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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Destino Interrumpido, Capítulo IV

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Igual que todas las noches permanecía inmóvil, extendida sobre su cama, pensando ya acostumbrada en él. Generalmente recordaba esa noche, cuando se había quedado impávida mirándole los ojos verdes de gato perdiéndose en la oscuridad, pero aquella noche, sus pensamientos se orientaron hacia el rumbo del rencor; ése mismo día había pensado que ya no iba a volver, por supuesto, que no le había importado su falsa promesa de volver, o que se lo había dicho por zafarse del apuro, porque seguro se había dado cuenta de la reciprocidad del sentimiento y quiso dejarla tranquila con una esperanza alimentada por un juramento apaciguador y sin valor que ella consideraría superior a cualquier fuerza que se interpusiera en su destino. Durante mucho tiempo habíase consolado de esto con la idea de que seguramente se le había olvidado por descuido, y de que el destino no había cumplido con su parte de interrumpirse para dejarlos vivir, o de que no había podido regresar una vez después de haber partido. Parte de esa esperanza era avivada por las escasas cartas que alguna vez había recibido de él. Una de ellas, la primera, llegó un caluroso día dos meses después de su partida; la trajo el pequeño niño del correo que cargaba con una aparatosa bolsa de cuero repleta de cartas enjugadas en tinta, que encerraban letras extraviadas, tristes y melancólicas; otras eran lamentables, sólo malas noticias de aquéllos que se aventuraban a dejar la sencillez del pueblo para probar suerte en la ciudad y resultaban lastimados a consecuencia de la pobreza y la ignorancia en un lugar sabio y poblado. La única carta que no parecía traer noticias de muerte o tragedia, era la de él, que según lo que decía, ya se había acomodado en un cuarto con lo absolutamente necesario para sobrevivir por las noches a aquellos fríos invernales que estaban en pleno apogeo. Comunicaba también que ya había encontrado la escuela a la que iba a asistir para seguir estudiando. Mientras tanto, continuaba trabajando la carpintería cuando no estudiaba y, de tal forma, pagaba la escuela y sus alimentos. Como siempre había resultado muy hábil para ese oficio, le era productivo aprovechar el tiempo libre trabajando en éste. Los extrañaba, claro que sí, especialmente a ella: la pensaba cada noche, la materializaba junto a él en la penumbra de su habitación y se abrazaba a su recuerdo perpetuo e inolvidable; casi podía tocarla sumido en sus pensamientos y la sentía tan vívida, que percibía su calor corporal mórbido junto a su cuerpo; podía sentir la respiración de animal dormido soplando en su pecho un aliento familiar que lo guarecía del frío interminable. Extrañaba aquella vida pueblerina llena de color; aquellos cerros que parecían remendados con miles de parches de diferentes colores y pieles de maíz y maguey. La segunda carta no decía más que lo mismo, él seguía trabajando y estudiando. Esta ocasión hizo hincapié en que les extrañaba con el alma y que esperaba a que llegara el período vacacional para ir, si es que las circunstancias eran propicias, a visitarles. Recordaba que pensaba en la familia todos los días, pero él omitía el detalle de que, en realidad, pensaba en ella y su recuerdo le hacía revivir el pueblito y sus calles, por las que alguna vez la acompañó al mercado a recoger la fruta que estaba destinada para la casa de la familia, así como la verdura recién cosechada apenas unos días antes. Recordaba cómo montaban a caballo los fines de semana y recorrían los cerros remendados durante horas, recogiendo el pascle que de los árboles colgaba por aquella época del año y, más tarde, bajando hasta el diminuto arroyo que corría escondido entre los cerros, Recordaba con claridad aquella ocasión en la que, montando sus caballos cerca del gran árbol, habíanse encontrado con una niña ajena y extraña de una miraba diáfana y cabellos claros y el rostro más inexpresivo que cualquiera de los dos hubiera visto jamás, la niña había permanecido estupefacta por unos segundos, hasta que sacó una manzana de su bolsillo y le dio una mordida, luego de tragar el bocado, se quedó inmóvil de nuevo por otros pocos segundos y, justo en ese momento, sus ojos se abrieron más de lo normal y resplandecieron con un brillo incandescente, al mismo tiempo que de su boca salía un grito agudo que les taladró los oídos a los dos; era un sonido estridente y sobrenatural, tan insoportable y escalofriante, que ella descartó de inmediato el deseo que hubiera sentido antes de acercarse a la niña y emprendió la retirada a galope rápido, ambos se sentían tan asustados, que no pudieron pronunciar palabra hasta que llegaron a la casa. Recordaba cada segundo que había pasado con ella y era a ella a quien realmente recordaba todos los días, sin falta, más que a la familia que lo había albergado como un verdadero miembro de la misma a lo largo de su vida.

Texto agregado el 25-01-2005, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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