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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Destino Interrumpido, Capítulo I.

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Tantas veces habían estado tan cerca y todas esas veces no habían hecho nada por acercase más. Ambos sabían, y no, que lo deseaban con todas sus fuerzas. Ambos sabían, y no, que el otro pensaba lo mismo. Ambos sabían, y no, que de verdad intentaban ser sinceros y siempre caían en lo mismo. Pero no era a propósito el ser mentirosos, no, ninguno de los dos quería serlo. Se daban cuenta de que en cualquier momento podían explotar sin saberlo. Pero no querían. A pesar de ambos sentir lo mismo y desearse fervorosamente el uno al otro, ninguno de los dos se preocupaba por dejarle saber al otro (aunque en realidad ya lo supiera), que sentían lo mismo. Ella se incitaba a sí misma a participar de su cuerpo de joven vigoroso y él sentía que moría cuando por descuido rozaba su piel tersa de virgen desesperada. Pero lo ocultaban todo por miedo a perderse. No sabían si a perderse el uno al otro o si a perderse el uno en el otro. En todo caso, esto último era lo mejor, lo que preferirían los dos. No conocían su dulzura, no se habían probado nunca, pero ambos confiaban en que el sabor fuese perpetuo, imperecedero y especial. No eran parientes, pero eran hermanos. Se conocían mejor el uno al otro, que uno de ellos a sí mismo. Tenían años de hacerlo y de convivir como miembros de una sola familia. Era por eso precisamente por lo que callaban sus bocas y no dejaban hablar a sus corazones, por lo que se resignaban y se limitaban a seguir conviviendo como hermanos. Su unidad se vería difractada y ellos lo sabían; en parte, por eso también callaban, porque habían responsabilidades que cumplir y metas que alcanzar, y honor que rescatar y valentía que probar; él se iría de aquel lugar tan apartado y recóndito escondido en uno de los tantos ombligos del mundo en el que no existía la menor oportunidad de sobresalir. Por eso él se iba, en parte; en parte también para dejar de pensar en ella. Creía que la podría olvidar si se alejaba y nunca la volvía a ver, pero decidió sorprenderla con una naturalidad ya propia: no se iba a olvidar de ella, nunca, se lo prometió y le hizo jurarle lo mismo y, además, le hizo la proposición más indecorosa que alguien pudiese haber escuchado en un lugar como aquél, tan alejado del pensamiento moderno y del futuro; hicieron un pacto: seguirían sus vidas, como si nada sucediera, aunque ya no estuviesen juntos, pero, si al cabo de algún tiempo ninguno de los dos se establecía con una familia, ambos lo harían y unirían sus vidas para siempre, lo cual no quería decir que así sería forzosamente, sólo en caso de que esas condiciones se dieran, de que ninguno pudiese olvidar al otro. Tanta complicación se dio únicamente por la diferencia tan grande que existía entre sus mundos altibajos, por aquello que se llama “diferencia de clases”...


Por supuesto, él no regresó, pensó ella cuando, después de once años le seguía esperando en el balconcito con macetas repletas de flores inyectadas de colores tan vívidos como sus recuerdos. Ya no se casará, se ha quedado solterona, se atrevió a decir su hermana menor mientras amamantaba a su cuarto hijo, un rosado y rebosante niño que había nacido cinco días antes y al cual ahora se festejaba en una celebración que estaba para durar una semana, por al fin haber recibido al tan esperado nieto varón que no había tenido ninguna de las otras dos hijas casadas que el abuelo poseía. Para el abuelo de este niño, era un nuevo renacer, ¡al fin el nieto varón!. Todos los presentes parecían entender la dicha que colmaba al abuelo joven que apenas había desposado a tres hijas, aún formaba otras siete y una se le había quedado rezagada en la casa paterna, además de dos nietos en camino de las hijas cumplidas que habían encontrado buenos maridos para casarse. Ella le había dicho a su padre que en ese pueblucho no existían buenos maridos, a lo que éste había respondido que ella no los había buscado bien; casi no salía a las fiestas y bailes y, cuando lo hacía, no parecía entusiasmada en que todo muchacho reparara en ella. Todos se hubieron cansado de hacerlo, de mandarle obsequios y flores, de invitarle a bailar, todos. Aunque al principio, cuando apenas él se había marchado y ella creía poder olvidarlo (aunque le hubiese prometido que no lo haría porque supiera que le sería imposible...), parecía aceptarlos más; salía con ellos y les correspondía hasta cierto punto, justo cuando ellos empezaban a enamorarse; era entonces cuando ella los olvidaba. Le era imposible zafarse de su recuerdo, no sentía el mismo cosquilleo ante cualquier pretensión de hombre que ante el único que le hacía flotar; recordaba perfectamente aquella voz dulzona pero fuerte y a la vez tierna que siempre decía bellas palabras a sus oídos. No, no era igual. No se lo propuso, pero lo estaba haciendo: no correspondía a nadie porque nadie se lo merecía realmente como él, nadie era igual a él.
Ella soñaba; soñaba que aún era aquel tiempo perdido, del cual ya hacían once años (casi doce) y que aún eran unos jovencitos ilusionados con un prometedor porvenir; soñaba con el tiempo en el que aún no sabían el verdadero sentimiento entre ellos, el que descubrieron sin hacerlo, pues jamás lo dejaron claro; no podría concebir la vida sin ti en ella, le había dicho él antes de partir y ella había estado a punto de dejar escapar palabras que hubieren dejado más que claro su sentimiento y, sin embargo, no lo hizo. No lo hizo porque sabía que el destino los había separado y a aquéllo le regía y concebía alguna razón mística que no podía contradecir y por esa maldita razón iba a tener que tragarse las palabras y aguantarse las ganas de amarrarle las manos y los pies a su cuerpo para que nunca la soltara y jamás se fuera. Su corazón se lo pedía a gritos que se manifestaban como el agua que manaba de sus ojos cada noche que se acostaba, no a dormir, sino a soñar despierta con el día en que él cumpliese su promesa de regresar y casarse con ella y, al fin, construir un presente (que no un futuro) juntos y alejarse de cualquier prejuicio que hubiéreles impedido hacerlo antes. Pero se le olvidaba que eso era sólo si, al cabo de ese lapso de tiempo, ninguno de los dos se establecía con su presente bienaventurado y se unía con cualquier otra persona a procurarse un cariño y un sueño que no habían podido obtener de quien realmente lo deseaban. Se le olvidaba que eso sería “sólo si” aquello pasaba. ¿Y por qué lo seguía esperando entonces? Si ya estaba convencida de que no regresaría... Ella sabía por qué aún lo aguardaba: algo en sus ojos aquella noche la hizo esperar; no sabía qué era, pero se le había grabado muy bien. De aquel momento conservaba aún las memorias membranosas que casi podía tocar con las yemas de los dedos. Cada gesto, cada palabra, permanecía intacta en sus recuerdos vívidos que todos los días soñaba como si estuviesen sucediendo otra vez. Por eso nunca se desalentaba, porque cada noche volvía a vivir aquélla única especial en que el frío y la llovizna no parecían molestarle en lo más mínimo, aún cuando a ninguno de los miembros de su familia dejaban pensar con claridad. Al contrario, ni siquiera tenía presentes a esos dos factores en sus recuerdos, porque sólo se preocupaba por una cosa: él; él llevando sus maletas del pórtico a la carreta fuera de la casa; él recogiendo los últimos tiliches de carpintería que llevaría consigo; él despidiéndose de su madre, que lo había albergado y criado como a un hijo suyo a pesar de no serlo. Él despidiéndose de su padre con un apretón de manos, quien nunca llegó a quererle como su madre y que siempre lo había tratado como a un criado más, a pesar de haberle brindado la oportunidad de obtener la poca educación que tenía, y que ahora le valía de fundamento para poder marcharse del pueblo que lo había visto transformarse en aquel joven esbelto de figura elevada y cabellos rizados; él que se despedía de sus hermanas, las otras cuatro que hasta ese momento habían nacido; él subiendo a la carreta, ya listo para marcharse, cuando su impaciente recuerdo se materializó en ella, que no hubo querido salir a despedirlo, pero que finalmente se atrevió a asomarse a la calle y observarlo desde el balconcito repleto de flores, donde tantas tardes habían conversado sobre tantas cosas. Él bajando de la carreta apurado y acercándose al balconcito multicolor, donde cortó una rosa amarilla de una de las tantas macetas que le daban vida al mismo; él poniéndole la rosa en la diadema y proclamándole su juramento de jamás olvidarse de ella y de regresar si el destino se lo permitía; él haciéndola jurar que tampoco lo olvidaría y que aceptaba su propuesta en caso de que el destino se retrasara; él dándole un beso en la mejilla tras haber escuchado su respuesta positiva y al mismo tiempo que le acariciaba el redondo hombro desnudo y trémulo, que se sentía suave como un vestido de seda nuevo y sin lavarse aún; él deslizando su mano a lo largo de todo su brazo, hasta llegar a su fina mano de niña mansa y aterciopelada, recién bañada y perfumada con agua de rosas y, más tarde, enjugada en lágrimas; él que la veía con aquellos ojos verdes y cristalinos de fondo diáfano y mirada angelical, que parecían destellar mil luces en aquélla oscura noche a la que se le había olvidado prenderse las estrellas y la luna del oscuro manto y que se miraba triste, igual que la despedida.

Texto agregado el 24-01-2005, y leído por 82 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-01-2005 Me gusta. Esta bastante bien. No se por que, pero me recuerda un pelin a "como agua para chocolate" elcorinto
 
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