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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Destino Interrumpido, Capítulo III

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El camino fue muy largo y duro en aquéllos dos días de viaje. Apenas habían hecho dos paradas desde que salieron aquella noche sin estrellas del pueblo que lo había visto crecer. Ya estaba empezando a oscurecer y el poco calor que proporcionaba el Sol se había disipado hacía dos horas. La carreta paró en seco después de tantas horas de permanecer en constante movimiento. Luego de haber estado pensando en ella durante un día y medio, de cómo se veía la rosa amarilla en su cabello triste y desmayado que, a pesar de todo, brillaba sin necesidad de tener ninguna luz reflejada en sí, después de un día y medio de planear todo lo que haría para regresar con ella como todo un hombre que la mereciera y cumplirle la promesa que le acababa de hacerle hacía tan pocas horas, por primera vez después de un día y medio, dejó de pensar en ella por un segundo. Al escuchar la voz del carretero, sus pensamientos se vieron truncados y tuvo que reaccionar y recordar que estaba en medio de la nada y que la carreta llegaba hasta ese punto del camino y después se desviaba. Ahora él tendría que pagar, tomar sus cosas y caminar hasta encontrarse con la luminosidad de una ciudad que nunca había visto antes en su vida y de la cual sólo ella le contaba unas cuantas cosas de vez en cuando. A pesar de siempre haber sido un joven emprendedor, su situación lo asustaba un poco, aunque, de hecho, había sido él quien hubo propuesto la idea de apoyo para empezar su viaje; pudo haberse retractado, después de todo, uno tiene derecho a arrepentirse de lo que haga o vaya haciendo por la vida, ¿no es cierto?, pero no lo hizo; no sabía si había sido por orgullo o si realmente quisiera olvidarla, aunque supiera que no iba a poder hacerlo. Probablemente la mayor de las razones fue por no decepcionar a su patrón que, aunque jamás lo hubiese sabido, para él había sido como el padre que nunca conoció. Tomó sus maletas, se colgó sus tiliches a la espalda y empezó a caminar. El camino tenía un pequeño señalamiento pintado en una delgada tabla de madera sostenida por un clavo en el tronco de un árbol. Indicaba hacia dónde ir para llegar a aquella ciudad que parecía muy distante a pesar de estar tan cerca. Siguió derecho, tal como se apreciaba en la señal de la flecha roja. El camino era árido y los magueyes se apreciaban por doquier. El sol estaba casi completamente detrás el horizonte y la carreta que lo había depositado allí se oía cada vez más distante mientras más se desviaba hacia la derecha. Así no parecía poder llegar a ningún lado. No llevaba mucho en aquéllas dos pequeñas maletas que cargaba cada una en una mano. Podía oír ruidos que no le parecían familiares, a excepción de un saltamontes solitario que no se cansaba de cantar. El Sol hacía los últimos esfuerzos por no desaparecer del cielo, desgarrando la tierra con unos débiles rayos que se desvanecían cada vez más y resistían cada vez menos.

Caminó al menos dos horas antes de poder divisar lo que se veía como una ciudad distante y esperanzadora que, desde donde estaba, no se veía tan grande como se decía pero que, después de caminar poco más de media hora más, se empezó a ensanchar a medida que se veía menos lejos. El juego de pequeñas luces le parecía un espectáculo digno de apreciarse y no le quitó la vista de encima sino hasta una hora después, cuando se encontraba frente a un farol que lo iluminaba todo. Desde lejos, el conjunto de luces le había parecido por un momento la escena mortuoria de un velorio, como cuando se había muerto el abuelo, tan pocos años atrás, el mismo que le había enseñado el oficio de la carpintería, para el cual él había resultado ser muy diestro; pero desde cerca, el farol se veía como un sol en plena noche.

Pasó un largo rato buscando dónde alojarse; fue bastante difícil encontrar un lugar aceptable para dormir, pero ya algo entrada la noche, halló unos cuartos que podía pagar con el poco capital que cargaba. El lugar no era muy hospitalario, pero contaba con una cama que poseía sábanas y cobertor, un pequeño buró junto a ésta que tenía un candelabro encima y una cómoda contrapuesta a la pared de enfrente. Deposito sus maletas junto a ésta y, del otro lado, sus serruchos y cepillo, así como una lija bastante gastada, entre otras herramientas. Por una esquina de la pared quedaban manchas de la pintura que, en un principio, suponía él, había cubierto las paredes del cuarto. Por lo menos contaba con una vela solitaria que le haría compañía en las noches oscuras. El cuarto contaba con una ventana que daba hacia un callejón aledaño lleno de tambos de basura, que parecían sombras acurrucadas en la penumbra. El cielo se seguía viendo vacío y triste, igual que él. Por primera vez en su vida, se sintió solo.

Texto agregado el 25-01-2005, y leído por 95 visitantes. (0 votos)


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