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El hombre es flaco. El invierno tardío parece anidar en sus manos huesudas.
Con una lenta mirada recorre el consultorio frío y despojado.
_...se me caen las orejas… comenta, mientras mira al Dr.Gachet , y a la obesa enfermera. Esta no puede evitar un gesto con sus manos hacia sus propias orejas, y abre los ojos
desmesuradamente.
El doctor no se ha inmutado, mira las pupilas del hombre. Como un cielo con cuervos revoloteando. Iguales a miles de pupilas. Los obreros, artesanos, comerciantes, y artistas
de Arles. Rincón de Holanda. Rincón del mundo. 1889.
_Se le caen…las orejas, repite lentamente el médico.
_Porqué cree usted que sucede eso..? pregunta mientras mira por la ventana que da al patio del Hospital de Arles.
_No sé, responde el hombre, mientras mira hacia un florero con girasoles, que descansa sobre el escritorio; para eso vengo a verlo. Para saber que me pasa.
_Desde cuándo le pasa eso…?
_Desde siempre, creo, responde el hombre como avergonzado. Mi madre recuerda que cuando nací, la partera me tomó de los tobillos para darme la palmada que me hiciera respirar. (aquí la enfermera no puede reprimir un gesto de ternura, mientras asiente)
Y sucedieron dos cosas, termina el hombre, respiré por primera vez en la vida, y se me cayeron las orejas.
(nuevo gesto de la enfermera, que parece estar allí solo para hacer gestos)
El médico sigue mirándolo con expresión neutra, como si observara un campo de trigo con cipreses.
_Vea, le dice, volviendo en sí como de un extraño trance. Lo suyo es bastante particular, casi no sucede hoy en dia.
_Es lo que imaginaba, responde el hombre flaco. _Otro recuerdo de la infancia es en los años escolares…mis compañeros me gritaban…Oreja…oreja! Y yo ya sabía que había perdido algo, y que debía buscarlo en el suelo.
Una vez se me salió la oreja en la bañera, y se fue por el resumidero, cuando mi madre intentaba rescatarla desesperadamente. Recuerdo que tuve que ir toda la semana a clases con una oreja que sacamos de un muñeco de juguete, que, curiosamente, no se desprendió nunca. Cuando la recuperamos, la oreja había estado sumergida tanto tiempo que durante
semanas tuve que soportar un zumbido extraño, que no me dejaba dormir.
Hasta que una noche, el zumbido se fue. Se secó la oreja, pensé… pero no.
Se habia desprendido nuevamente, y como había quedado debajo de la almohada, parece que se la llevó un roedor que dejó por ella la suma de dos florines.
_Qué voy a hacer, doctor..? dice el hombre mientras lleva su mano hacia su cabeza vendada.
_Vea, dice Gachet, por lo pronto no voy a recetarle lentes. Su cara a duras penas contiene la risa que le provoca su ocurrencia, pero al ver que el hombre no la comparte, se contiene.
_Haga una cosa. Dedíquese a algo que le permita tener, digamos, actitudes excéntricas.
_No se…pinte cuadros, regálemelos a mí, y de vez en cuando, envíele una oreja a alguien, puede ser en una caja. El médico no puede reprimir esta vez una sonora carcajada, que comparte la enfermera, mientras hace diversos gestos, y así abrazados,
ríen durante un rato.
Cuando alcanzan a contener esa hilaridad tan propia de los galenos holandeses del siglo
diecinueve, vuelven la vista hacia el hombre flaco. Pero éste ya no está. Se ha ido tan sigilosamente como apareció. En el suelo, como una flor extraña, ha quedado una oreja.
Cae la noche estrellada sobre Arles.

Texto agregado el 10-03-2005, y leído por 333 visitantes. (0 votos)


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