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Exactamente en la puerta contigua al hotel donde había debutado el taxista que el jueves siguiente lo llevaría a su última reencarnación, Joaquín encontró unas escaleras que descendían a un subsuelo cuya atmósfera lúgubre no habría de suavizarse por la lentitud de sus pasos. Parecía una habitación abandonada que un alma perdida en el puerto había expropiado para si y para todo aquel que soportara el neurálgico olor a abandono que la maquillaba por completo. Ningún rostro se dibujaba en sus rincones reclamando la pertenencia a esa tienda que no figuraba en las guías ni en los luminosas pero deslucidas marquesinas que a sólo dos cuadras de allí exageraban el vestido deshilachado de la avenida Corrientes. Sólo al cabo de unos minutos, cuando Joaquín aún no se había atrevido a investigar ese sitio al que había arribado por una desconcertante jugada de la desidia, logró hallar esos ojos mudos que en sus miradas de fatiga inventaban extraños neologismos. Esperó en vano una palabra o dos pero sólo le bastó saber que, además de ser bienvenido, algo lo estaba esperando desde hacía mucho tiempo.
El clima era absolutamente sofocante y las desgastadas y pegajosas maderas del suelo, pensaba Joaquín, sólo podían conducir a los tiempos difíciles. El único foco de luz que se meneaba por encima de sus cabezas era incapaz de cubrir ese sitio que a veces se regocijaba inmenso y al segundo siguiente era lo más parecido a una catacumba que jamás había visto en su vida. Antes de que todo sucediera de repente y a menos de una semana de su última reencarnación, observó a su alrededor aquel cuadro de Salamanca, las puntillosas tazas de té resquebrajadas por la humedad ubicadas en fila sobre una mesa pintada con azul sintético, unas estrellitas fluorescentes que dibujaban olas de ternura ingenua en aquellas paredes carcomidas por la profundidad de lo anticuado y un daguerrotipo de Venecia atorado en un marco de hierro bucólico gracias a la transparencia de su aguerrida resistencia pero que nadie hasta ese momento se había preocupado por contemplar. Joaquín era consciente de ese día tan similar al resto. Atravesó los monos de porcelana y los ceniceros con escudos de equipos de fútbol buscando algo que lo alejase por un instante de esa consciente perennidad. Y casi pisa con sus botas destrozadas ese mantel que ofrecía desde las maderas del suelo unos magníficos ejemplares de corazones hechos con mazapán, papeles amarillentos con poesías derramadas junto al monumento de la plaza del barrio y billeteras de parafina y papel maché repletas de crónicas y copetes periodísticos. A su lado otra mesa, esta vez negra por el alquitrán de los pulmones de su único dueño, mostraba sin mucho lujo y sin detalles estudiados un bandoneón con sus fuelles encorvados, una fotografía de la abuela de alguien y un cinturón de seguridad originario de 1971 que parecía arrebatado de su sitio por las uñas otrora esculpidas de una dama sin título. Un cable pelado se desbarrancaba del techo como una catarata de antiguos desbordes y nuevos recuerdos que vivían desarraigados en la mente de viejos visitantes sobre una edición antiquísima de un libro sin portada y descosido de Joseph Schumpeter. Joaquín había descendido las escaleras con una idea hermosa que a la vez se declaraba como un hastío suicida: necesitaba enamorarse de alguien. Pero ese sentimiento pareció desvanecerse en sus propias cenizas al transportar su mirada hacia un rincón olvidado de una vieja góndola de acero oxidable que ya no soportaba el peso de la urgencia. Era más de la una de la mañana cuando sus ojos se perdieron en Beronike sin siquiera importar lo que con tanto cuidado permanecía estático a su lado. Esa muñeca que el tiempo se había ocupado en desgastar insistía furiosa en su deseo de belleza eterna e inhumana. La estampa blanca de sus pómulos contrastaba con increíble belleza ante la mestiza estepa de Joaquín y su tafetán de seda francesa con agujeros tímidos de minúsculas polillas, cubría con un fantástico verde marino su artesanal semblante. Una cinta de terciopelo sujetaba los cabellos negros, tan distintos a la lúgubre atmósfera del lugar, que con hermosura de niña se escapaban con rebeldía de la boina vasca, también de terciopelo, que tan elegante se cernía sobre su cabeza.
Entonces se trató de ese 23 de noviembre y sus cinco días siguientes. Guardó en sus bolsillos moneda por moneda durante esas eternas horas en que su memoria jugaba al cementerio de su sendero y allí en ese rincón insondable de su alma, atrás perdida en la nada, la llevó a Constitución a ver los edificios y habló de ella en la Dirección General Impositiva, y recordó su insoportable ausencia en la cola del Banco Mercantil y no volvería a soñar lo mismo, un mes después, al vaciar por ella su cuarta copa en ese bar escondido en Villa Crespo. Para él se iniciaba un nuevo camino entre la vida y la muerte que desembocaba en la incierta perpetuidad de la soledad y en días sin final que gastaba en ilusiones y compras compulsivas.
Ese jueves no esperó el colectivo y descendió del taxi con la misma rapidez con que bajó las escaleras construidas tras una puerta contigua al hotel donde no muchas personas debutaban al paso. Atravesó la madera del suelo ignorando las postales de cafeterías remodeladas y flores de polietileno que esos ojos mudos agazapados en el rincón disfrutaban como una nueva reminiscencia sin tasaciones ni intereses. Joaquín sólo quería ver cómo se veía ese regalo por el que había esperado cinco días y el trayecto por el empedrado de las calles para finalmente reconfortarse ante el paisaje inmediato de su belleza. Ocultó las pupilas tras ese clima sofocante y la indómita presencia de su vida vistiendo con delicadeza aquello que, pensaba Joaquín, sólo podía conducir a la victoria. El escaso tiempo fue para él un tesoro inagotable cuando todo culminó ante ese rojo vestidito de tul que tan bien le sentaba a ella, Beronike, su muñeca de ojos vascos y nostalgia vernácula, corazón de sesenta centavos, su última reencarnación.

Texto agregado el 13-07-2003, y leído por 180 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-07-2003 Genial. Prosa delicada y dedicada. Es como caminar en los caminos del alma, alma sempiterna de los otros que observamos a través del relato. El personaje de Joaquín es un tanto difuso, pero al mismo tiempo eso permite que el lector se dé su propia impresión sobre la calidad de esos caminos transitados en la conciencia de él. La imagen de la muñeca es poderosa. (entre paréntesis: dónde has dejado los puntos aparte?? así como tú te viertes sobre el papel, parece que uno debiera trgárselo de una, necesito un respiro en ciertos momentos del texto. Impecable factura) blanquita
 
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