva ubicación el muchacho notó que la Televisión hacia esfuerzos por hacerse escuchar, subiendo poco a poco el volumen.
- El secreto es parte esencial de los ritos que toda Hermandad necesita para recrearse una y otra vez a lo largo del tiempo Roberto, vos lo sabes bien, no te hagas, imaginate que si ustedes seis empezaran a encontrarse y a compartir grupos paralelos, la fuerza de los lazos que los unen se diluiría; es necesario atenerse a ciertas reglas. La anomia es un riesgo constante.
En alta voz, por sobre el repasador colgado de su hombro izquierdo, sin parar de refregar canzoncillos, Roberto gritó:
- Eso lo entiendo, lo que no me queda claro es por qué nos eligieron a nosotros, no vi que tuviéramos nada en común; te digo más, el gordo que la fue de Gardel era más bien desagradable.
- Roberto te voy a pedir, por favor, que dejes esa ropa un momento y vengas acá afuera, este no es momento de hacer preguntas, hay que seguir avanzando- dijo la voz, con el tono de quién contiene la paciencia.
Sin secarse las manos, lleno de furia, Roberto salía de la cocina, despidiendo gotitas jabonosas que se estrellaban contra lo que lo rodeaba. Dos de ellas fueron a dar contra el monitor, y en seguida se deslizaron formando dos surcos brillantes entre el polvo adherido por la estática. Señalando amenazante al televisor, dijo:
- En este punto la explicación es especialmente vaga, y esta es la verdadera pregunta que quería hacerte Televisión, cómo carajo es eso de que somos representantes, representamos de quién.
- Lo dice el Instructivo Roberto, cada uno encarna un patrón.
- ¿Un patrón?
- Un patrón estadístico.
- Ajá – Roberto sentía furia, sentía que le tomaban el pelo- Así que un patrón ¿y de dónde sale?
- Es un promedio Roberto, es muy simple, cuesta creer que no lo entiendas, sus patrones representan la media de los demás televidentes.
- ¿Qué cosa se promedia?
- No entiendo Roberto ¿a dónde querés llegar?-, preguntó la Televisión.
- Quiero saber- dijo Roberto.
- El patrón sale de los ratings comparados de las metrópolis más grandes del planeta ¿ahora te quedás más tranquilo? – dijo burlonamente la Televisión.
Roberto mantenía el ceño fruncido.
- ¿Y para qué sirven?
- Para hacer proyecciones, anticipaciones, para prevenir Roberto.
- ¿Quién es Domus?
- Domus es Gauss, pero ya es suficiente, esto es todo lo que puedo decirte, él te hará saber más cuando lo considere conveniente, por ahora vos disfrutá, tomá consciencia de lo que significa encarnar la media, imaginá que en promedio tus gustos son los de tu generación Roberto, es un poder muy potente, es una ventaja comparativa, es una gran responsabilidad. En alguna medida, con vos elige la mayoría de los que son parecidos a vos, imaginá, imaginate Roberto.
Durante el último tramo de la conversación la pantalla del televisor había mostrado al gordo a neumáticos de Michelin, haciendo moriquetas y rebotando de un extremo al otro. Luego desapareció y sobrevino un silencio prolongado.
- Televisión ¿seguís ahí?-, insistió Roberto –Televisión, Televisión-.

Pero la voz desaparece. Unos minutos más tarde Roberto sale al balcón con un balde lleno de bollos de ropa recién estrujados. Calcula que se van a secar en poco tiempo. Hace una tarde maravillosa, traslúcida y para nada húmeda. Hacia su derecha, hacia el sur, alcanza a ver las grúas de la boca del Riachuelo. Más cerca, la Usina Termoeléctrica Central de Costanera, con sus chimeneas humeantes pintadas con anillos rojos y blancos. Desde el frente, como un sonido compacto y único, escucha el canto de los millones de pájaros de la Reserva Ecológica. Más allá, en el horizonte café con leche del río, una serie de rectángulos acostados y de distintos tamaños indican los enormes buques de carga, llenos de televisores japoneses, esperando autorización para entrar a Puerto Nuevo.

Roberto inspiró con todas sus fuerzas, invadido por una sensación de felicidad que lo mareó al punto de tener que agarrarse con fuerza de la baranda. Cerró los ojos y volvió a prestar atención al murmullo en bloque de los pájaros. Era de vuelta esa sensación de Mundo entrando en él, por un lado agradable, porque lo hacía sentirse vivo y permeable, pero que también incluía un espantoso sentimiento de pérdida de control y desubicación espaciotemporal. Se sintió frágil. Empezó a temblar. Percibió estar a punto de lograr algo largamente esperado, y al mismo tiempo sintió terror de quebrar el frágil equilibrio que, a fuerza de azar y voluntad, había logrado alcanzar en el último tiempo. Ahora al menos tenía un lugar desde el cual mirar. Y era una buena panorámica. Como siempre, los temblores por la amenaza de Entrada de Mundo en él le dieron hambre de glucosa y almidón, así que Roberto se imaginó haciendo unas tostadas con manteca y una combinación de su dulce de leche preferido y una jalea especial de guindas silvestres de la Patagonia. De paso a la cocina, apretó el botón rojo de la computadora.
Entró en Yahoo! El mensaje de Domus lo esperaba. No había notas aclaratorias ni instrucciones, simplemente una sofisticada invitación digital, personalizada, a la presentación en Argentina del último modelo de una pick up cuatro por cuatro, el Hilux Luxury Express, de la japonesa Toyota, con frenos ABS, mayor cantidad de Air Bags por los cuatro costados que el modelo anterior y que ninguna otra, y equipada con un equipo para 50 Compac Disc con siete parlantes de sonido con la calidad que sólo puede ofrecer la también japonesa Sony. Era el acontecimiento promocional del año, a realizarse esa misma noche, a escasas cuatro cuadras de su departamento, en el Hotel Hilton de Buenos Aires. Le habían asignado un número de mesa. La única condición era ir disfrazado. A pesar de una sutil aclaración incluida al pie, donde se instaba a evitar las improvisaciones burdas con sábanas, frazadas y utensillos culinarios, Roberto hizo un meticuloso registro mental de su placard, los cajones y las cajas que aún esperaban ser abiertas. No quería ponerse en gastos, alquilar un disfraz le parecía una de esas típicas cosas que hacen los que no tienen imaginación, un facilismo. Pero lo cierto era que no tenía mucho tiempo. Así que empezó a hojear las Páginas Amarillas.

En el interior del Hotel Hilton no existe el polvo. Las superficies están pulidas o mullidas, los sonidos llegan siempre amortiguados, los empleados y los huéspedes se desplazan como con patines con ruedas de goma, y hablan en voz baja. Los objetos, desde floreros y ceniceros, hasta los muebles y el decorado, obedecen a tonalidades de colores criteriosamente combinados, con prominencia de materiales modernos, aglomerados tensados, madera pulida, acero también pulido y vidrio, mucho vidrio grueso. Tampoco hay bordes filosos, las mesas y las sillas parecen hechas de una sola pieza. La música funcional, imperceptible a un oído desatento, termina de homogeneizar la variedad de estilos y detalles de diseño. Roberto contempló el amplio hall central que acababa de atravesar bajo la mirada extrañada de todos, desde el interior del ascensor de vidrio que subía como un supositorio en absoluto silencio. En seguida comprobó en el espejo que todo lo que llevaba encima siguiera en su lugar. El ascensor paró con un timbre electrónico/agudo, y Roberto pudo sentir en la planta de los pies la velocidad a la que había viajado. La puerta se abrió frente a un ambiente color salmón. El primer paso de sus zapatones de payaso se hundió en quince centímetros de una alfombra espesa que se internaba por un pasillo también tupidamente alfombrado en dirección al murmullo que hace a la distanica mucha gente junta. El maquillaje le picaba, amenazando reactivar su alergia. Debido a los zapatones, a mitad de camino tuvo que continuar de espaldas, como un buzo con patas de rana. Así entró al salón, cruzado de lado a lado por un sinnúmero de guirnaldas colgantes confeccionadas con pequeñas camionetas pick-up de cartón unidas una tras otra. Una promotora muy alta con tacos, un bikini fucsia, un antifaz amarillo y una gorra de visera con la palabra TOYOTA inscripta en la frente, le pidió que sonría y le tomó una fotografía digital.
Un enorme cartel de recibida decía: PARA LA CIUDAD, PARA EL CAMPO Y PARA EL COUNTRY, LAS CAMIONETAS TOYOTA SON LO MEJOR QUE HAY. Al fondo, atrás de un atril había una Hilux Luxury Express real, de acero y chapa, colgada de la pared trompa para abajo, con un cartel que decía: ESTA NOCHE PUEDO SER TUYA. El multitudinario evento estaba animado, todos charlaban, reían y gesticulaban. Como napas invisibles flotando en el aire, las zonas aledañas a las enormes mesas circulares olían a variados perfumes caros de mujer. Un ejército de mozos impecables caminaba velozmente entre los espacios vacíos. En el centro de cada mesa había una vela traslúcida del ancho de una Coca Cola de dos litros, con el confuso logo de TOYOTA aprisionado entre las paredes, e iluminado desde adentro. La mantelería, las copas y los cubiertos eran los mejores.
Siempre marcha atrás, con gran esfuerzo, Roberto se desplazó hasta la mesa que le habían asignado. Entre los comensales no tardó en ubicar a Gardel, quién a su vez lo ignoró o no lo reconoció. Esta vez la iba de Mario Pergolini. Lo que Roberto no alcanzó a distinguir fue si era el Pergolini original, o el de Mi Gran Cuñado Vip. Junto a él reconoció al ex Eva Perón, devenido en una Marilyn Monroe de lo más patética, con los dientes manchados, quien se dio por aludido/a levantando levemente la copa. Roberto buscó un mozo con la mirada. La idea de emborracharse con buen vino, y gratis, lo entusiasmó.

Alguien caracterizado de Osama Bin Laden y ya bastante ebrio subió al atril para darle la bienvenida a los presentes. Confesó que era el Gerente General de la Compañía para Latinoamérica, hizo un típico chiste ridículo de ejecutivo: pidió que nadie se preocupara, que “en la vida real” no era tan malo como “el hombre a quién represento en este momento”, y adelantó que tras el plato principal “como postre después del postre” la Compañía procedería con el sorteo de “esta preciosura aquí colgada”. En ese instante, confundida entre un grupo de mozos con bandejas llenas de rústicos cuencos de barro llenos de camarones con helado de salsa golf, imperceptible para todos menos para Roberto (para quien ciertos rasgos no se olvidaban), entró Su Gimenes, vestida de Pantera Rosa. Era un traje de terciopelo rosa chillón pegado al cuerpo, con una larga cola negra finalizada en ponpón, y unos guantes también negros y de terciopelo que le llegaban más arriba de los codos. Sonriente, simulando exagerados ademanes felinos, la Pantera vino a ocupar el lugar vacante a la izquierda de Roberto, que quedó realmente impresionado, y que ya iba por la cuarta copa de Luigi Bosca. Charlaron, al principio sobre la grilla de programación, lo nuevo de Canal 9, “lo poco que hizo” Tinelli en la última emisión (en referencia a los puntos de rating), y ese tipo de cosas. Siempre que él buscó entrar en terreno personal, ella hizo lo posible por desviarlo. Roberto supo que se estaba enamorando con ese tipo de certezas que sólo se tienen cuando ya no queda tiempo. Con fuerza y certeza inusitadas creyó que con ella era posible. Intentó calmar los temblores de la Entrada Torrencial de Mundo en él a fuerza de más Luigi Bosca, lomo a la pimienta con papas al natural, y terrina de mousse de chocolate blanco con crocante y salsa caliente de chocolate con leche a la menta. Pero nada de eso fue suficiente. Ella se levantó para ir al baño y él, como pudo, fue tras ella.
- Por favor tranquilizate, estás loco, no te das cuenta de lo que está en juego, vos ni te imaginas lo que puede costarme este estúpido capricho, dejá de preguntar por mí nene, no interesa quién soy, no me jodas- le dijo la Pantera, casi a los gritos, antes de cerrarle la puerta en la cara.
- No te das cuenta que son de una crueldad que no tiene parangón ¿para qué nos juntan si tenemos que ignorarnos?- dijo él desde afuera, con tono desgarrador y la nariz redonda de plástico apoyada sobre la puerta.

Cabizbajo y marcha atrás, Roberto volvió a ocupar su lugar en la mesa. El mozo le explicó que por cuestiones de etiqueta tenía prohibido dejarle la botella, pero él logro convencerlo con amenazas de escándalo. Al atril volvió a subir Bin Laden, mostrando un control remoto que llevaba en la mano. Apuntó hacia sus espaldas y dos pesadas cortinas comenzaron a abrirse, dejando al descubierto una pantalla gigante. El Gerente General explicó que había llegado el tan ansiado momento, se iba a proceder al sorteo aleatorio digital de la Hilux Deluxe Express. De todos los parlantes salieron cinematográficos tonos triunfales de trompetas, el salón enmudeció, todos contuvieron el aliento, Bin Laden apuntó el control remoto nuevamente, la Pantera Rosa apareció en el marco de la puerta, y se dirigía sigilosa hacia la mesa cuando las heterogéneas fotos de los invitados comenzaron a pasar de izquierda a derecha por la pantalla gigante, cada vez más rápido, hasta que Bin Laden volvió a levantar el control y la rueda se detuvo en seco en la foto gigante del payaso Ronald Mc Donald´s. Entonces Laden gritó:
- Este es nuestro ganador señoras y señores, búsquenlo.
Gardel/Pergolini se paró sobre la silla, y se puso a saltar en dirección opuesta a la de su propia panza.
- Acá está, acá está- gritó, y exhalando una larga “hhhhhooooo”, todos los seres representados por los disfraces más insólitos que se puedan imaginar buscaron con la mirada el mismo punto.

Roberto se vio en la pantalla, vio cómo lo veían los demás, y se desmoronó. Era demasiado. Las circunstancias se le estaban yendo de las manos hasta un límite intolerable, de pronto se sintió tan terriblemente acorralado que no pudo hacer otra cosa que intentar correr, pero sus zapatones eran inadecuados para huidas con alfombras, y al tercer tropiezo se fue de fauces al piso, bajo la mirada consternada de la gente, que no entendía lo que pasaba pero que por las dudas sospechaba en esa desesperación una violencia capaz de volverse contra ellos. Roberto ya corría descalzo por el pasillo, perseguido por la Pantera Rosa, que le pedía a gritos que la esperara, llamándolo por lo único que se le ocurría:
- ¡Ronald, Ronald!
Pero Roberto ya se había arrancado la peluca de hilos rojos y las lágrimas le corrían la sonrisa dibujada por el mentón y el cuello. Ella no llegó al ascensor. Tampoco dudó en lanzarse escaleras abajo, con el pompón de la cola negra dando tumbos metro y medio atrás. A la intemperie salió él, y a los pocos segundos ella, que si el pompón no se le enganchaba en la puerta giratoria lo agarraba antes de la cuenta. Roberto aminoró el trote para que ella alcanzara a ver los giros claves en las esquinas del barrio desierto, y de manera tal que terminara alcanzándolo unos cuantos metros antes de llegar a su edificio. Así fue. La puerta de abajo estaba abierta de par en par. Roberto subió por un ascensor y escuchó que la Pantera hacía lo mismo por otro. Caminó por el pasillo despacio, aguantando la llegada del otro ascensor, comenzando a creer que quizá las cosas no estaban tan mal, y el encuentro tan esperado estaba a punto de darse. Pero cuando la Pantera salió aún llevaba puesta la máscara.
- Roberto por favor volvé, pensá bien lo que vas a hacer, entendé que hay cosas que no cambian ¿O también te creíste lo de la camioneta?
Roberto comprendió que se había ilusionado en vano. Con resignación, dispuesto a dejarla, le dio la espalda y se dispuso a meter la llave en la cerradura; al principio con desesperación, después, sin éxito. Entonces, dejándose caer lentamente con ambas manos chirriando por la puerta, ya al borde del llanto, dijo:
- Cambiaron la cerradura-
- Viste, te dije.

Texto agregado el 01-11-2002, y leído por 1394 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-11-2002 Nicolás, me ha gustado mucho! Hay de hecho un montón de imágenes muy interesantes y muy bien descritas. Si me permites una pequeña crítica, yo acortaría un poco el relato, creo que la historia no se resentiría en absoluto y se haría más ágil. ¡A ver si te animas a enviarnos más cuentos! Una abrazo de Elsa
 
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