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JOTA SIROCO

CUENTOS DE SEVILLA

PRIMERA PARTE
Por los viejos caminos de la Historia

1.- LOS MISTERIOS DE ISPAL
o el ocaso del Reino de Tartessos

Nadie podrá saber nunca en qué año sucedieron los hechos que voy a contarles, pero sí puedo afirmar que son tan reales como la propia existencia de la diosa Astarté y tan misteriosos como los callados fondos del Lago Ligustino.

Aquella tarde paseaba el ya anciano Rey Argantonio, acompañado por su corte de consejeros, por los arenales que rodeaban la ciudad de Ispal, cuando pudo ver como una familia de delfines cruzaba entre saltos y cabriolas la inmensa bahía.

Asombrado estaba con sus juegos cuando se fijó en un pequeño delfín albinegro, que no pudiendo seguir el acelerado ritmo de los mayores, se había quedado varado en las traicioneras dunas de la costa.

El Gran Sacerdote de Tartessos señaló hacia el lugar con el báculo de plata y cubriéndose los ojos con su dorado manto derramó tantas lágrimas que a punto estuvo de liberar al pez de su cárcel de conchas y ostiones.

Argantonio que sabía de la vieja leyenda hincó en tierra la rodilla derecha y palmeando la tierra con su mano inició una plegaria que todos los consejeros escucharon sobrecogidos: “A ti Gerión, que supiste derrotar a Hércules guardando en cada una de tus tres cabezas la libertad de nuestro pueblo; a ti Garboris que al descubrir la miel nos enseñaste a endulzar la vida de los hombres; a ti Habis que creaste la concordia entre los pueblos de nuestro reino dando las leyes más justas que jamás escribiera legislador alguno; a todos los que ya no morais sobre esta tierra pero que llevais el nombre de Tartessos en el aire de vuestros leves espíritus...Yo os demando que no permitais que la hermosa Ispal caiga en manos de pueblos extranjeros”.

Poco sin embargo consiguió la plegaria, pues como preconizaban los viejos pergaminos: “Cuando el pez menor devore el aire con los ojos cansados y se sequen al sol sus entumecidas branquias el Reino de Tartessos perderá sus riquezas y su libertad”.

Pocos dias después, bordeando la costa, hacían su entrada en el puerto de Ispal con la firme intención de no abandonarlo, y para así cumplir la profecía, las lujosas naves de Cartago, llevando impresos en sus lomos de cedro y plata los nombres de Tiro, Sidón, Biblos, las famosas y legendarias ciudades del cristal, de las sedas, de las ricas maderas, de las especies más puras; las antiguas ciudades amigas, que hoy, atraidas por los fastuosos tesoros de Tartessos, se convertían en sus usurpadoras, aun a sabiendas de que la codicia siempre paga su precio con sangre y que la historia termina por quitarle el antifaz a la traición.

Conquistado su reino y esclavizado su pueblo, el viejo Argantonio quiso acabar allí con la cruel reolina de sus sueños y, al igual que el niño delfín, dejó varar sus huesos en la templada ribera de Ispal, para esperar a solas la llegada de la eternidad y del misterio.

2.- LA NOCHE EN ITÁLICA

Los viejos generales se habían bañado al atardecer en aguas de jazmines para aromar sus decrépitos cuerpos en las horas anteriores a la fiesta de estío, siempre en los idus de agosto, cuando el calor, los grillos y el deseo empiezan a ocupar el espacio que el invierno fuera abandonando en las laderas de Itálica.

Julius veía en el horizonte las diminutas fogatas de la cercana Hispalis, observaba el reflejo de plata del rio y vigilaba ansioso la serpiente de luciérnagas que por perdidos caminos, plagados de madreselvas, se iba aproximando a la urbe.

La vio con claridad al llegar a su altura, estaba bella y transparente envuelta en su clámide de seda y, como siempre, desde sus ojos de esmeralda le lanzó la señal convenida: posando sus finos dedos en los labios disimuladamente le arrojó un beso nocturno y cálido que él guardó como el mejor de los regalos.

Ahora sabía que aquella noche, como todas las demás, Elena bailaría sólo para él.

Llegaban en viejas carretas tiradas por bueyes desde la lejana Gades, después de haber recorrido todos los rincones del Imperio, si bien es verdad que gracias a las nuevas calzadas el interminable viaje había dejado de ser tan cansino y peligroso.

Las lenguas de víbora, que siempre las hay, solían hablar mal de aquellas mujeres, no en vano el nombre de Puellae Gaditanae con el que eran conocidas tenía un cierto aire burlón que hacía referencia a su más que perdida inocencia en las bacanales de Roma o en las saturnales de Tarraco, pero poco podían importarle a Iulius aquellos comentarios pues bien sabía él que ella sólo bailaba para sus ojos.

Al caer la noche, cuando ya el graderío se mareaba de sudor y bullicio, llenó el anfiteatro el sonido sordo de los timbales y el glorioso lamento de cien trompetas de oro. Justo en ese instante el Emperador Trajano hizo su solemne entrada en el palco, siendo recibido por el griterío alegre de los invitados.

Iulius se había sentado junto a la puerta por la que saldrían las bailarinas. Desde su discreto observatorio miraba con desasosiego los ojos vidriosos de la soldadesca y sabía que como tantas veces tendría que sufrir en silencio la lascivia de incontables miradas beodas sobre el cuerpo de su amada.

Sólo le consolaba saber que aquella sería la última danza que contemplarían ojos ajenos, pues tras esa actuación habrían reunido el oro necesario para iniciar juntos una nueva vida lejos de Itálica y de sus rijosos generales.

Pero aquella noche Elena no ocupó el lugar que habitualmente le correspondía en el coro, quisieron los dioses que la primera bailarina tuviera la desgracia de caer enferma durante el largo viaje y que Elena ocupara su lugar.

Apenas si había dado sus primeros pasos sobre el escenario el tumulto se convirtió en el más callado de los asombros, sólo el sonido de los pequeños cascabeles que rodeaban sus tobillos y el rítmico aleteo de los crótalos de plata en sus manos llenaban el silencio de Itálica.

Cuando al final del baile dejó caer su túnica sobre el resplandeciente mármol de la escena todos los ojos pendían extraviados en el hilo de la admiración.

El anciano general se llamaba Cayo Vallio Maximiano, había llevado la paz hasta los últimos confines de La Bética pero había traido la guerra al corazón de Iulius, porque quiso la bicha del destino que los últimos fuegos de su pasión se fijaran en la belleza de la bailarina y quisiera ofrecerla a Trajano como la mayor prueba de su lealtad.

La esperó Iulius durante toda la noche bajo la gigantesca estatua del emperador, pero cuando al alba, la vio salir cabizbaja del lujoso palacio supo que sus sueños se habían desvanecido para siempre.

Sacudió sus sandalias sobre el suelo de Itálica, para no llevar a los infiernos ni el polvo de aquella ciudad maldita, y anudando a su cuello y al cuello marmóreo del Emperador el cíngulo de seda que ella le regalara dejó que su cuerpo se balanceara inerte frente los estrangulados ojos pétreos de Trajano.

3.- EL MAR Y LA MEZQUITA

Cuando Al-Mumin Abú Yacub vio crecer la tristeza en los ojos de Al Fatima se llenaron los suyos de un llanto más amargo que la levadura de Egipto.

El Sultán que hasta su llegada a Ishbaliya sólo había conocido las ardientes dunas del desierto, la sequedad de los cardos y el esqueleto gris de las langostas, no llegaba a comprender la pena de su amada, rodeada como estaba de espléndidos jardines, de fresquísimas fuentes, de aromáticas flores, del melodioso trino de los más coloreados jilgueros de la India, sin embargo así era y él, a pesar de su enorme poderío, no sabía qué hacer para acabar con tanto sufrimiento.

“Pídeme lo que quieras, le dijo a media voz mientras paseaban entre el aroma dulzón de los florecidos naranjos del Alcázar, pídeme lo que quieras, Fatima, y por Alá te juro que lo tendrás. Haré lo que sea necesario por devolver a tus labios la sonrisa”. -Mi único deseo es ver el mar. -Mi querida niña, si Abd-al Rahman, levantó en los sequedales de Córdoba una ciudad de jaspe, oro, marfil, ébano y piedras preciosas para su amada; si hizo crecer un bosque de almendros para que Al-Zahra dejara de añorar la nieve de Granada; si colocó más de cuatro mil columnas para defender su tálamo; si colocó una fuente de mercurio para que el blanco de las flores cegara los ojos de su amor como en su niñez los cegaban las montañas de hielo... yo te prometo que todos los días verás el mar.

Al-Fatima, aunque incrédula frente a tan imposible juramento, soñó aquella noche con las brumosas costas de su Tarifa natal.

Aún no había amanecido cuando el Sultán hizo levantar de su camastro al Alférez Mayor del Alcázar y le ordenó que trajera a su presencia al más sabio de los constructores, a los mejores picapedreros, a los más experimentados albañiles, a los más enloquecidos soñadores.

Así se hizo y tras escuchar de labios de Al-Mumin el grandioso proyecto, Ahmed Ibn Baso comenzó a sospechar que el Sultán había perdido la cabeza, pero sabio como era y con el fin de mantener la suya sobre los hombros no quiso poner en duda su cordura.

El agua del río brotaba a borbotones de la enorme hondonada, pero Ahmed Ibn Baso no se arredró por ello, rellenó el hueco robado a la tierra con pilares de los viejos templos romanos, forjando con ellos un sólido basamento de roca y granito que pudiera soportar el alminar de noventa metros que sobre él estaba dispuesto a levantar, ante el estupor, dicho sea de paso, de los sabios matemáticos, que entre bromas y chanzas auguraban la pronta ruina de tal locura.

Veinticinco años después una esbelta torre alargaba su negra sombra hasta los lejanos confines del Aljarafe.

Colocar en la cúspide del exacto prisma las esferas de bronce dorado que lo remataban fue quizá la tarea más penosa, pero cuando por fin la cuarta esfera brilló sobre los cielos de la ciudad, el Sultán hizo enjaezar lujosamente el mejor de sus caballos y se dirigió majestuoso en busca de su favorita.

Cortaba el aire la crin del caballo subiendo altivo las treinta y cinco rampas que le separaban del cielo y en segundos estuvo en lo más alto de la torre.

Abu Yucub abrazó a su mujer mientras esta descendía de la grupa, después extendió su mano y señalando al horizonte dijo: “He ahí tu sueño”.

Fatima, extasiada, pudo comprobar con sus propios ojos como en el horizonte se podía ver la costa dorada de Tarifa.

4.- ...Y SEVILLA

Por más que he rebuscado en los viejos cronicones locales no encontré en ninguno de ellos explicación válida para aclarar como sucedieron los hechos.

El caso es que aquella noche Abdul Salam pudo escapar al acoso de los guardias y sobretodo a las dentelladas de los negros mastines cruzando desnudo los lúgubres callejones de la Inquisición, por las traseras del Castillo de San Jorge.

Pocas razones había para perseguirlo de aquella manera, pues por salvar el pellejo habría jurado sobre siete biblias su fe en la cruz, pero ni siquiera le habían dado los alguaciles esta oportunidad y a punto estaban de empalarlo, como a tantos otros, junto al puente de barcas de Triana, cuando en un descuido de los guardias abandonó la reata de presos ocultándose, como ya dijimos, bajo las enaguas negras de la noche.

Apenas si había llegado a la orilla, con el fin de confundir el fino olfato de los perros, dejó sus ropas tras un cañaveral, que seguramente Alá había colocado en su camino, y se lanzó al agua.

Llegó exhausto a la otra orilla, comprendiendo de golpe por qué llamaba la gente al Guadalquivir el Río Grande.

A punto estaban de reventarle los pulmones oculto entre unos juncos cuando una luz hizo despertar de nuevo sus temores. Afortunadamente sólo se trataba de un viejo que buscaba su diario sustento intentando en vano acorralar un pequeño banco de albures, a los que pretendía cegar con su antorcha de brea. Pero más puede a veces la desgracia que la honradez, y así no le quedó más remedio que despojar al anciano de sus ropas, pues, menos vestido aún que el padre Adán, difícilmente habría podido llegar a la Judería sin levantar sospechas. Debe decirse que como un jabato se defendió el abuelo y que antes de abandonar sus escuetas pertenencias arrancó con un casi milagroso mordisco de sus escasos dientes la oreja derecha de su agresor.

Atravesó temblando el Arenal y dirigió sus apresurados pasos a los callejones de los cambistas, justo a las espaldas del Alcázar, pensando en su ingenuidad que Ibrahim Leví, el viejo usurero al que una vez salvara de un atraco, le echaría una mano.

Pero nada había menos adecuado a la verdad, y cuando quedamente llamó con sus nudillos en la puerta del de los siete brazos, sólo le respondió el silencio; a su insistencia contestó al otro lado del portalón un leve murmullo pidiéndole en nombre de Yahvé que abandonara su casa y que a nadie diera noticias de su vida, pues no tenía interés alguno en ser pasto de las llamas antes de hacer su definitiva entrada en los infiernos.

A Abdul Salam se le hundieron de golpe todas las esperanzas y súpose muerto si antes del alba no encontraba un seguro refugio o no conseguía poner el océano por medio.

Rondó durante toda la noche la Casa de Contratación y tras hacer suyos los documentos de un mendigo cristiano que dormía borracho a la sombra de la Giralda y ponerse al cuello la cruz que defendería las fuentes de su sangre, Abdoul Salám, desde ese momento José del Carmen, se dispuso a esperar el destino.

Apenas si había amanecido un orondo capataz bisojo, clavel y barbilampiño, se acercó a él con cara de pocos amigos, y golpeando sus hombros sin mediar palabras señalóle el camino hacia el puerto. Fondeado junto a la Torre, que llamaban del Oro y que él siempre había conocido como Albarrana, el capitán del “Quimera”, un desastrado carabelón de dos palos, cansado de hacer la tan repetida ruta de Venecia y Génova sin conseguir más oro que el de sus muelas, prometía a gritos desde la toldilla de popa que se dejaría las tripas en el empeño de llegar a las Indias y hacer ricos a todos los tripulantes que quisieran acompañarle.

Nunca se sabrá a ciencia cierta lo que sucedió en aquella azarosa travesía, tampoco en la panza de qué hambriento tiburón descansan las grasas del viejo marmitón, menos aún cuántos indios murieron blasfemando con sabor a pólvora entre los dientes, ni por supuesto cuantas mujeres acabaron meciendo cunas españolas, es más, ni siquiera se sabe qué dioses guiaron a los supervivientes en el regreso, lo que sí se puede atestiguar es que diez años más tarde un indiano desorejado llamado José del Carmen abría palacio en la Villa de Osuna.

5.- UN BARCO CARGADO DE...

Desde los puertos de Sevilla, de Bonanza o de Palos, partían hacia tierras desconocidas, huyendo del hambre o marchando al encuentro de la fortuna Estafadores, ganzúas, descuideros, aventureros, convictos, corsarios de la muerte, presidiarios, frailes goliardos y otros muchos prebostes de la “cofradía” eran hacinados en viejos cargueros o embarcados en galeones con nombres de nobles españoles, buscando el aroma del oro en sus bodegas.

A la mayoría de ellos les esperaba la muerte oculta tras las mantas de las fiebres, tras la dentellada seca del escorbuto, tras el abrazo ardiente de la malaria o tras el beso frío del machete oculto entre los harapos; a los más afortunados una borrachera de aguardiente les hacía caer por la borda entre la risa negra de los vigías.

Pero a aquellos desgraciados les unía un detalle: todos habían sido reclutados por la fuerza en las juderías de Sevilla, en las gitanerías de Jerez o entre los moriscos de la sierra granadina.

Ya en altamar esta tropa de miserables era formada en cubierta y un presunto médico revisaba los dientes y las entrañas de los recién llegados. Una cruz roja en el cuadrante del capataz proclamaba la ineludible muerte del marcado. El arcabuz primero, después el mosquetón, convertían a aquellos hombres en comida para los tiburones.

Sólo los más fuertes, los que tenían suficiente odio en las miradas para ser capataces de encomiendas, sobrevivían a la travesía.

A otros parecía acompañarles la suerte, eran también pobres, pero como cristianos viejos formaban parte de la tropa.

No caminaban ya, como en otros tiempos, hacia la muerte en las selvas de Colombia, de Bolivia; en los precipicios de los Andes; en las gélidas noches de la Pampa, tampoco hacia el degüello entre las tribus indias del Paraguay, hacia la malaria en el Rio de la Plata. Sí navegaban hacia la heroica hambruna de Santiago o hacia la sífilis mortal en las plantaciones de La Habana.

Ni un solo andaluz venía entre ellos y sólo al final, cuando la guerra comenzaba a perderse y el imperio de arena se lo llevaba la historia en su bajamar, empezaron los conversos a ser carne de cañón.

Morían con el uniforme de la Corona, nunca habían estado mejor vestidos, se miraban y sonreían por su buena estrella, por el rancho diario, por las negras ofrecidas a sus cuerpos de soldados cansados.

A los dos días, humillados, heridos por la metralla rebelde o comidos por la sarna, pedían a gritos que les llegara su hora.

Pero aquella noche a la altura de las Islas Afortunadas se organizó una fiesta como despedida del solar patrio. Sacaron de la bodega cuatro odres de jerez seco y una excelente variedad de salazones. Llamaba la sal al vino y el vino a la sal, viniendo a resultar que en menos de una hora aquella tropa de cuatreros marítimos, cantaba más y mejor entonada que todos los coros frailunos de la cristiandad.

A Silverio le empezó la sangre a revolotear por las venas y rompió la calma del océano con una seguiriya. Se hizo el silencio. Las olas, gimiendo en la proa, marcaban como palmas sordas el compás. Lloraban los gallegos, apretaban sus labios los astures, también los aragoneses bajaban su cabeza para evitar el llanto, callaban absortos los castellanos.

El gitano dirigió su mirada hacia el Capitán, que le escuchaba ebrio temblándole los belfos. D. Fernando Hidalgo de Salazar se había apoltronado junto al mástil de popa. Una delicada luna mora se mecía en las aguas del Atlántico y Silverio de Triana sintió querencia de sus orígenes y nostalgia de su sangre.

Golpeando con sus nudillos el barril de roble donde estaba sentado, inició el lento y largo camino de una Toná. Cantó a la India, a Bizancio, a Egipto, a Flandes, a Andalucía; cantó a Triana, a Alcalá, a Córdoba, a Granada... y nadie, ni siquiera el Rey, se hubiera atrevido a cambiar las líneas de su mano.

SEGUNDA PARTE

De costumbres, leyendas y personajes

6.- EL DISPARO

Se lo tenían dicho sus amigos en los mentideros de la Sierpes: “Esa flamenca, Juan, te va a costar la vida”.

Pero al maestro le faltaban noches para dormir en sus ojos de fuego, porque eran ya setenta los años que toreaban su esqueleto. Por eso cuando aquella madrugada camino de Utrera se le vino a las mientes su risa -¡Dios nunca debió permitirlo!- el gusano de la locura fue minando cavernas en su pensamiento.

Belmonte se había dado un baño de sales y, tras colocar sobre su menguada anatomía una bata de seda, salió al salón donde ella le esperaba. Estrella, dejó caer el chal que la cubría y bailó para él, desnuda como una diosa egipcia, la bulería negra de Triana.

Enredado en el árbol de los años miró aquel cuerpo joven y dejó volar su sueño hasta las noches de esperanza y sangre de Tablada, donde, también desnudo, toreaba becerros robados ante el sordo jaleo de la luna. ¡Hacía tanto tiempo!...

Fue el 21 de Abril de 1924, los miuras rebullían en los corrales, Joselito miraba a la barrera por ver a su imposible Guadalupe, Belmonte colocaba sus machos insolente y La Maestranza parecía desplomarse partida como una naranja en dos mitades.

“Guerrita” repetía para quien quisiera oirle que “Juan duraría un suspiro y que la cátedra de la torería la ocupaba El Gallo”.

Pero aquélla tarde, y enfundado en su bata de seda sonreía Juan al recordarlo, Rafael Guerra tuvo que tragarse sus palabras. Tras salir por la Puerta del Príncipe, esa que sólo cruzan los elegidos, en las mismísimas andas del Cachorro quisieron llevar al “Pasmo de Triana” hasta su casa. No pudo ser porque un cura gallista, previendo lo que iba a pasar, las había encerrado bajo veinte llaves. ”¡Hombre, si hubiera sido Joselito!”, había dicho cuando, calándose el bonete, impedía tan profana procesión.

La flamenca había colocado su cadera de bronce frente al rostro borbónico del maestro y suave como una bajamar rompía en últimas olas su cintura. Siguió el peligroso juego y ahora la mujer embestía con dulzura. Belmonte, con su batín a guisa de capote, la recibía con verónicas, de pronto, como hiciera tantos años atrás en la Maestranza, se arrodilló delante de la hembra y gritó: “Mátame, si no puedes amarme, mátame”.

Habría resistido el beso con la misma pasión con la que habría encajado una cornada, pero la flamenquita se estaba riendo de su decrepitud y en el pecho sintió Belmonte esa risa como una estocada de muerte. Se miró en el espejo y se vio viejo y sólo, como un quijote roto en las lejanas playas de Barcino.

No le tembló la mano cuando sacó el revólver de su estuche de plata, no le tembló el pensamiento cuando miró cara a cara los ojos de la muerte, no le tembló el mentón griego cuando puso entre sus labios la frialdad del acero.

Un disparo rompió el silencio de la noche y segundos después un golpe seco. El cuerpo de un hombre derrumbándose a plomo sobre el suelo de Utrera.

7.- EL QUEJÍO

Dicen que nace el flamenco del amor, de la pena y de la muerte. No sé si será verdad.

Manolito “El Gamba”, vendía camarones a los turistas en las mañanas secretas de Santa Cruz y de noche cantaba de atrás en el misterio ruinoso de Siete Revueltas, pero dicen que nunca nadie había llorado con sus seguiriyas. Apenas si el lorenzo jugaba al esconder por el Puente de la Barqueta, ya andaba “El Gamba” camino de la Alameda requebrando en el espejo del rio los ojos de sueño del de Triana, que aquel amanecer le había mirado con cierta tristeza o al menos así se lo había hecho sentir su adormilado corazón.

Descansaba del hambre y del canasto en un banco de piedra adosado la Casa de las Sirenas y allí, mientras devoraba un papelón de calentitos, salaba con orines los jubilados mariscos y ensayaba increíbles desgracias con las que camelar el corazón y el bolsillo de los visitantes.

En el balcón, como todas las mañanas, se desperezaba por bulerías el Maestro Realito y El Gamba no podía por menos que decirle con voz de guasa y aguardiente: ¡Eso si que es arte, maestro!. A lo que el Realito respondía indefectiblemente con un corte de mangas por soleá.

Como hasta las doce no había ni un turista que llevarse al capote y andaban los gitanos planchando los caballos, iniciaba El Gamba su devoto vía crucis mañanero, siendo siempre su primera estación de dolor en “Las Maravillas” donde laceraba su pecho con un seco látigo de Rute y donde esperaba la previsible aparición de Perico el de los Cohetes con el que compartir el segundo machaco, con cargo a la última caja destripada, mientras añoraban a su compadre el lotero, en paradero desconocido desde que los dengues señalaran con el dedo de la suerte sus falsos cupones.¡Dios sabe dónde andará!

Cruzaba la Europa sin mirar a los portales de Las Siete Puertas por temor a encontrarse con los pitañosos ojos de su desconocida madre antes de perderse en el bullicio de la calle Feria.

Pero aquella mañana algo le iba a hacer cambiar su costumbre. Ya por Conde de Torrejón había notado a su alrededor un extraño silencio, como si los corrillos de vendedores dejaran de hablar a su paso y quisieran acompañarle en su camino.

Cuando escuchó el toque de ánimas en San Pedro comprendió la tragedia. Tiró el canasto y corrió hacia el puesto cerrado de señá Rosario. Allí entre hortensias, pensamientos, jazmines y siemprevivas, descansaba en el más terrible de los silencios el cuerpo sin vida de la que sin ser su madre supo darle desde niño su aliento de esperanza.

Aquella noche no se acercó al Rinconcillo donde solía rezar el quinto de gloria por cuarenta céntimos, ni tampoco paró, como era su costumbre, en El Salvador, que no quería agradecer a Dios el haberlo dejado tan solo en el mundo, aquella noche se dirigió callado y frío como el mármol al Café de Silverio, donde sólo cantaban los grandes.

Hasta La Macarrona que cortaba los suspiros sobre la vieja madera del café-cantante paró el revuelo de su cola, y, blanca como la cera, tomó asiento.

Quebró un quejío los espejos de la taberna, de humo negro se llenaron las lámparas, hasta la bautizada manzanilla tristeaba en las verdes garrafas.

Después de abrasar su garganta con el fiero aguardiente de la sangre, “El Gamba” rezó por la señá Rosario el más jondo de los responsos, la más cortante de las seguiriyas.

Nadie lo vio porque todos, esta vez sí, tenían los ojos ahogados en lágrimas y porque ningún flamenco ha querido jamás enfrentarse a la sombra de la muerte, pero cuando el quejío se arrastró temblando en el silencio, una mano invisible secó con pétalos de rosas blancas las amargas lágrimas del cantaor.

8.- LA SORTIJA MACARENA

Había dejado al mayor en la puerta trasera del Palacio de las Dueñas, al mediano en la Casa de Pilatos y al pequeño se lo había llevado con él a la sopa boba de las Cinco Llagas, donde, si no era viernes y acompañaba la suerte, se podía encontrar un tropezón de carne entre los fideos.

En la cansina hora de la siesta, cuando los árboles parecen dibujados sobre el aire, se echó, imaginario tullido, bajo el Arco por ver si tintineaba el cobre entre sus dedos.

Una hora habría pasado sin que se produjera el milagro, cuando, embriagado quizá por el aroma a azahar que lo envolvía, bien es sabido que la flor del naranjo embota los sentidos y afloja las voluntades, dio en fijarse en un ventanuco que porteaba en la parte más alta de la basílica.

Huyendo de indiscretas miradas, pocas había ciertamente pues a esas horas andan los ojos posados en las enredaderas de los sueños, se encaramó como pudo al tejado y los afilados huesos del hambre le hicieron cruzar sin problemas el mínimo vacío de la ventana.

Sólo una vela roja indicaba que desde arriba un ojo triangular le estaba vigilando, se santiguó ante el altar y dirigió su mirada hacia el hermoso rostro de La Esperanza, engalanada ya para su vespertino paseo por Placentines.

Sintió sus ojos heridos por mil irisados reflejos, entre los cirios inmaculados la mano ensortijada de la Virgen parecía llamarlo a su lado. Brillos de esmeraldas, zafiros, topacios...brillos imposibles que le hacían pensar en milagrosos caldos de gallina.

“¡Perdóname!”, susurró al oido de la Macarena, al tiempo que arrancaba las joyas de sus dedos e iniciaba una loca carrera hacia el arrepentimiento. No tardó este en llegar, apenas si había depositado en las manos del perista el sagrado botín, se le anudaron las tripas en el estómago y el más grande de los desconsuelos embargó su conciencia.

Suplicó al punto la devolución de las joyas, se arrastró ante el silencio y el asco del callado usurero, pero todo fue inútil; intentó por las bravas recuperar lo vendido, consiguiendo a cambio una tunda de palos de la que difícilmente iba a olvidarse en su miserable vida.

Se acercaba la hora de la salida y a él le corrían hormigas por las entrañas. La gente se arremolinaba en torno a la Iglesia, los “armaos” pasaban haciendo ondear sus penachos de pluma, la Niña de los Peines aclaraba su voz en los rincones del alma, los Hermanos Mayores recorrían una y otra vez la puerta de la basílica, todos los ojos de los cofrades parecían acusarle desde su misterio de terciopelo. De pronto cesó el jolgorio y se escuchó clara la voz del capataz “¡A esta es, valientes! ¡Al cielo con ella! “

Crepitaban los cirios... olía a jazmín, a menta, a incienso, a cera virgen. La Señora salía lenta, majestuosa, solemne y triste. Pastora Pavón inició su saludo de amor y pena y una saeta de fe se clavó en los corazones de todos los presentes.

El no quería mirar, tapó sus ojos con las manos dejando entre sus dedos un pequeño resquicio por el que observar la herida de su sacrilegio.

Cuando frente a donde él se encontraba pasó la imagen buscó sus ojos para pedirle perdón una y mil veces, pero ella parecía mirarle sonriendo; casi sin resuello quiso ver el vacío robado de sus manos...y no lo encontró, entre las nubes de incienso un milagroso reflejo de esmeraldas, zafiros y topacios le bendecía.

9.- EL NEGRO BARTOLO

Aunque no está probado y difícilmente a estas alturas podría hacerse, el caso es que decían las lenguas del Postigo, que son como todo el mundo sabe expertas en milagros y brujerías, que era negro no porque en sus venas corriera sangre de esclavos africanos, sino sólo porque se atrevió a mirar los ojos al lagarto de la catedral y este había vengado su osadía lanzándole una saliva abrasadora que había convertido su blanca piel en puro tizón.

Pero todo esto es parte de la leyenda; sólo es cierto, y en esto no hay discusión alguna, ni siquiera con los de la Puerta la Carne que siempre han sido muy celosos de la verdad, que un buen día sin que nadie supiera cómo, aunque sí está más claro el por qué, desapareció Bartolo en los vientos del Prado y nadie lo ha vuelto a ver en las tardes de Feria.

Dicen que apenas amanecía la primavera curtía sus globos de vejiga de cerdo con el viento cálido que salía de las cocinas de San Telmo y los iba guardando para el gran día en el abandonado sótano del Costurero de la Reina, que le venía sirviendo de guarida.

No más llegaba abril y veía a las gitanas arrancar claveles de los arriates del Parque para venderlos en el Real, forraba con coloreadas guirnaldas una pica vieja, que encontró tirada entre las ruinas de San Bernardo, pintaba de añil y sangre las hinchadas vejigas y dirigía sus pasos hacia el Prado con el fin de buscarse la vida o al menos darle largas a la muerte.

De caseta en caseta, entre copa y copa de manzanilla, iba ofreciendo en silencio su mercadería ante la sorpresa de la chiquillos y ante el terror huidizo de las matronas.

Quiso el azar que entre el polverío de la Calle del Infierno, se encontrara con los ojos verdes de una gitana que vendía agua de rosas con una vasija de cobre ¡quien sabe si no sería el mismo diablo!. Tras mirarle un segundo con sus ojos de azufre, y dejando a un lado la manzana de caramelo que devoraba, cogió las negras manos de Bartolo y leyó en ellas su destino: “Tu llegarás muy alto, negro de mis entrañas”, le dijo.

Horas duró el abrazo, segundos el olvido, pues apenas si separaron sus labios y sus miradas siguió ella su camino sin siquiera darle el regalo de un adiós.

Recogió el globero su vistosa pica y, casi sin pisar el suelo, volátil por el recuerdo de los azucarados besos, llegó hasta los mismos pies de la portada.

Quién sabe, ya digo, si fuera por un mal remolino o por la embestida de un levante largo, el caso es que, sin que siquiera se dieran cuenta las adormiladas golondrinas de la Alameda, comenzó a ascender hacia los cielos hasta perderse como un lucero negro entre las nubes.

Desde entonces en todas las plazuelas de Triana y Sevilla canta la chavalería su leyenda: “Bartolo que te pilla el toro que te pilla el toro que te va a pillar. Bartolo se metió en un globo se metió en un globo Y ya no volvió más.”

10.- LA "VELÁ"

Había que alcanzar el jamón antes de que la sombra de la cucaña marcara las doce en el reloj del río, porque de todos era conocido que aquel que lo hiciera tan sólo un segundo más tarde de la hora indicada se convertía en pato de la pileta, grajo de la dársena, mirlo del Parque o en paloma de la Plaza de América, según la necesidad que indicara el Cabildo.

Embadurnados de pez y aceite, llevando como única vestimenta un viejo calzón de lienzo otrora blanco, se arremolinaban los jóvenes ante el pringoso eucalipto que se extendía interminable hasta los mismos centros del Guadalquivir, tronchando sus cuerpos ante las repetidas caidas de los que les precedían en el duro ejercicio de pescar carpas con el enteco costillar.

Pero atizaba más el hambre que el ridículo y aunque sabían de las carcajadas, no solo de los que contemplaban el espectáculo, sino también de los esturiones que desde el seno del río los miraban, allá que se atrevían uno tras otro a robarle metros a la cucaña.

Tres minutos faltaban para las doce cuando, quizá sin saber las normas, y cuando ya ningún indígena estaba dispuesto a cambiar sus hechuras por las de un ave, aun a pesar de sus muchas ventajas, dio en aparecer por allí un extranjero en cuya cabeza más que pelo parecía prender una hoguera, pues tal era su brillo y su color, decidido a intentar la proeza de hincarle el diente al oro de Jabugo.

Metros le faltaban para conseguirlo que más pareciera ardilla que persona y como la envidia suele ser mala consejera, sobretodo cuando va acompañada de la necesidad, comenzó la parroquia a lanzar sobre su colorado cuerpo, con el fin de hacer inevitable su caida, todo lo que encontraban por la ribera: huevos de perdiz, jaramagos, tomates, lagartijas y hasta pequeñas serpientes, que no sólo no le detenían sino que azuzaban la velocidad de su avance.

Pero ¡ah! desgraciadamente el paso del tiempo no tiene marcha atrás y fue así que comenzaron a sonar las horas en el reloj de San Francisco, cuando sólo centímetros le restaban al pelirrojo para lograr su sabroso objetivo.

Apenas si había sonado la última campanada sin que el jamón hubiera caido aún entre sus manos, comenzó a crecer sobre sus hombros un suave plumón blanco, se le fueron acortando los brazos, vaciando las piernas, aguzando los ojos y endureciéndose los labios hasta formar con ellos un pico aflautado y más rosa aún que sus fondillos.

Momentos después, ante el estupor de las autoridades, que nunca a pesar de lo que contaban las leyendas, habían visto metamorfosis semejante, un mirlo blanco inició su sostenido vuelo hacia los frondosos jardines de los Montpensier.

Bien es sabido que no cabe el rencor en el pequeño corazón de los pájaros, pero sí la guasa, por eso todos los años, apenas si la “señá Santana” asoma la cabeza por su velá, el mirlo, revoloteando burlón sobre la cucaña, picotea el jamón ante el famélico griterío de la concurrencia.

FIN
...y colorín colorao

Texto agregado el 28-01-2005, y leído por 883 visitantes. (0 votos)


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