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Inicio / Cuenteros Locales / emmaria / Destino Interrumpido, Capítulo VI

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La acompañaba al igual que la había acompañado él cuando eran un par de pichones que no sabían volar, a excepción de que, ahora, aquel hombre de corpulencia extraña era quien cargaba con la canasta llena de legumbres frescas del mercado; a pesar de haber pasado tanto tiempo desde su partida, no habíanle pasado los años por encima: su piel seguía fresca, aperlada y tornasol; brillante, reflejaba la luz del Sol y exhalaba rayos resplandecientes de luminosidad pura. Siempre había sido la más bella del lugar, la más solicitada e imposible de alcanzar.

La fiesta por el nacimiento del sobrino empezaba a tomar el rumbo de la decadencia. Hubo tanta abundancia durante todo aquel mes de celebración, que el pueblo entero se indigestó por tanta comida repartida y, la que no se comían, la guardaban para después; gran parte de esa comida almacenada ya se había echado a perder a pesar de que la habían salado quienes pudieron para conservarla.

Las amas de la casa, es decir, las seis hermanas casaderas, ella y su madre, se encontraban hartas por tanto bullicio y despilfarre de comida, bebida, espacio y tiempo, además del cansancio que sentían por tanto ajetreo. Todas insistían terminantemente en que la celebración acabase de una buena vez; su padre defendía sus deseos de seguir festejando con el argumento de que, si dejaban la fiesta, tendrían que volver a las labores del hogar; al principio las mujeres habían dudado acerca de regresar al trabajo diario, pero después de dos días más, decidieron poner fin al festejo, inclusive la madre del festejado, arguyendo que no les importaba el trabajo porque, al fin y al cabo, con aquel tumulto de gentes empapadas en alcohol y repletas de comida, trabajaban el doble de lo normal. Fue así como dejaron el escándalo por la paz y ya no mataron más animales ni produjeron más pulque ni mezcal ni tequila, y cada quien se fue retirando poco a poco a sus respectivos hogares porque, al igual que su padre, habían muchos otros amigos, compadres, familiares y parientes que querían continuar en el desastre y la alegría del alcohol, por lo que varios se fueron de la casa hasta siete días después de darse la fiesta por terminada.

Al cabo de todo ese tiempo, ella había pasado sus ratos con aquel hombre tan caballeroso y buen mozo de rasgos esquivos y ajenos, y unos ojos profundos y misteriosos que parecían insinuarle cosas indescifrables y mejor calladas; habíase atrevido a cabalgar por los cerros remendados después del incidente de la niña transparente y espectral del agudo grito penetrante; la manzana mordida en su mano le recordaba la discordia de la serpiente con Adán y Eva y le hacía persignarse cada vez que lo pensaba con un escalofrío que le recorría la espalda, saliendo desde la nuca y llegándole hasta el cóccix.
Pero aquel hombre galante sobre el caballo habíala convencido de cabalgar por aquellos cerros otra vez, después de casi doce años. El atardecer estaba próximo y la primavera se terminaba poco a poco, dando paso al calor, seco al principio y luego mojado, como los pies luego de entrar en un arroyo manso. Cómo habíale hablado acerca de la ciudad eterna donde trabajaba en la industria maderera de la cual su padre era socio: carrozas por todas partes, calles llenas de luces donde se empezaban a ver los primeros intentos de autos, bailes resplandecientes y señoritas de sociedad recién perfumadas y salidas de la niñez; edificios gigantescos e iglesias colosales y abundantes; cosas traídas de todas partes del mundo por personas inimaginables; él era una de esas personas extranjeras y adoptadas por un pueblo que no tenía nada que darle ni nada que ver con el suyo. A pesar de no ser su tierra natal, había vivido en España toda su niñez y ya en la adolescencia habían empezado los tiempos difíciles para su familia. Era un inconfundible turco que había llegado al abundante México asediado por los azotes de la pobreza y miseria en la que vivía. Tanto había trabajado por lograr integrarse a la sociedad y sacar adelante a su familia que contaba consigo y que aumentaba su número periódicamente. Pero quejábase de que la guerra estaba echando a perder todo lo que había logrado con la ayuda de personas que ahora eran repudiadas por haber ordenado un país en desorden, cosa que hubieron logrado con mano dura y tiranía. Eso le preocupaba severamente, porque tenían la culpa de haber hecho cosas buenas por malos medios.

La mayor de sus seis hermanas casaderas, habíase aparecido sin avisar y ahora alineaba su caballo junto al del hombre del ceño quejumbroso y observaba el atardecer rojizo junto con ellos
- No sabía que habían venido aquí - les dijo interrumpiendo la escena y cortando el aire silencioso del momento. Ambos conocían el carácter interventor y posesivo de su hermana y, ya que compartían gran parte de su tiempo, literalmente huían de ella, pues se empecinaba en estar con ellos, especialmente con él, que le rehuia cada vez, sabiendo que lo buscaba con poco más que la palabra “boda” en su mente
- No te dijimos nunca dónde estaríamos - le contestó ella, sugiriendo, obviamente, que no deseaban que estuviese allí
- Disculpa, no quería interrumpir, es que siempre se van y me dejan sola en casa y no hallo qué hacer - dijo su hermana con un aire de desilusión
- Pero si tienes otras cinco hermanas más con las cuales pasar el tiempo - repuso ella ya bastante incómoda
- Lo que pasa es que ya estás desesperada porque nadie se casó contigo con ese carácter hermético que tienes, y ves a un hombre, ¡y en seguida se te alborotan los perejiles!

Ella no sabía qué decir. En efecto, había desarrollado una amistad y una cierta complicidad con aquel turco llamativo, rompiendo con el hermetismo que se había apoderado de ella desde hacía doce años, para dejarle asomarse hacia adentro de ella, lo que no había hecho con nadie más a excepción de él, en el que pensaba cada noche como su inalcanzable sueño sin realizar. El silencio reinó en la escena y su hermana se alzó como ganadora del argumento, sabiendo que ella no podría responder al comentario. El hombre turco se ruborizó y prefirió guardar silencio al igual que su compañera de montura. Justo cuando su hermana decidíase a comentar algo otra vez, seguramente para terminar de avergonzarle, escucharon un ruido, como si alguien pisara la hierba fresca y fuese corriendo; los tres voltearon y vieron a una niña pálida como las nubes con una expresión pasmada, como idiotizada; su hermana y el turco se quedaron perplejos, mientras que ella ya conocía a la niña inexpresiva de los ojos diáfanos; al igual que hacía doce años, un escalofrío le recorrió toda la espalda mientras veía a la pequeña sacar una manzana de su bolsillo y llevársela a la boca, pero pensó que, si la vez anterior nada le había pasado, en esta ocasión no tenía por qué pasarle algo; superó el miedo que alguna vez había sentido al ver aquella escena y lo transformó en curiosidad, esperando por escuchar el grito agudo y perturbante que llegaría en cualquier momento; la niña tragó el bocado de manzana, pero antes de gritar, la miró y su expresión de volvió de repente real, melancólica y compasiva y, como si no quisiera hacerlo, lanzó el grito agudísimo que hizo a su hermana gritar también y al caballo del turco relinchar; su hermana, temblando de miedo, huyó a galope desenfrenado, gritando y llorando como una loca de manicomio; el turco se turbó, en parte, por el grito de la pequeña niña, pero en gran parte por la reacción de la celosa hermana
- No te asustes, no creo que nos haga nada - le dijo ella al turco que parecía muy nervioso y sudaba en frío, mientras trataba de controlar a su caballo que seguía relinchando a causa de aquel grito que parecía no tener fin.
El turco hízole caso y trató de calmarse después de estabilizar al animal sobre el que montaba. El grito cesó de repente. La niña retomó la expresión melancólica que tuvo antes de emitir el sonido sobrenatural y ella pudo distinguir cómo lágrimas salían de sus ojos; parecían perlas rodando por sus mejillas. Entonces la niña dio media vuelta y empezó a caminar cerro arriba, hasta perderse por completo allá por donde se alzaba el gran árbol.
El turco quedó impresionado al notar que ella jamás se turbó por el suceso.
- Ya la había visto antes - le dijo ella después, cuando regresaban por entre magueyes y árboles verdes en los cerros coloridos
- ¿Te cuento un cuento? - le preguntó al turco arenado
- Sí - repuso él, intentando disimular el susto que aún no se le pasaba por completo. Ella empezó a narrar una historia ya familiar:
- Había una vez, en un lugar no muy lejano, una niña que se quedó esperando a su amor, el cual le prometió, antes de partir, que regresaría por ella algún día. Los años pasaron, la niña creció y el amor no volvió, a pesar de que ella rezara todas las noches por que eso sucediera y lloraba con lágrimas que no venían de los ojos, sino del corazón mismo. Casi doce años le esperó y, ya cuando era una mujer… - se detuvo; el turco pudo observar lágrimas que parecían venir desde dentro de su alma. Su caballo también se detuvo, y el turco hizo parar al suyo al percatarse de ello
- … y él nunca regresó, ¿verdad? - le preguntó mientras ella miraba al vacío con la cara enjugada en llanto
- No - le respondió con la voz cortada - nunca regresó y ella… ella ya lo ha olvidado.

Texto agregado el 29-01-2005, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


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