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[C:992]

Por lo que recordaba, se había llamado Jaime alguna vez. Quizá había habido algún apellido, pero eso lo ignoraba; quedaba demasiado lejos en el tiempo como para acordarse. Su nombre ya procedía de una época en la que el resto de la gente todavía le hablaba, cuando –según recordaba- aun recordaba algo que ahora ya estaba perdido: una vida, una época, una gente... o quizá sólo dinero. El caso era que en ese momento a duras penas recordaba cómo le habían llamado. A duras penas pensaba con palabras.
Gruñendo, se levantó, apoyándose en la pared rugosa y húmeda, hecha de piedra irregular. Olía a orines. ¿Qué llevaba puesto? Su ropa resultaba pesada, incómoda y sudorosa. Le hacía sentir cansado. Rebuscó en el bolsillo de la gabardina. Se llevó el cartón a los labios y bebió. Antes había tenido un motivo, una voluntad para hacer aquel gesto. No lo recordaba, lo hacía como siempre, como todo.
Tiró el recipiente vacío al suelo. La calle, tortuosa de por sí, se curvaba ante sus ojos de una forma grotesca. Los edificios formaban una especie de túnel oblicuo que parecía querer engullirle en su recorrido irregular y vagamente anguloso. Toda la calle tenía un tinte rojizo, quizá por el farolillo rojo de la casa ruinosa de la esquina, apuntalada con vigas de construcción y redes para la caída de escombros; o quizá porque le sangraban los ojos.
Se arrastró apoyándose en la pared hasta llegar a la esquina. ¿No debería haber allí una plaza? Era igual... Se filtró a través del arco del pasaje mientras la gárgola que decoraba la clave rugía, babeaba e intentaba arrancarle los ojos. No había peligro. Estaba unida al resto del arco por la cola. La miró, ella se lanzó de la clave estirando al máximo su cola y sus brazos con garras de piedra, sin llegar a alcanzarle. El susto le hizo caer al suelo y empezó a levantarse gruñendo de nuevo.
Avanzó de rodillas hasta una nueva esquina y se levantó. Se tambaleó hasta otra. La luz había quedado atrás, pero veía. Estaba a cielo abierto, en un callejón interno. Ese cielo se salpicaba de millones de estrellas móviles que palpitaban, acercándose y alejándose. Entre ellas, la Luna inmensa y redonda del verano giraba rápido a través de todos los sentidos. En sus ojos era roja. ¿Era verano?
**********************************
Era una noche fría y oscura. En el fondo de un callejón una rata inmensa y peluda, con calvas y cicatrices, bebía intranquila el agua pestilente de un charco perenne y verdoso que el suelo supuraba junto al contenedor saturado y sepultado de basuras que nadie había dejado allí. Sintió miedo.
No era cierto. El miedo había estado allí siempre, con él. Lo que había sentido era frío. Un vaho informe pareció salir de entre las bolsas de basura. ¿Se movía algo? ¿Acaso no se movía todo? Creyó oír algo. El miedo empezaba intensificarse cuando tuvo un motivo para hacerlo que le distrajo de la alucinación.
Pasos pesados en la noche.
- ¡Eh, viejo! ¡¿Tienes un trago?!
Por la voz, clara, joven, sobria y malignamente burlona, supo que no quería su cartón de vino. Por instinto, se giró rápido. Su visión alterada no lo soportó. Se tambaleó, intentando ver. A contraluz con la Luna había un monstruo. No era más horrible que todos los que veía últimamente, durante toda su vida; como el tipo del tugurio, el de las orejas puntiagudas. Sabía que los jamones que colgaba tras la barra de su apestoso local eran en realidad cadáveres. ¿Cómo podría no ser un asesino si tenía la lengua tan afilada como los dientes?
- ¡Mendigo! ¡Te hablo a ti! – La voz sonó distorsionada.
No, éste no era más feo que el resto. Se parecía al tipo del tugurio, se parecía a la gárgola del arco. Llevaba una de esas chaquetas infladas y pequeñas. También botas y una cadena. Ahora el miedo apareció con razón. Ya había pasado por esto antes. Sólo era la fuente del miedo de siempre. Sólo le quedaba la vida.
Como siempre. Voz, palabras, gritos y golpes... Golpes. Cayó. Fue empujado. Golpes. Golpes y dolor intenso. Lloraba de dolor, entrecortadamente con cada patada. En un momento fue levantado y lanzado contra las bolsas, que emitieron un quejido de cristal y latas oxidadas.
Le pareció que caía contra un cuerpo vivo. No veía nada. Las bolsas le hicieron rodar como si, bajo ellas, ese cuerpo estuviese emergiendo al aire de la noche. No quería más golpes, no más dolor. Rodó involuntariamente por el suelo hasta quedar boca arriba, con la cabeza apoyada contra una pared. Ahora había dos monstruos.
La niebla roja que era su visión se espesó aun más y todo quedó difuminado mientras se sumía en la inconsciencia al arrullo de golpes y alaridos a su alrededor. Por un momento, todo pareció volverse negro.
******************
Cuando se recuperó no parecía haber transcurrido mucho tiempo. Algo en su interior le impedía quedarse allí tirado. Sólo le quedaba su vida y tenía miedo de sufrir más dolor: quería huir. Tropezando al arrastrarse con las bolsas de basura, tentó hasta encontrar la pared dura, áspera y húmeda, tanto de sustancias fangosas de la basura como de excrecencias viscosas propias. No había pasado mucho tiempo, parecía. El montón de desperdicios aun respiraba ese vaho espeso, recién removido.
Se apoyó en la pared y comenzó a alzarse con punzadas en las costillas contundidas. Jadeó y tosió por el esfuerzo hasta arrojar sangre y fragmentos de un diente sobre sus propias manos. Estaba horrorizado. No podía perder su vida, era lo único que le quedaba.
Al levantar la cabeza se encontró la esquina del contenedor de basuras surgiendo de entre las bolsas podridas a un palmo de su cara. La rata estaba allí. Era enorme, como un gato grande, llena de jirones de pelo, cicatrices y parásitos que correteaban por sus calvas en busca del pelaje protector. Estaba casi erguida, en esa curiosa posición tan simpática de los hámsters y los ratones de laboratorio cuando comen algo sosteniéndolo entre sus patitas. Pero ella no sostenía nada entre sus zarpas rosadas, y la postura le confería un aspecto de inteligencia absolutamente malsano. La más grande de sus calvas, en un costado, dejaba entrever las costillas, que prácticamente emergían de entre la piel sucia, como si la fuesen a perforar y a dejar ver los latidos de un corazón descompuesto.
La sabandija inclinó la cabeza y pareció sonreír, a punto de decir algo. Sus grandes dientes estaban mellados y sus ojos rojos se inclinaban en el rostro impío de la criaturilla, enmarcados por una espesura de pelaje a modo de cejas. La naricilla rosada estaba hecha una buba que ocupaba casi todo el hocico, similar a una sanguijuela enganchada allí. Los bigotes eran de longitud dispar, algunos muy largos.
Levantó el bichejo su labio superior, mostrando los dientes y siseó a modo de amenaza. Era otro monstruo, como el dueño del tugurio, como la gárgola, como el de las botas y como... ¿dónde habían ido? La rata se erizó, chillo y huyó entre la podredumbre. El miedo apareció de nuevo e intentó precipitadamente darse la vuelta. De nuevo cayó al girarse, clavándose algo en el lado derecho del torso. Entre la bruma espesa del callejón pestilente, bajo el cielo de estrellas extrañas y a contraluz con la Luna malvada y roja, avanzaba hacia él una figura. A sus pies un bulto yacía con la cabeza en el charco verdoso donde había bebido la rata: el cuerpo inerte del monstruo de las botas y la cadena.
- Vaya –tartamudeaba- me... me asustaste.
- Lo lamento.
La voz sonaba grave y tranquila, indiferente. Tartajeó de nuevo mientras la figura alta avanzaba otro paso.
- Gracias... ese tipo... quería hacerme daño.
- Ya no lo hará – sus botas relucientes repicaban con cada paso que avanzaba sobre los adoquines.
- Ya... ya estoy bien... gracias... puedo seguir solo... de veras...
- No iba a ayudarte.
Los ojos se le abrieron involuntariamente mientras un escalofrío de terror intentaba recorrer su espalda. Incapaz de levantarse, se arrastró hacia atrás entre los despojos sin dejar de tartamudear mientras las botas seguían repicando sobre el suelo.
- Eh... gracias... tío... no vas a hacer nada... no te acerques... ¿qué haces?
La respuesta fue desapasionada. La figura parecía sonreír entre las sombras y sus ojos, emitir un reflejo anaranjado.
- Voy a matarte.
***********************
La gárgola del arco salió volando, espantada por los chillidos que subieron del callejón. Un joven alto, delgado y con botas se marchó tranquilamente silbando una canción mientras una rata inmensa como un gato grande presidía a sus hermanas en un festín providencial.

Ulises Grant.

Texto agregado el 04-12-2002, y leído por 489 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-01-2007 La historia que explicas no me ha gustado pero me entristece pensar que refleja una situación real que es más habitual de lo que pensamos. Goldmoon
04-12-2002 Soy consciente de que puede resultar poco agradoso... de tanto en tanto empleo valores invertidos en construcciones meramente estéticas... mis disculpas por eso que, por otra parte es perfectamente intencionado. UlisesGrant
 
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