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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Destino Interrumpido, Capítulo II

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Ella seguía siendo mansa como una oveja, pero ya no era una niña, aunque todavía conservaba el espíritu de joven inmaculada y sin tocar, pulcra como la misma blancura, únicamente por guardarse para el único hombre que merecía el deleite de su carne y el goce de su amor: él. Aún lo veía alejarse en aquella carreta cargada de tiliches y maletas que brincaban a cada paso del camino por el que rodaban las ruedas, mientras la observaba con sus ojos de gato en medio de la oscuridad, que fueron lo único que quedó al irse adentrando el resto de la escena en la lejanía de las tinieblas. Lo demás se perdió; se perdió su cuerpo esbelto, su estatura de árbol que de un salto llegaba siempre a su balconcito, que no estaba a más me un metro y medio del suelo; se perdieron sus rizos dorados que parecían venir del Sol del medio día, se perdieron sus manos tibias y trabajadoras, hábiles para la carpintería y las caricias que causaban escalofríos, se perdió su sonrisa explosiva que en cualquier momento del día dejaba escapar el reflejo blanquecino de una dentadura perfecta. Todo se perdió en la oscuridad, menos sus ojos fulgurantes. Ella los veía alejarse sin dejarlos parpadear porque no podían dejar de ver los suyos, que eran de un color humo intenso y contrastaban hermosamente con su piel color de perla y sus cabellos color tierra seca. Se alejaban…

-¿Hermana?.... ¿hermana, estás bien?

Era una de sus seis hermanas casaderas que la llamaba desde fuera de su caja de sueños revividos en medio de la muchedumbre y el alborozo por su recién nacido sobrino. Volvió de nuevo al presente, al mundo de los vivos, al escándalo de pueblo que reinaba en el patio de su casa al que daban sombra diez almendros y dos carpas colgadas estratégicamente que permitían dar sombra perpetua las horas que durara el día; como siempre había estado soñando despierta aunque no estuviese en su cama, donde podía llorar clandestinamente cada vez que despertaba del sueño. Vio frente a sí a un hombre alto, muy bien parecido y perfectamente vestido que portaba un pantalón a cuadros verdes y grises y un gorro del mismo tipo de tela. Su camisa exhalaba blancura por debajo del chaleco y combinaba perfectamente con sus zapatos. Un fino bigote enmarcaba sus rígidos labios rosados que esbozaron una tímida sonrisa al ser presentado a la mayor de las hijas de su socio, su padre. Tal parecía que la mayor de las seis hermanas en proceso de casamiento estaba muy emocionada con la idea de haberse encontrado un hombre de semejante talante y porte para pasearse por la fiesta tomada de su brazo. A pesar de haber estado distraída en sus recuerdos, la impresionó la figura fornida de este hombre que nunca antes había visto y que tenía una mirada oscura y penetrante y una tez del color del café con leche; tenía la nariz muy recta y afilada y el cabello oscuro y crespo, muy brillante. La presentación fue muy rápida y cortante, y le parecía más bien que su hermana sólo se pavoneaba con él para ser vista. Por supuesto, a ésta le encantaba la idea de conseguirse un hombre así para “ella y su vida futura”, como mencionaba casualmente cuando hablaba de su porvenir como buena y fiel esposa, casada con un hombre que había descrito casualmente justo como aquél, con el que ahora bailaba un vals de esos que traían de Dios sabe qué lugar, del cual el nombre le parecía más remoto que el del pueblo mismo donde vivía.
Ella, al terminarse un trago del ponche que tenía en la copa, suspiró de la forma que le pareció la más nostálgica que conocía hasta entonces. El reloj empezó a sonar campanitas sincronizadas que indicaban las doce como hora actual. Ella miró el reloj de pared que se encontraba a su izquierda. Afuera, la fiesta aún seguía a pesar de la hora y el frío. Había acompañado a sus sobrinos a acostarlos junto con su hermana, que trataba de calmar al bebé en sus brazos, el cual se había despertado para su merienda. Luego de acostar a los niños, regresó por el ponche que había dejado en la sala y ahora la perseguía el deseo de ir por otra copa, cuando sintió pasos detrás de ella. Era aquel hombre del pantalón a cuadros y gorro combinados que sostenía su copa llena de un buen vino y otra más del ponche que ella había ansiado hacía tan sólo unos segundos. Se excusó para poder acompañarla, a lo que ella respondió afirmativamente, mientras aquel hombre le cambiaba la copa medio vacía por la llena de ponche en su mano izquierda.
- Pensé que estaría con mi hermana - habló ella, mientras aquel hombre depositaba la copa vacía en la mesita de centro y dejaba ver una sonrisa impresa en un aire de indiferencia definida
- ¿Por qué pensó eso? - repuso aquel hombre de una corpulencia extraña que apoyaba en la pared
- Bueno, parecía muy divertido con ella - replicó ella y a continuación dio un sorbo a su ponche
- Sí, bueno, al principio sí, pero debo admitir que ha llegado a hastiarme… un poco - agregó para que su frase no sonara tan brusca
- Ella suele ser así – comentó ella, al mismo tiempo que se ponía las manos detrás de la nuca y sostenía su codo el la recargadera del asiento, dejando caer todo su cansancio sobre su mano doblada, mientras miraba inexpresiva a aquel hombre de manos muy finas se acercaba y se sentaba junto a ella
- Por eso hubiese preferido pasar la tarde con usted -

Ella experimentó un extraño estremecimiento en lo más recóndito de su ser mujer; ya hacía tiempo que cualquier hombre desistía en sus intentos por conseguir algo de ella; por lo visto, aquel hombre no era de ese pueblo, nunca lo había visto por ahí y seguramente no conocía su historial
- ¿De dónde viene? - le preguntó segura de su suposición
Él le explicó que venía de la ciudad más cercana a aquel pueblillo pintoresco y fiestero y que era el contacto de su padre en aquella ciudad, de donde obtenía algunas de sus mercancías para la pequeña industria maderera que poseía y la cual era la más próspera del pueblo, cosas que ella ya se había imaginado y que le confirmó aquel hombre de pestañas muy largas y oscuras que enmarcaban sus ojos, los cuales eran del color de la noche sin estrellas en la que ella lo había visto partir, hacía ya casi doce años. En efecto, él era su contacto en la ciudad aquélla de la cual se decía era muy ruidosa y, a pesar de ser la más cercana, estaba a poco más de dos días de viaje del pueblo; ella había ido alguna vez, cuando era niña, y luego en otra ocasión cuando hubo de comprar su vestido de XV años; pero no le gustaba ir, prefería quedarse con él en la casa y que le dijera qué hacía con esas herramientas de diferentes formas para moldear la madera; sí, cómo prefería estar con él que irse a la ciudad misma en la que ahora él se encontraba.
Miró hacia la ventana: todo estaba iluminado por aquella fiesta explosiva que el abuelo por tercera vez había empezado hacía ya cinco días. Las casas a lo largo de la calle de piedras tenían lámparas de papel colgadas de la orilla de los tejados. Toda la tarde habían tenido gente entrando y saliendo de la casa, llevando comida y bebida; en toda aquella calle había comida por todas partes. Su padre había mandado matar dieciocho cochinos y veintitrés borregos, además de preparar casi treinta litros de mole para bañar a quince gallinas de castilla y comérselas en el desayuno con huevos, se había y se seguía fabricando mezcal y pulque y se había invitado a pueblo entero a participar del alborozo de la fiesta familiar. Pero a esas horas de la noche, sólo se recalentaba la comida mientras los demás animales que se habían matado en la tarde eran preparados para la comilona del día siguiente. Se veían desde aquella ventana las casitas de las casas que bajaban por todo el cerro también iluminadas, aunque no tanto como en la calle principal, donde su casa estaba. Gente de todo el pueblo se había amontonado en los tres primeros días en cada uno de los puestos de comida que se habían montado a lo largo de la calle, pero ya para el cuarto día el número de personas se había reducido y acudían menos desordenadamente a tomar su ración de carne, la cual llevaban a sus casasen lo más apartado del monte para sus familias. El quinto día la gente que llevaba comida en exceso a sus hogares parecía haberlos llenado ya hasta el techo, porque sólo fueron la mitad a comparación del primer día.
- Su hermana me dijo que no podía creer que su padre hiciese más fiesta por su nieto que la que hizo cuando se casó una hija suya por primera vez. Dice que ella hará que la fiesta de su boda dure más y sea más fastuosa que cualquier fiesta que se haya realizado jamás - le dijo aquel hombre de perpetuo ceño un poco quejumbroso, tratando de continuar la conversación
- Seguro que le encantaría hacer ruido lo más que pudiera - respondió ella haciendo una mueca de indiferencia y después dando un sorbo más a su copa de ponche mientras seguía mirando hacia la calle.

Texto agregado el 25-01-2005, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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