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La mañana de su primer día como estudiante de la universidad se encontró con una joven que al principio le fue indiferente, después le agradó tan sólo por vanidad, de inmediato le resultó desagradable como un dolor intestinal y acabó recordándola con cariño muchos años después. Comencemos esta historia por el principio, es decir, por la indiferencia aquella mañana en que nuestro protagonista andaba despistado busque y busque el aula en que haría las veces de aprendiz de comunicólogo, y acabó dándole un pisotón a una muchacha morena de nariz afilada, guapa como ella sola, a la cual le tiró los libros al suelo y a punto estuvo también de hacerla dar tremendo sentón sobre las baldosas. En un gesto de caballerosidad mecánica que demandaba el agravio, él le recogió los libros pidiéndole perdón con un tartamudeo que ella interpretó erróneamente como de nerviosismo de enamorado espontáneo. Nada más equivocado. A él no le produjo más sentimiento que la vergüenza por haberla puesto en tal guisa. Se apartaron, pues, cada uno a lo suyo pensando ella que ya tenía motivo para que le sacara plática, y él diciéndose pero qué tarugo soy.
Cinco minutos después de esta colisión de cuerpos, nuestro protagonista encontró por fin el aula que le asignaron. Dentro la volvió a ver rodeada de un grupo de jóvenas que se volvieron a verlo cuando ella les dijo algo que dio pie a un coro de risas. Ese fue el primer motivo que tuvo para que la cayera gorda, o para que, en la confusión de sentimientos, sintiera una herida en su vanidad que lo haría caer en la red de la atrapamoscas.
No cayó al principio. Las primeras clases transcurrieron como tal la cosa hasta que a un profesor se le ocurrió integrar equipos de trabajo para hacer las tareas. Les tocó juntos. Más aún, le tocó a él bendito entre las mujeres porque en su grupillo, aparte de él había sólo mujeres y un indefinido que repetía el curso. Le fue fácil, pues, capotear a la torera entre tanta hermosura. (Porque, sea dicha la verdad, sus otras compañeras no estaban de nada mal mirar.) Sí, a esta altura de las cosas él ya se había dado cuenta de que ella quería echarle el lazo, y le acariciaba la vanidad, así que se ensoberbecía y no le hacía caso a la lanzada. Hasta se dio el lujo de picarle los celos. Un día, entre broma y broma de connotaciones sexuales, se animó a besar a una de las compañeras junto a la boca mientras las demás festejaban la ocurrencia y a ella se le apretaban los labios (para esconder los dientes todavía más apretados) y volvía la vista a un lado, toda ella muy seria hasta que de plano conminó a los juguetones a seguir en el trabajo que se debía entregar a la de ya.
Su venganza fue llevarle al novio al día siguiente. Ahora el serio era él, aunque pusiera su máscara de indiferencia feliz ante los besos que con mucha pasión ella le daba al galán que la había conquistado en perjuicio de los más tarugos.
En adelante, no hablaba ella de otra cosa que del novio al que decía querer mucho. Nuestro protagonista, en cambio, no pasaba del flirteo juguetón con las compañeras de equipo, suspirando en el fondo recobrar ese momento de vanidad que para él era saberse deseado por una guapaza que, no importaba cuánta pasión se esforzara por poner en sus declaratorias de novia, besando al galán no hacía sino mirar por encima del hombro a nuestro protagonista nomás para ver qué cara ponía mirándola durante el arrumaco.
Ese escenario sólo tenía dos desenlaces posibles: o terminaban uno en brazos del otro o acababan aborreciéndose. Se cayeron gordos. Luego de varias semanas de indiferencia y ataques de mutua displicencia, una tarde abordaron al mismo tiempo el autobús para irse a sus casas. Ella con una compañera y él con uno de sus cuates. La guerra empezó como ataques indirectos de ella a él, a quien criticaba que anduviera tan camarada de su amigo aquél, sin conocérsele a la fecha ninguna galana, qué raro, ¿no? Pero él nomás la capoteaba riéndose de sus ocurrencias y dándole la sordera de la espalda para que ella no viera la ira que ya se le insinuaba en la cara por ser insultado y puesta en duda su sexualidad a esas horas de la tarde en medio de los otros estudiantes, las amas de casa, uno que otro obrero y hasta un carterista que paraban la oreja en el de por sí incómodo autobús público. Él se bajó del autobús de un rojo subido por la humillación y el coraje. La estrategia de ella fue buena como un golpe contundente que la hizo ganar esa batalla. Al corto plazo, no obstante, fracasó la intentona cuando a él por fin le cayó el veinte de que lo de ella no era más que una forma de manifestar su frustración de seductora. Tanta pasión desbordada en las calumnias mostraba a las claras, a la vista de todos, la calentura que no la dejaba en paz por culpa de ese menso que no se decidía a lanzársele. Pero ahora resultaba ella la humillada por darse a conocer en público y la derrotada al descubrir él las intenciones de la enemiga. Perdió. Si al principio le había sido indiferente, ahora le caía mal ya no tanto por grosera como por pendeja. Sí, él se persuadía de que aquella muchacha gritona era una pendeja que no sabía ya cómo controlar sus emociones delante del objeto deseado. Cómo iba a quererla así. Pero, ¿alguna vez la había querido? No, lo de él era tan sólo vanidad que se regodeaba en ese eterno instante del deseo femenino; era un egoísmo que se acentuaba al verla en los brazos del otro; eran celos de una amante a la que no amaba y que le forjaban la ilusión de una vida sexual común y corriente. No, tampoco era un invertido, pero la inveterada soledad en que se veía inmerso, producto de lo que en ese mismo momento creyó descubrir como misoginia suya, decantada acaso por las múltiples decepciones que se había llevado a lo largo del tiempo con sus exprospectas, le hicieron dudar de la existencia misma de cualquier inclinación sexual. De tanto tiempo que había pasado sin tener una relación seria, no sentía ser un homo ni un bi, sino más bien una criatura asexual, una monstruosidad, si es que existía en verdad un ser despojado de toda pulsión sexual, no ya tanto por la moral y las buenas costumbres como por una condición innata que para él no podía ser más que la prueba de un desarrollo biológico hacia un ser superior o una deformidad glandular.
Pero, ¿no había más que la monstruosidad, incluso mental, para explicar su situación actual? ¿Qué su falta de pasión no podía ser más bien el desarrollo de una espiritualidad en el continuo combate con la tentación? Esa perspectiva le gustó más; le hacía sentirse un héroe en su condición de célibe despojado de todo apetito de la carne, igual de venerable que los monjes tibetanos o los sacerdotes católicos. (No, mal ejemplo.) Patrañas. Bien que le llenaba el ojo aquella morena lanzada de nariz afilada. Lo otro era pura y simple timidez disfrazada de anafroditismo, sólo que no quería verlo así. Más aún, eran las dudas del amante en ciernes acerca del objeto del deseo. Una cosa es desear y otra amar; pero continuamente se confunden ambos sentimientos, y así dice amar quien no hace más que sentir una fascinación por el deseado. Él quería estar seguro de sus sentimientos y, más aún, de los de ella antes de iniciar cualquier romance (y así se quedaba nomás chiflando en la loma). La atracción es un buen principio, pero no es el todo. Lo que se inicia como una calentura momentánea se vuelve indiferencia o rechazo lúcido. Sólo el tiempo puede poner en claro las cosas, sólo en el tiempo puede saberse si una persona ama verdaderamente a otra.
Lo que privó entre ellos durante los meses siguientes, fue la más absoluta indiferencia. Pura rutina que los reunía a la hora de hacer los trabajos de equipo para después separarlos, despidiéndose ambos con la diplomacia con que se tratan las potencias nucleares enemigas. De cuando en cuando se calentaba su guerra fría personal con las patadas de ella por debajo de las mesas. Le encantaban las andanadas de indirectas por el mínimo pretexto y con las cuales sólo quería llamar la atención de él, a quien decía no tomar en cuenta para nada. Pero, bien que se tomaba la molestia de zaherirlo. Y él no hacía más que mirarla venir y ya estaba con un dolor en el vientre que no lo dejaba en paz. Acabó aborreciendo su sola presencia; esa cara insolente y ese cuerpo exquisito que le hacían insoportable el lento transcurrir de las horas universitarias. Por fin llegaron las vacaciones, y luego de casi dos meses sin verse, al reencontrarse en el siguiente semestre escolar, sintieron él que el tiempo había templado los malos sentimientos y ella que ahora sí le importaba un carajo.
No hubo más insultos de ella ni respuestas agresivas de él. En las semanas que transcurrieron mientras promediaba el semestre apenas cruzaron alguna palabra de fría diplomacia. Y así, ese amor que no se realizó parecía ya superado hasta que una circunstancia los aproximó de nuevo.
Les volvió a tocar juntos en una sesión del taller de fotografía para revelar sus rollos e imprimir. Dentro del estrecho laboratorio sólo había espacio para el profesor y cinco estudiantes. Dos de ellos eran nuestros protagonistas, quienes no se hicieron gestos al verse, pero tampoco les hizo gracia compartir el horario y el lugar. Sin embargo, ocurrió lo que no debía ya ocurrir así como estaban las cosas entre ellos. La sesión se inició con el profesor explicándoles a los alumnos cómo romper el capullo de la película fotográfica para extraerla y enrollarla junto con una tira de plástico transparente y luego introducir ambos en el recipiente en que se vaciaría el líquido revelador del negativo. La cosa era a oscuras porque la sensibilidad de la película sin revelar la haría echarse a perder si le daba la mínima iluminación. Ella y él estaban de pie, juntos, cuando el profesor apagó la luz . Él comenzó a hacer lo suyo con el rollo cuando a los pocos instantes ella caminó para atrás, chocó su cuerpo con el de él y, haciéndose tonta, le preguntó quién andaba ahí. Recibió la respuesta sin hacer aspavientos de repugnancia. Una necesidad le sirvió de pretexto para sonsacarle una ayuda amistosa. Le pidió decirle si estaba haciendo bien el enrollado de la película. A oscuras no se veía nada, así que no había forma de saberlo si no era tocando. Él se aproximó hacia donde la había visto por última vez antes de que les apagaran la luz; ella lo tocó en el brazo para recorrerlo palpando con sus finos dedos hasta llegar a la mano de él y llevarla a la suya que sostenía el rollo de la película y el trozo transparente. Por un instante ambos se tocaron las manos como dos amantes furtivos. Los ojos no veían nada, pero los corazones palpitaron con el sentimiento de una reconciliación inesperada. En ese momento se anularon los agravios del pasado; se borraron las diferencias que separan al hombre de la mujer; no hubo ya más el uno enfrentado al otro, sino dos espíritus hermanados por el mismo afecto; la sintonía de dos corazones palpitando el ritmo de la vida y deseando practicar el Kama Sutra. Estaban a punto de darse un beso ahí, en las sombras que les permitían guardar su secreto a los demás, cuando de pronto el profesor les encendió la luz.
A la salida se despidieron como buenos amigos y se desearon felices vacaciones, esperando ambos volverse a encontrar al término de aquel descanso de dos semanas que se les daba en medio del semestre. Él se fue contento de haber hecho la paz con aquella su enemiga de tantos meses que le había amargado la existencia. Viajó a otra ciudad para visitar a la familia, que atribuyó al cambio de aires la desbordada alegría que manifestaba y el entusiasmo para ayudar en las faenas del hogar, él que siempre se había caracterizado por su holgazanería. Tenía motivos. Durante las dos semanas estuvo pensando en ella, su amiga a la que estuvo a punto de besar en lo oscuro. Se lamentó de lo mal que había aprovechado esa oportunidad, así que no le quedó más que el consuelo de que en otra ocasión, en el futuro, no dejaría que se le fuera viva la muchacha. La vida se le presentaba como una situación duradera y llena de oportunidades. En menos tiempo del que pudo haberse esperado, se dio cuenta de que cuando más seguridad tiene uno, más anda equivocado.
Al regresar a clases, no la encontró entre ninguna de sus compañeras. Pensó que se había tomado un día más de descanso. En fin, había que esperar a la amiga un día más con la paciencia que no tenía. Las horas transcurrieron para él con una lentitud exasperante hasta la salida. Ya en su casa, el tiempo no pasó con mayor agilidad, si bien encontró ocupaciones que lo distrajeran. Al día siguiente estaba seguro de que ahora sí iba a verla, pero la ansia de mirar su cara no era lo único que lo preocupaba. Le corroía el nervio por saber qué iba a hacer ella ahora que casi se habían amado. ¿Lo trataría como al amigo al que casi besó en lo oscuro o la muy sangrona iba a desairarlo para volver a la indiferencia anterior? ¡Ay, no!, se gritó a sí mismo al entrar a la escuela, pues ya estaba seguro de que sí, de que ella iba a salir con su pedantería para hacerse la indiferente. De seguro todo había sido una hábil estratagema para embaucarlo y dejarlo como un estúpido. ¡Hija de su madre! "Ni se va a acordar ya de nada, nomás lo hizo por burlarse de mí", se decía el desairado por adelantado, insultando ya a la muchacha a la que atribuía una intencionalidad falaz y artera en su guerra personal. Fue esa una nueva equivocación de la que se arrepintió minutos después al encontrarse a otra de sus compañeras, amiga de ella, con una cara tan apesadumbrada que daba dolor. De un momento a otro se le enteró de una noticia truculenta, de esas que parecen sacadas de la más trillada telenovela. La apesadumbrada compañera le dijo que la amiga no iba a volver ya a la escuela porque el día anterior había sentido un dolor intenso en el vientre que hizo al novio llevarla al hospital, en donde le diagnosticaron una peritonitis que no le atendieron a tiempo y que la mató.
Qué balde de agua fría ni qué nada. Para él la noticia fue como si le hubieran dado un volteón de cabeza para sacudirlo agarrado de los pies. Qué tonto había sido en pensar que mañana nos amanecemos. Quién nos dice si el día nos va a encontrar bien tiesos y que ni cuenta nos vamos a dar de que esto se acabó. La comedia romántica en que se estaba convirtiendo su vida apenas se iniciaba cuando, ¡zas!, le bajaron el telón. Se acabó. Lo que no se hizo ahora, ya nunca se hizo. Dile adiós a tu amor. Recuerda siempre, si te sirve de consuelo, ese momento en que tu mano tocó sus deditos, y que te sirva de lección que cada beso que das o que no das es una oportunidad que no volverás a tener jamás.

Texto agregado el 11-03-2005, y leído por 154 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-07-2007 Cierto!!! naiviv
 
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