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Inicio / Lista de Foros / Literatura :: Talleres / Rincón del lector IV - [F:9:13247]


rhcastro,30.03.2023
remos,27.03.2023
El recuerdo no fue suficiente
Carmen Amelia Pinto (Colombia)

Llegué al pueblo la primera tarde de mayo. Pregunté por él en las primeras casas que hallé a mi paso y me dijeron que vivía lejos, solo y resignado, y que hacía más de cinco años que no venía al pueblo. Volví a montar mi caballo y me encaminé hacia allá. Debía ir, porque a eso había venido.
La noche comenzó a llegar y las tinieblas ponían barreras en mi camino, que mi caballo, valiente y acostumbrado, derribaba con facilidad.
Llegué en la madrugada. Divisé su casa con las primeras luces del día: pequeña, metida entre grandes árboles, silenciosa y semidestruida. Bajé de mi caballo y toqué a la puerta. Nada. No respondieron. Entonces lo llamé por su nombre muchas veces, pero sólo recibía respuesta del eco de mis palabras.
Decidí romper la puerta para ver lo que pasaba adentro. Así lo hice, y el desconcierto y el terror se apoderaron de mi alma, porque de él sólo quedaba un esqueleto.
Cubrí sus huesos con una sábana y me marché de allí satisfecho, porque el disparo que había hecho en la oscuridad hacía cinco años, había dado en el blanco.

remos,28.03.2023
La inutilidad de dar consejos
Fernando Pessoa

Yo no aconsejo. Colecciono sellos. Para dar consejos, es necesario estar completamente seguro de que los consejos son buenos y, para eso, es necesario estar seguro (de lo que nadie en absoluto lo está de estar en posesión de la verdad. Y luego es necesario saber si esos consejos se adaptan al individuo al que se le dan, para lo cual es necesario conocer toda su alma, lo que casi nunca es posible. Y también hay que tener en cuenta que el modo de dar consejos debe adaptarse exactamente a aquella alma; se aconsejan a veces cosas que no quieren que se hagan para que, combinadas con elementos del alma aconsejada, se obtenga el resultado que se desea. Sólo la gente muy ingenua da consejos.

remos,28.03.2023
Nota. En vez de esa cara amarilla debe estar el cierre de paréntesis. quizás algún heterónimo bromista...

 
MCavalieri,31.03.2023
"Sensini" de Roberto Bolaño.
(Llamadas telefónicas, 1997)



La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
 
remos,02.04.2023
Julio Cortázar
Cortísimo metraje

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del autoestop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse.
 
remos,06.04.2023
María Luisa Bombal: crónica de la desilusión
Por Alejandra Costamagna
Letras Libres, Mayo 2002

El cruce entre vida y obra en la escritora chilena María Luisa Bombal es palmario: personajes como la mujer anónima de La última niebla, como Brígida en El árbol y, sobre todo, Ana María en La amortajada, traducen con delicadeza ciertos fragmentos de su existencia. De una existencia marcada por la intensidad, el arrebato y la pasión. El abandono, la ruina delos afectos y el amor esquivo son motivos centrales en la narrativa de la autora. "¿Por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?", escribirá en "La amortajada". Y estará aludiendo, sin duda, a sí misma. A su propio eje: Eulogio Sánchez.

La historia de este cimiento emocional comienza con la llegada de la autora a Valparaíso en 1931 a bordo del transatlántico Reina del Pacífico. Con 21 años, 1.62 centímetros de estatura y menos de 50 kilos, la pálida muchacha de flequillo recto mira todo con curiosidad. Desde la cubierta del barco divisa a su madre, la viuda Blanca Anthes; a sus hermanas menores, las mellizas Blanca y Loreto; y al distinguido Eulogio Sánchez, piloto, ingeniero civil y amigo de la familia. "Es raro que un amor humille, no consiga sino humillar", dirá la protagonista de "La amortajada" años después. Pero entonces la muchacha que viene de París, donde ha pasado los últimos años estudiando literatura en La Sorbonne, no prevé ninguna tragedia.

El romance comienza de inmediato. María Luisa se enamora perdidamente, hasta que una tarde Sánchez confiesa que es casado y, aunque está separado de hecho, asegura que eso dificulta su incipiente relación. Las cosas se enfrían. Ella lo espera cada tarde junto a sus hermanas y a su madre, sentada en el sofá de la calle Catedral, como una novia clandestina. Por esos días nace su amistad con Pablo Neruda, quien la apoda "Abeja de fuego". Con él y otros amigos se reúne frecuentemente en el Venezia y en el café Mozart. En su cabeza comienzan a ordenarse los primeros apuntes de lo que más tarde serán relatos. Pero, perforado en su alma, está Eulogio. María Luisa vive dos mundos: la algarabía del ambiente literario y el vértigo de este amor no correspondido.

Veinte meses dura la relación amorosa. El derrumbe tiene una fecha precisa. Eulogio ha invitado a cenar a las tres hermanas Bombal. Al llegar, María Luisa se dirige silenciosamente al escritorio del anfitrión. Revisa sus papeles, hurguetea y abre cajones hasta que encuentra unas fotografías de otra mujer. Junto a ellas divisa una pistola. Sin pensarlo, apunta a su cabeza y luego al pecho, y de un minuto a otro retumba la pólvora y penetra en su hombro izquierdo. El relato de "La amortajada" recreará luego su testimonio: "Saqué el arma de la manga de mi abrigo, la palpé recelosa, como una pequeña bestia aturdida que puede retorcerse y morder. Con infinitas precauciones me la apoyé contra la sien, contra el corazón. Luego, bruscamente, disparé contra un árbol. Fue un chasquido, un insignificante chasquido (...) ¡Ay, no, nunca tendría ese valor! Y sin embargo quería morir, quería morir, te lo juro".

Las mellizas escuchan el disparo y corren a asistir a su hermana. Eulogio simula cercanía y la cobija entre sus brazos mientras dura el reposo. Ya entonces lo ha decidido: la relación debe morir. María Luisa intenta programar el olvido y emigra a Buenos Aires, donde se aloja en una pensión. Con una foto de Neruda clavada en el muro, comienza a escribir y a beber. Alcohol, escritura y euforia marcan su jornada. Ella no quiere estar triste, pero sus personajes la conducen solos por las crónicas de la desilusión. "De qué se queja, ella, que lo ha tenido todo. Amor, vértigo y abandono", escribe. Y de a poco se va dejando cautivar por la amplitud de las calles porteñas y comienza a relacionarse con lo más granado del ambiente artístico local. Así aparecen Federico García Lorca, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y su querido Georgie (Jorge Luis Borges). Y una noche aparece Jorge Larco, pintor, sensible como ella, con quien comparte íntimamente los códigos del oficio.

A los 24 años María Luisa Bombal parece estar en su mejor momento: publica su primera novela, La última niebla, y es celebrada por la crítica como una de las voces más audaces y talentosas de la escritura femenina contemporánea. Las noticias desde Chile la inquietan: se entera de que Eulogio Sánchez ha emigrado a Estados Unidos y de que su madre está mal de salud. Aunque su refugio emocional está en las letras, la relación con Larco comienza a fortalecerse. O eso cree ella. Con la vista torcida no recae en que esa pasión es imposible, porque Larco, el confidente, no es el amante: el pintor es homosexual. Pero a los dos les sirve esta pantalla: ella oculta la sombra eterna de Sánchez y él disfraza sus preferencias sexuales. Entonces deciden casarse. Y así se encuentran un día, una noche, en un departamento de la calle Juncal mirándose sin saber qué decirse, agotados tempranamente de esa unión fraternal.

La ruptura con Larco se precipita. La mayoría de los amigos comunes solidarizan con él. María Luisa vuelve a la pieza solitaria y se refugia otra vez en las letras. En 1938, bajo el sello de editorial Sur, nace La amortajada. La crítica la consagra. Alone, en Chile, la cataloga como "una princesa de las letras". Con una prosa poética delicada y precisa, la novelista relata en este libro la historia de Ana María, una mujer que durante su propio velorio revisa minuciosamente su existencia, mientras observa el comportamiento de los vivos que la visitan.

Eufórica con la escritura, al poco tiempo conoce al médico Carlos Magnini, un hombre viejo, culto y adinerado. Ella busca paz, no pasión. Comienza un nuevo vínculo, pero de inmediato afloran los celos provocados por el fantasma de Eulogio Sánchez. "¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión! ¡Cuánto se lucha por el pasado en lugar de olvidarlo!", ha escrito en La amortajada. Magnini juega su última carta: está dispuesto a financiarle un nuevo viaje a Santiago. Es sólo un modo de apaciguar la irritación, argumenta, una tregua. Y ahí está la escritora, con dos novelas y diez años después de aquella mañana en el Reina del Pacífico, en la losa de un aeropuerto.

En Chile enferma de difteria y en la cama se dedica a leer. Una mañana el matutino la golpea: es una fotografía de Eulogio y señora en las páginas sociales. El piloto regresa al país luego de unos años de residencia en Estados Unidos. "No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya", ha diagnosticado en su ficción. María Luisa intenta no afectarse y llama a Magnini a Buenos Aires. No alcanza a emitir ni una palabra; él se adelanta con un nuevo disparo: le dice que se ha casado hace quince días con una muchacha alegre.

La fotografía de Eulogio y la traición de Magnini se cruzan en un mismo dolor. La escritora se pierde. Da con el número telefónico de Eulogio, indaga su ruta cotidiana con suma exactitud y planifica. Elige el céntrico hotel Crillón como punto estratégico. El día escogido, 27 de enero de 1941, ordena que le suban un cointreau a su habitación. En su garganta se atasca el aire pesado. La ventana del Crillón anuncia el movimiento callejero como si fuera la pantalla de un cine. Y en medio de la tarde lo ve: Eulogio camina moviendo las caderas igual que una marioneta. De golpe, la autora se encuentra tras él con sus brazos horizontales apuntándolo, pensando en matar así a su mala suerte, y luego escuchando el ruido seco que provocan sus tres disparos. Eulogio cae frente a ella. ¡Yo fui, yo disparé, aquí estoy!, grita orgullosamente. Pero la puntería ha fallado y Eulogio sólo está herido. A él lo llevan en una camilla y a ella en un carro policial.

Tras cuatro meses de reclusión, queda en libertad. Se considera que ha obrado con la facultad mental alterada. "¿Quieres saber qué significa ser escritor?", le dice una tarde a su amiga Sara Vial. "Una sola palabra: sufrir". Entonces sigue escribiendo, se traslada a vivir a Estados Unidos, no deja de sufrir. Su último marido es el conde de Saint Phalle, un hombre 25 años mayor que ella. María Luisa padece de un cuadro serio de alcoholismo. Cuando el conde muere, en 1972, regresa a Chile. "De qué me sirve ser autora de La amortajada cuando mi desesperación es tan grande. Nunca tuve tino en el amor. Ése es un hecho. Al enamorarme perdía un amigo y lo reemplazaba por una tragedia", se lamenta. Es probable que, al enterarse del fallecimiento de Eulogio Sánchez en un accidente aéreo, se regocijara. Pero ya es tarde: a María Luisa Bombal se le fue la vida torturándose con ese primer amor. El 6 de mayo de 1980 un coma hepático la fulmina y muere sola, a las tres de la madrugada, en una pieza del Hospital Salvador.
 
MCavalieri,12.04.2023


Carbúncula. Aurora Venturini.



Carbúncula Tartaruga sale al anochecer apoyada en sus gruesos bastones de madera durísima, acaso sea roble. De otra manera, esos soportes se hubieran doblado y hasta se hubieran quebrado, tal la enormidad seudohumana de la usuaria, porque Carbúncula es inmensa. Carbúncula es torpe en su manera de caminar, lentísimo. Tan lento…

Avanza con tal lentitud que se dijera desliza como los caracoles y las babosas. Deja tras de ella un lampo blanquecino y fofo.

Viene con su resbaloso modo susurrando algo ininteligible. Asegura que reza. No aclara a quién dirige su oración. Carbúncula nunca aclara nada a nadie; es sombra redonda, robusta, olorosa, inquietante de sí misma. Resulta horrenda, pero se acepta, ella lo hace, con aparente goce y satisfacción.

“Porque yo”, así comienza sus chácharas feas.

Digo feas porque son en contra de alguien. Ella, según ella, es perfecta y no habrá juez que se atreva a juzgarla “porque yo”; y ahí terminan la teoría, la tesis y la conclusión.

Lleva grabadores en todos los bolsillos de sus chaquetas y, en su casa, los hay hasta en los árboles del parque.

“Porque yo sé de vos más que vos misma”, repite al oído temeroso de aquellas mujeres a las que ella supone amigas.

Alguna, remisa, intentó zafarla: “Pero yo le hice escuchar una grabación”. Siempre procede de tal suerte.

Se viste con la ropa de hombre que heredó de su papá, un ser tan raro como ella. Aseguran que Carbúncula mató a su mamá.

En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al mundo.

Vive sola en la mansión de habitaciones barrocas, muebles barrocos, cuadros y estatuas.

Tiene la casa un altillo al cual se sube por una escalerilla caracol de hierro, ya muy herrumbrado. Suele alquilarlo, pero los inquilinos duran poco.

En su cocina mugrienta, cocina potajes y sopas. A veces, compra las vituallas y entonces se sirve a sí misma en el comedor muy barroco, y tanto que en cada uno de los motivos florales o rostros hay tierra apelmazada por añares. Cuando la mugre invade, ella acude a una sirvienta a quien paga unos pesos por hora. En mis momentos de gran melancolía, me he interrogado a mí misma por qué las sirvientas que lo fueron de Carbúncula, jamás han contado aquello que les borró las ganas de ofrecerse para trabajar afuera o con cama adentro.

Y yo inquirí a más de una.

Y más de una exclamó: “No me haga hablar, por favor”.

Ninguna quiso contar.

Las paredes de la mansión Tartaruga están tapizadas de libros. Posee tantos libros, uno al lado del otro, inmóviles, con esa inmovilidad confesa de los objetos que aseguran que no han sido tocados nunca. Se ve que no lee.

Mira los cuadros con las caras y hasta la cintura, al óleo, de sus antepasados, y resuella. Ella supone suspirar…, pero no.

Las piezas, seguiditas, forman como una vía de ferrocarril interminable. No es posible contarlas. En la mansión, la monstruosidad elude cualquier logística.

Hay un baño; en él hay una bañera no instalada.

Adentro de la bañera, hay trastos inservibles: ropa, palanganas y escupideras desfondadas, zapatos antiquísimos, sombreros, etc.

Junto al inodoro, un balde.

En el pequeño mueble de toilettes, botellas y botellitas semivacías, cisnes, talqueras, rouge rojísimo, peines, peinetas, cajas y cajitas. Un baratillo cojo y enloquecido.

Diseminados por los pisos se ven comederos con yuyos, con agua, o vacíos y volcados.

Andando por los numerosos pasillos y corredores uno encuentra percheros con capas tejidas, bufandas, chales y chalinas; collares de perla, de vidrio, de madera, de metal y de otros materiales que parecen extraplanetarios. Penden desde los techos abovedados arañas de caireles y de bronce.

En la mansión Tartaruga, aunque sobran luces eléctricas, una oscuridad sofocante resulta invencible.

Algunos pasillos denotan no haber sido transitados por siglos.

La vitrina de los frascos de perfume lleva al transeúnte a exóticos interiores africanos y parisinos, a un mismo tiempo. Pachulí y Coty, se confunden en ardiente abrazo.

La puerta principal, de hosca madera tosca, agrede a quien intente oscilar la campanilla que alerte su presencia.

Esa puerta, cerrada, ahoga; abierta, muerde.

Las portezuelas, a su vez, son agresivas. Baten un no se sabe qué, peligroso y cruel al entrarsalir, al salirentrar.

Igual ocurre con las ventanas y con los balcones. Quienes construyeron esta gran casa adoraron los pisos de laja.

Por las hendiduras de lajas circulan las tortuguitas recién nacidas, los bebétortuga, los nenes y las nenas.

Cuando viene de un paseo por la ciudad, Carbúncula observa el piso de hendiduras a fin de no aplastar a un bebitotortuguitapobrecito; hijitomíoadoradorubiecito… venga con mamá.

Un esfuerzo descomunal le significa agacharse para levantar a uno de los pergenios.

Lo hace resollando aunque ella supone que suspira un bello romanticismo. En cuanto al amor a las tortugas, es bien sincero…

A veces, conversa con su hijito, el rubio, y yo he comprobado durante una visita al caserón que el rubio le contesta.

Es una respuesta amorosa de boca de víbora doméstica, aunque sin voz.

Casi olfateando las lajas con su nariz picuda, camina hacia la cocina. Agarra varias hojas de lechuga, las troza y va distribuyéndolas nido por nido, puesto que las quelonias madres ocupan nidos en las oquedades de los cimientos de los patios.

Las escenas de la casa extraña, aunque espantosas, deslíen un sopor tierno como de neblina del viejo Londres.

Ella vigila el connubio de los quelonios apareados en tremebunda y estertórea bulla de aserradero.

Carbúncula vive al mismo tiempo el tiempo de coyunda de los córneos caparazones.

“Vamos… vamos…”, aúlla cuando él la sube a ella; la dueña se ha levantado la pollera y bajado el calzón y acciona en su vulva tormentosamente: “Basta… basta…”, aúlla aún.

Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las tortugas del esfuerzo y del orgasmo.

Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos cortitos no ha podido romperse el himen.

 
ValentinoHND,14.04.2023
También voy a postear un cuento de escritores a los que la vida no les ha hecho justicia. El siguiente cuento es de un escritor hondureño que me recuerda mucho literariamente a Guy de Maupassant. El cuento se llama "La Limosna":

Horrendo espanto produjo en la región el mísero leproso. Apareció súbitamente, calcinado y carcomido, envuelto en sus harapos húmedos de sangre, con su ácido olor a podredumbre.

Rechazado a latigazos de las aldeas y viviendas campesinas; perseguido brutalmente como perro hidrófobo por jaurías de crueles muchachos; se arrastraba moribundo de hambre y de sed, bajo los soles de fuego, sobre los ardientes arenales, con los podridos pies llenos de gusanos. Así anduvo meses y meses, vil carroña humana, hartándose de estiércoles y abrevando en los fangales de los cerdos; cada día más horrible, más execrable, más ignominioso.

El siniestro manco Mena, recién salido de la cárcel donde purgó su vigésimo asesinato, constituía otro motivo de terror en la comarca, azotada de pronto por furiosos temporales. Llovía sin cesar a torrentes; frenéticos huracanes barrían los platanares y las olas atlánticas reventaban sobre la playa con frenéticos estruendos.

En una de aquellas pavorosas noches el temible criminal leía en su cuarto, a la luz de la lámpara, un viejo libro de trágicas aventuras, cuando sonaron en su puerta tres violentos golpes.

De un puntapié zafó la gruesa tranca, apareciendo en el umbral con el pesado revólver a la diestra. En la faja de claridad que se alargó hacia afuera vio al leproso destilando cieno, con los ojos como ascuas en las cuencas áridas, el mentón en carne viva, las manos implorantes.

— ¡Una limosna!— gritó — ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!

Sobrehumana piedad asaltó el corazón del bandolero.

— ¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!

El manco lo tendió muerto de un tiro exclamando:

—Esta es la mejor limosna que puedo darte.

 
ValentinoHND,14.04.2023
El escritor es Froilán Turcios.
 
Yvette27,14.04.2023
Escalofriante relato.Muy impactante. Buscaré otros ccuentos de Froilán Turcios, gracias
 
paulasol,14.04.2023
Wow, que siniestro relato, mucha crueldad o compasión tal vez ante tragedias inenarrables.
 
remos,14.04.2023
El barco
León Tolstói

Estamos aquí como pasajeros en un barco muy grande cuyo capitán tiene una lista que nosotros desconocemos, y que indica dónde y cuándo debe hacer que desembarque cada uno de los viajeros. Mientras no nos hacen desembarcar, lo único que podemos hacer es, observando la ley establecida en el barco, intentar pasar el tiempo que nos queda con nuestros compañeros de viaje.
 
Mialmaserena,14.04.2023
Excelente.
 
Mialmaserena,14.04.2023
Metáfora perfecta de la vida.
Gracias.
 
remos,15.04.2023
En la película Pascualino Sietebellezas, de Lina Wertmüller, el protagonista, un genial Giancarlo Giannini, preso en un campo de concentración, se embarca en una relación sexual con una enorme comandante del lager. Aunque la escena es patética, a nadie se le ocurre condenarlo. Satisfacer a la mujerona uniformada, aunque repugnante, no constituye una afrenta a su virilidad. En cambio, cuando Pascualino descubre que una de sus hermanas en medio de las necesidades de una Italia empobrecida por la posguerra, se acuesta con hombres por dinero, se desespera y mata al proxeneta. Eso es lo que lo lleva primero a un manicomio para escapar de la pena de muerte, a alistarse en el ejército, desertar y, finalmente, a un campo de concentración nazi.
El prisionero es obligado por la comandante a ser alimentado por ella antes de llegar al clímax. «Primero comer, después, sexo. Si no hay sexo, kaput». Después, le dice «Me das asco. Tu ansia de vivir me da asco. No tienes ideales. Has encontrado la fuerza para tener una erección, por eso vas a sobrevivir». La mujer lo denigra todavía más. Lo pone a cargo de su pabellón en el campo y le ordena que elija seis hombres entre sus compañeros para ser ejecutados. Si no lo hace, matarán a todos.

En medio de la matanza, su amigo Francesco no soporta más, y grita:

«¡Cerdos, asesinos!» Los guardias van a asesinarlo, pero la comandante los detiene, y le ordena a Pascualino que le dispare. Francesco lo alienta a hacerlo. «Es mejor que lo hagas vos, que sos un amigo». Francesco elige morir, Pascualino, sobrevivir a cualquier costo.

Wertmüller, en un tono tragicómico magistral, muestra la degradación de Pascualino, cuyo sistema de valores entra en caída libre a partir de un hecho anclado paradójicamente en su concepto del honor: el asesinato del explotador de su hermana.
Pascualino se hunde al extremo. Wertmüller pone en boca de la comandante germana las palabras clave. Es real, su instinto de supervivencia no conoce límites. Y por eso lo condena, haciéndolo llegar al extremo de matar a un amigo para seguir con vida.
A pesar de la profundidad del film, la escena del prisionero, enclenque, trepando por el inabarcable corpachón de la mujer que tiene que satisfacer sexualmente a cambio de su vida, quedó en el imaginario social machista como una «picardía». La escena, podría decirse, se «comió» la película.
Perduró en la memoria la habilidad del buscavidas Pascualino que se las ingenia para vivir usando su virilidad. Es un hecho simpático, un acto de viveza envidiable. Merece un aplauso. Aun desnutrido, consumido, ¡puede montar sobre la comandante alemana con su miembro erecto! ¡Es un verdadero macho!
Casi nadie recuerda su proceso de degradación, la escena en la que le dispara a su amigo ... Nadie reflexiona qué quiso decir la Wertmüller cuando muestra que al volver a su casa, Pascualino, el que se decía un «hombre de honor», descubre que todas las mujeres de la comarca se han prostituido para sobrevivir. Pero ya no importa, él también se ha corrompido. Toda la sociedad europea quedó marcada por la experiencia concentracionaria, pero no resulta tan pregnante ese mensaje, porque nos reímos de la alemana y Pascualino ...
Si entre los represores argentinos hubiera habido más mujeres, y algún detenido-desaparecido varón hubiera mantenido relaciones sexuales con sus captoras, la reacción social hubiera sido: «¡Qué pillo, cómo sedujo a su guardiana para obtener una mejor situación!» Pero la cultura machista predomina, y la mujer, en una situación similar hipotética, es condenada.

(Miriam Lewis - Putas y guerrilleras)
 
sin,15.04.2023
¿Escalofriante? ¿Siniestro? ¿Metáfora perfecta? Jajajajaja. Con razón son tan pésimos escritores: son pésimos lectores. Cualquier tontería los impresiona.
 
cafeina,15.04.2023

es un tema difícil ese, remos
me recordaste la trilogía de Auschwitz de Primo Levi
más allá de la polémica de si es real o no lo que cuenta, porque se ha dicho que él no estuvo en los campos, recuerdo el final cuando menciona a una muchacha que necesita tener sexo con todos, lo describe como un hambre de sexo de todos los hombres
esto ocurre cuando los nazis abandonan el campo y hay varios días de desconcierto y sin opresión nazi, en pocos días más llegarán los rusos, y los prisiones están sueltos, recorriendo el campo y tratando de seguir sobreviviendo

nadie la juzga, nadie le contrapone valores morales, nadie está capacitado para decirle qué hacer a alguien que pasó por esa experiencia y sobrevivió
no importa que sea mujer, el infierno que vivieron los igualó a todos


 
MCavalieri,19.04.2023

El jardín de los monstruos magnetofónicos. Alberto Laiseca.



Dionisios Kaltenbrunner fue el primero, en realidad, que inició estudios serios sobre plantas magnetofónicas. En una sección del campo de concentración que rigió durante breve lapso (nueve meses: el tiempo de la gestación), hizo instalar un pequeño jardín botánico y dio orden de que los interrogatorios, así como las vivisecciones de prisioneras o los experimentos científicos más exuberantes, tuviesen lugar en dicho jardín para que las plantas los oyesen. Además las sesiones fueron grabadas y, posteriormente, día y noche se las volvían a hacer escuchar a dichas plantas; así, en esa forma, les ocurriría lo mismo que alas gallinas, las cuales ponen más huevitos si oyen música clásica.
Los representantes del reino vegetal, terminaron por volverse magnetofónicos también ellos, y ya tenían las cintas magnéticas grabadas dentro suyo, por la ley de la equivalencia energética de los diferentes y comunicados sistemas mágicos.
Paralelamente a todo ello dieron a las plantas alimentos especiales para que sus savias corriesen más rápido; tal era idéntico a grabar a mayor velocidad: si aumenta el número de vueltas de la cinta por unidad de tiempo, más precisa obtenemos la voz; esto es: al incrementar en la savia el número de señales que se correspondiesen con sonidos —al agregar nuevas medidas[8]— agigantaríase la precisión de lo escuchado por ley de errores de Gauss.
Así pues las plantitas, ya vueltas francamente magnetofónicas, proferían en medio de sus deleitados chillidos todo lo que les habían enseñado. Innecesario es decir, cada día estaban más altas y gordas, y los frutos jugosos, enormes y magníficos; hasta en las que tradicionalmente no los ofrecían, por su particular especie. Como los olmos, por ejemplo, que antes no daban.
Tuve una sola oportunidad para observar el meritísimo jardín del Teknocraciamonitor de las I doble E Dionisios Kaltenbrunner, aquel bienhechor. Yo le había rogado mucho; hasta el cansancio de ambos, lo reconozco: «Pero mi Teknocraciamonitor…». «Yo sería tan feliz si usted…». Por fin accedió, aunque no de la manera que yo imaginaba.
Furioso ante mi insistencia, extrajo de su uniforme una tenaza de enormes dimensiones. Me puse lívido. Comprendí al momento que se disponía a privarme de mis pudendos testiculines. No pude impedir que mi mano derecha descendiera en supuesta defensa, sobre la zona en litigio. El subconsciente, a veces es tonto y nos descubre.
Me equivocaba sin embargo y por suerte, ya que su intención no era la imaginada. No obstante esbozó una leve sonrisa al ver mi gesto automático y por un momento dudó. Para mi dicha su decisión consistió en no dejarse influenciar, ateniéndose a su primera idea: apretar con ferocidad y tenaza, una de mis orejas.
Así, en tan incómoda posición, fue llevándome —sin reparar en mis gritos y tropezones—, a dar con gran velocidad una vuelta por el lugar. Cada tanto me obligaba a detenerme ante una de sus preferidas, sin por ello soltarme, al tiempo que farfullaba «¿La ve? ¿la ve?», o si no: «¿Le gusta? ¿le gusta?» y, siempre con su tenaza enganchada en mi oreja, nos trasladábamos hasta la próxima acompañando el paseo con bofetadas, testarazos y cachetes, que aplicaba con su mano libre; o bien, cada tanto, recibía el homenaje de un disciplinario hecho con alambre de púa trenzado con ortigas, que solía llevar colgado de su cinturón. Cada golpe lo acompañaba vociferando alguna cosa —lo absurdo de las palabras utilizadas, me conmovían más que los latigazos—: «¡Gitanerías!, ¡cosquillas!, ¡embelecos!, ¡arrumacos!, ¡cucamonas y carantoñas!».
Ignoro cómo salí vivo. Pensé que iba a transformarme en magnetofónico a mí también.
Pese a la falta de bienestar promovida por la situación, algo vi y recuerdo. Una parte de las plantas eran altísimas, verdaderos árboles. Había otras diminutas. Todas ellas tenían algo en común: no es que comieran, exactamente —al menos no me consta—; más bien daban la impresión general de poder hacerlo. En los capullos de algunas, observé dientecillos.
Ciertas flores se expresaban mediante enormes volúmenes rojos. Otras propagaban amarillos resplandecientes, entre verdes cristalinos y hojas como agujas. No faltaban las completamente grises, de tonos monocordes, sostenidos y continuos, ausentes de ellas toda presencia terrenal; como si fueran plantas marcianas o de las selvas venusinas.
Vi una especie de maíz, con mazorcas marrones, trilobuladas, surgiendo entre espectrales hojas de terciopelo azul.
Los aromas de todas ellas eran densos, como si pertenecieran a esencias concentradas. Jamás olí nada igual pero, cosa extraña, daban la sensación de algo familiar.
Mucho me habría gustado tomar unas instantáneas, pero esto fue imposible. «Saque fotos; saque, saque», me animaba el Teknocraciamonitor mientras proseguía llevándome de la oreja, transformada a esa altura en salchichón, si tenemos en cuenta su color, olor, sabor y volumen. «Saque fotos». No lo hice pues temí que con tanto traqueteo la imagen saliera movida. En fin. Mala suerte.
Muy condescendiente y ya fuera del vergel, me preguntó el comandante: «¿Desea algo más?». «Sí: irme». Por suerte ese día estaba de un humor excelente y cedió con indulgencia ante mi requerimiento. Incluso me devolvió la oreja.
Ahora la tengo sobre mi mesa, como un pisapapeles; como hizo Stalin con el cráneo de Hitler. Temo que algún día manijeado la confunda con un orejón y me la coma.
Lamentable, la indigestión. Muy lamentable.

 
remos,19.04.2023
María Luisa Bombal

La última niebla
( fragmento )

.....Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detras de la espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento pesar en la atmósfera.
.....La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde , en una punta, nos amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la garganta hasta las sienes.
.... Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra vendrá con nosotros al campo.
.... Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me atrae a los labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por que no puedo dejar de sonreír.
.... Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto cerrado.
.... Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los ojos.
.....-Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?
.....-Haz lo que quieras -murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la cabeza en la almohada.
.....Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar, calle arriba.
.... La tristeza reafluye a la superficie de mi ser con toda violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:
.... -Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periodicos locales. Después de comer me divertiré en provocar pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.
.... Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.
.... No me siento capaz de huir. De huir, ¿como, adónde? La muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.
.... Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas.
.... La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en vaho, baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa, que es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto la cabeza.
.... Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas levemente arqueada, prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago pero envolvente calor.
.... Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de mirarme.
.... Ando, pero ahora un desconocido me guía. me guía hasta una calle estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena enmohecida.
.... Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al extremo de un comedor, empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.
.... Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica. Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.
.... Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. El entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja, simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.
.... Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. El está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.
.... Casi sin tocarme, me desta los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje.
.... Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atras y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!
.... Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a el mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.
.... Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutior en las entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.
.... Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.
.... Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima, casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.
.....Salgo como he venido, a tientas.
.....Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza, remonto avenidas. Un perfume muy suave me acompaña: el perfume de mi enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.
 
remos,19.04.2023
Nota: no sé por qué aparecieron esos peregrinos tres puntos que en el original no estaban.
 
guy,19.04.2023
Dejo este cuento para el pajarito emo (otra vez, sí habida cuenta del gusto espantoso de los demás. La última oración es una maravilla, tanto que me tomé el trabajo de buscar la original.

ENCARNACIONES DE NIÑOS QUEMADOS

David Foster Wallace


El Padre estaba a un lado de la casa poniendo una puerta para el inquilino cuando oyó los chillidos del niño y la voz alterada de la Madre entre los mismos. Pudo moverse deprisa, y el porche trasero daba a la cocina, y antes de que la puerta mosquitera se cerrara de un golpe a su espalda el Padre pudo contemplar toda la escena, la olla volcada en la baldosa del suelo que quedaba justo delante de la cocina y la llama azul del fogón y el charco de agua en el suelo todavía humeando mientras sus muchos brazos se extendían, el bebé con el pañal holgado de pie y rígido mientras le salía vapor del pelo y del pecho y los hombros de color rojo intenso y los ojos en blanco y la boca muy abierta y dando la sensación de estar de alguna manera separada de los ruidos que estaba emitiendo, la Madre apoyada en una rodilla intentando secarlo absurdamente con el trapo de fregar los platos y soltando gritos tan fuertes como los de su hijo, tan histérica que estaba casi paralizada. La rodilla de ella y los piececitos descalzos y suaves seguían en el charco humeante, y lo primero que hizo el Padre fue coger al niño por las axilas y levantarlo del charco y llevarlo al fregadero, donde tiró varios platos y accionó el grifo de un golpe para que corriera agua fría por los pies del niño mientras con la mano ahuecada recogía agua y se la derramaba o bien se la arrojaba sobre la cabeza y los hombros y el pecho, con el objeto de que antes que nada dejara de salirle vapor, y la Madre detrás de su espalda invocando a Dios hasta que él la mandó por toallas y vendas si es que tenían, el padre moviéndose deprisa y bien y con su mente masculina vacía de todo salvo aquello que estaba haciendo, sin darse cuenta todavía de la ligereza con que se estaba moviendo o del hecho de que había dejado de oír los chillidos porque oírlos lo paralizaría y le impediría hacer lo que hacía falta hacer para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan regulares como la respiración y tardaron tanto en apagarse que acabaron por convertirse en una cosa más de las que había en la cocina, algo más que eludir para moverse con presteza. La puerta trasera para el inquilino, fuera, colgaba a medio atornillar de su bisagra superior y el viento la movía un poco, y un pájaro posado en el roble del otro lado de la entrada para coches parecía observar la puerta con la cabeza inclinada mientras seguían saliendo gritos del interior. Las peores quemaduras parecían estar en el brazo y el hombro derechos, el color rojo del pecho y la barriga se fue volviendo rosado bajo el agua fría y el Padre no podía ver ampollas en las suelas suaves de sus pies, a pesar de lo cual el bebé todavía tenía los puños cerrados y chillaba, aunque tal vez ahora de forma puramente refleja y por miedo, el Padre no sabría hasta más tarde que había pensado en aquella posibilidad, con la carita dilatada y venas nudosas abultándole en las sienes, y el Padre no paraba de decir que estaba allí, que estaba allí, a medida que le bajaba la adrenalina y que una furia hacia la Madre por permitir que pasara aquello empezaba a acumularse de forma intermitente en el fondo más recóndito de su mente, todavía a horas de distancia de ser expresada. Cuando la Madre regresó él no estuvo seguro de si envolver o no al niño con una toalla pero acabó por mojar la toalla y envolverlo, lo lio bien fuerte y levantó a su bebé del fregadero y lo puso en el borde de la mesa de la cocina para tranquilizarlo mientras la madre intentaba examinarle las plantas de los pies, agitando una mano en las inmediaciones de su boca y emitiendo palabras absurdas mientras el Padre se inclinaba y ponía la cara delante de la del niño sentado en el borde a cuadros de la mesa repitiendo el hecho de que estaba allí y tratando de calmar los chillidos del niño, pero el niño seguía gritando sin aliento, con un sonido agudo, puro y brillante que podía pararle el corazón y con los labios y las encías granulosas ahora teñidas del color azul claro de una llama baja o eso le pareció al Padre, gritando casi como si siguiera debajo de la olla inclinada y sufriendo el mismo dolor. Así pasaron un minuto o dos que parecieron mucho más largos, con la Madre al lado del Padre hablando en tono cantarín a la cara del niño y la alondra en la rama con la cabeza inclinada a un lado y una línea blanca apareciendo en la bisagra como resultado del peso de la puerta inclinada hasta que la primera voluta de vapor apareció perezosamente desde debajo del borde de la toalla y los padres intercambiaron una mirada y abrieron mucho los ojos: el pañal, que cuando abrieron la toalla e inclinaron a su niño hacia atrás sobre el mantel a cuadros y desabrocharon las lengüetas reblandecidas e intentaron quitarlo se resistió un poco provocando más chillidos y resultó estar caliente, el pañal de su bebé les quemó las manos y vieron dónde había caído realmente el agua y dónde se había acumulado y había estado quemando a su bebé todo aquel tiempo mientras él gritaba pidiendo ayuda y ellos no lo habían ayudado, no se les había ocurrido, y cuando se lo quitaron y vieron el estado de lo que había allí la Madre dijo el nombre propio de su Dios y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio mientras el padre se daba la vuelta y le pegaba un puñetazo al aire de la cocina y se maldecía a sí mismo y también al mundo y no por última vez, y ahora su hijo podría haber estado dormido si no fuera por el ritmo de su respiración y por los ligeros movimientos acongojados de sus manos en el aire de encima del sitio donde estaba tumbado, unas manos del tamaño del pulgar de un hombre adulto que habían agarrado el pulgar del Padre en la cuna mientras el niño miraba cómo la boca del padre se movía al cantar una canción, con la cabeza inclinada y dando la impresión de mirar algo situado más allá, algo que hacía sentirse solo a su Padre, como apartado. Si nunca han llorado ustedes y quieren llorar, tengan un hijo. «Break your heart inside and something will a child» es la canción gangosa que el Padre vuelve a oír casi como si la mujer de la radio estuviera allí a su lado mirando lo que han hecho, aunque horas más tarde lo que el Padre menos podrá perdonarse es lo mucho que quería un cigarrillo justo mientras estaban envolviendo la entrepierna del niño lo mejor que podían con vendas y con dos toallas de mano cruzadas, después el Padre lo levantó en brazos como si fuera un recién nacido, cogiéndole el cráneo con la palma de la mano, se lo llevó corriendo a la camioneta recalentada y quemó los neumáticos hasta llegar al pueblo y a la sala de urgencias del hospital dejando la puerta del inquilino abierta y colgando durante el día entero hasta que la bisagra cedió, pero para entonces ya era demasiado tarde, para cuando la cosa fue irreversible y ellos no llegaron a tiempo el niño ya había aprendido a salir de sí mismo y ver cómo sucedía todo lo demás desde un punto en lo alto, y lo que fuera que se perdió entonces nunca más volvió a importar, y el cuerpo del niño se expandió y echó a caminar y ganó un sueldo y vivió su vida sin inquilino, una cosa entre cosas, y el alma de su yo fue en gran medida vapor en lo alto, que caía como la lluvia y luego se elevaba, y el sol subía y bajaba como un yoyó.

«Break your heart inside and something will a child is the twangy song the Daddy hears again as if the radio’s lady was almost there with him looking down at what they’ve done, though hours later what the Daddy most won’t forgive is how badly he wanted a cigarette right then as they diapered the child as best they could in gauze and two crossed handtowels and the Daddy lifted him like a newborn with his skull in one palm and ran him out to the hot truck and burned custom rubber all the way to town and the clinic’s ER with the tenant’s door hanging open like that all day until the hinge gave but by then it was too late, when it wouldn’t stop and they couldn’t make it the child had learned to leave himself and watch the whole rest unfold from a point overhead, and whatever was lost never thenceforth mattered, and the child’s body expanded and walked about and drew pay and lived its life untenanted, a thing among things, its self’s soul so much vapor aloft, falling as rain and then rising, the sun up and down like a yoyo.»
 
Morirse,20.04.2023



Me encanta. Todo encaja perfectamente. Y los detalles: la puerta a medio atornillar, las lengüetas reblandecidas del pañal, las manitas del tamaño de un pulgar, la disociación.


(gracias)



 
remos,20.04.2023
Observaciones sobre el lenguaje de los pájaros
Juan Luis Martínez

El Lenguaje de los Pájaros o Confabulación Fonética es un lenguaje inarticulado por medio del cual casi todos los pájaros y algunos escritores se expresan de la manera más irracional posible, es decir a través del silencio. La Confabulación Fonética no es sino la otra cara del silencio. (los pájaros más jóvenes como también así algunos escritores y músicos sufren hoy por exceso de libertad y están a la búsqueda del padre perdido).

Los pájaros ambicionan escapar escapar del círculo del árbol del lenguaje- desmesurada empresa, tanto más peligroso, cuanto más éxito alcanzan en ella -. Si logran escapar se desentienden de árbol y lenguaje. Se desentienden del silencio y de sí mismos. Ignoran que se desentienden y no entienden nada como no sea lo indecible. Se desescuchan del silencio. Se desescuchan de sí mismos. Quieren desescucharse del oído que alguna vez los escuchara: (los pájaros no cantan: los pájaros son cantados por el canto: despajareándose de sus pájaros el canto se des-en-canta de sí mismo: los pájaros reingresan al silencio: la memoria reconstruye en sentido inverso 'El Canto de los Pájaros': los pájaros cantan al revés).

Los pájaros viven fundamentalmente entre los árboles y el aire y dado que sus sentimientos dependen de sus percepciones, el canto que emiten es el lenguaje transparente de su propio ser, quedando luego atrapados por él y haciendo que cada canto trace entonces un círculo mágico en torno a la especie a la que ellos pertenecen, un círculo del que no se puede huir, salvo para entrar en otro y así sucesivamente hasta la desaparición de cada pájaro en particular y en general hasta la desaparición y/o dispersión de toda la especie.

Los pájaros no ignoran que muchos poetas jóvenes torturan las palabras para que ellas den la impresión de profundidad. Se concluye que la literatura sólo sirve para engañar a pobres gentes respecto a una profundidad que no es tal. Saben que se ha abierto un abismo cada vez más ancho entre el lenguaje y el orden del mundo y entonces se dispersan o enmudecen: dispersan dispersas migas en el territorio de lo lingüístico para orientarse en el regreso (pero no regresan) porque no hay adonde regresar y también porque ellos mismos se desmigajan en silencio desde una muda gritería y tragan en silencio su propio des-en-canto: descantan una muda gritería. ¿Se tragan a pequeños picotazos el silencio de su muda gritería? : (cantando el des-en-canto descantan el silencio: el silencio se los traga).

A través del canto de los pájaros, el espíritu humano es capaz de darse a sí mismo juegos de significación en número infinito, combinaciones verbales y sonoras que le sugieran toda clase de sensaciones físicas o de emociones ante el infinito. (Develar el significado último del canto de los pájaros equivaldría al desciframiento de una fórmula enigmática: la eternidad incesantemente recompuesta de un jeroglífico perfecto, en el que el hombre jugaría a revelarse y a esconderse a sí mismo: casi el Libro de Mallarmé.

Cantando al revés los pájaros desencantan el canto hasta caer en el silencio: -lenguaje – lenguajeando el lenguaje -, lenguajeando el silencio en el desmigajamiento de un canto ya sin canto. Se diría: (restos de un Logos: migajas de un Logos: migas sin nombre para alimento de pájaros sin nombre: pájaros hambrientos: (pájaros hambreados por la hambruna y el silencio).

Desconstruyen en silencio, retroceden de unos árboles a otros: (han perdido el círculo y su centro: quieren cantar en todas partes y no cantan en ninguna): no pueden callar porque no tienen nada que decir y no teniendo nada picotean como último recurso las migajas del nombre del (autor): picotean en su nombre inaudible las sílabas anónimas del indecible Nombre de sí mismos.
 
remos,11.07.2023
El tiempo del ogro
Diego Muñoz Valenzuela

A todos aquellos que nos extraviamos en la neblina densa y terrible del tiempo del ogro, en especial a Remigio y Héctor que permanecerán en este texto un tiempo más y ojalá –no pierdo la esperanza- para siempre.


Se encontraron a unos escasos metros del fragor de la avenida Irarrázaval a fines de aquel año tan intenso en tristezas y terrores. De ese modo, constituía una inmensa alegría cruzarse con alguien conocido allí, constatar que la vida seguía irradiándolo con su milagro. Remigio le dejó caer sus ojos achinados y pícaros, destilando la felicidad de verlo y Héctor le devolvió la mirada desesperanzada de un muerto en vida. Aquello puso en alerta a Remigio: algo no andaba bien. Venían caminando en sentido opuesto y por mero instinto aminoraron el paso imperceptiblemente, como si quisieran despistar a un observador invisible.
A partir de ese momento, todo transcurrió en cámara lenta y comenzó a grabarse de manera indeleble en la memoria de Remigio. Imágenes que iban a acompañarlo durante su vida, a insertarse en sus sueños, regresar súbitamente a su rutina en los momentos felices, como para resquebrajarlos.
Héctor dio un paso y le ofreció sus grandes y cansados ojos de borrego triste. Estaba exhausto de sufrir: eso le dijeron aquellos ojos a Remigio y no fue necesario que describiera los espantos a los que había sido sometido. Aquella mirada tenía la elocuencia de un relato extenso y vigoroso. Héctor denegó con el rostro varias veces mientras elaboraba un nuevo paso, levantando una pierna que pesaba media tonelada.
Le cuesta caminar, pensó Remigio, como si transportara el mundo completo sobre sus espaldas. Tan afligido, tan exhausto, tan vencido, eso concluyó Remigio. Sin embargo, aún se da maña para advertirme. Para salvar mi vida. Aquello meditó Remigio mientras daba su propio paso hacia Héctor, uno que acortaba aquella enorme distancia entre ambos, aunque quedaban apenas unos metros para que se cruzaran por última vez.
Héctor movía los labios y emitía mensajes inaudibles que Remigio tuvo que descifrar o imaginar, combinando ambas habilidades. Aquellos movimientos le revelaron el horror oculto detrás de los parabrisas reflectantes, las ventanas cerradas a machote, los sótanos inaccesibles donde reinaba la noche eterna.
Ambos dieron sendos pasos para acercarse, aunque la distancia entre ellos se tornara imposible de transitar. Remigio recordó que Héctor había cumplido dieciocho años unos días atrás; se llevaban apenas unos meses. No era una edad para vivir esta clase de cosas –esa idea le vino a la mente- pero ¿qué más podían hacer? Ellos no habían escogido el camino a seguir. Y cada vez que la vida les ofreció una disyuntiva nueva en aquellos tres acelerados años, escogieron en conciencia.
Sólo les quedaba seguir caminando. Eso lo sabían ambos. Lo tenían perfectamente claro. No había alternativa. Y aspiraron el aire de aquella mañana fresca para inflar sus pulmones con oxígeno y seguir viviendo la clase de vida que les correspondió. De modo que avanzaron; ahora estaban apenas a un par de metros. Podían verse muy bien.
Héctor no se había afeitado en varios días y las ojeras delataban sus padecimientos. No obstante, le sonrió. Era una sonrisa amarga y tierna, cargada de amor, pero sobre todo de coraje. A Remigio el corazón le saltó dentro del pecho: una emoción sorda, ciega y violenta comenzó a nacer en su interior. No podía ser que las cosas fueran así. Era inaceptable: era preciso hacer algo.
Sin borrar aquella sonrisa de su rostro, Héctor volvió a denegar mientras daba otro paso, uno que los dejó a escasos centímetros. A Remigio le pareció que podía sentir la respiración acezante de su amigo; entonces vinieron las palabras susurradas.
“Me siguen, me tienen, me usan como cebo. Salen a pasearme, pero van de cacería. Vete del país en cuanto puedas. Mañana mismo”. Eso escuchó Remigio, alelado, con la piel de gallina, mientras daba el paso final, aquel que terminaba ese encuentro fortuito.
No osó darse vuelta para observar a su amigo alejarse camino de la muerte. No fue capaz, porque una suma de miedos se apoderó de él: que Héctor fuera a correr y lo mataran en ese mismo instante, que de la camioneta de vidrios oscuros que avanzaba a vuelta de rueda se bajaran los agentes para apresarlo, que a él le diera por ponerse a gritar que alguien los salvara, a gritar sus nombres para que se supiera qué había pasado. Pero nada podía cambiar la condena que pesaba sobre Héctor. Y lloró mientras caminaba alejándose de su amigo. Sus lágrimas caían en gruesos chorros mientras se aproximaba a la avenida, los ojos se le iban poniendo muy rojos y el sollozo le convulsionaba el tórax. Por suerte los hombres del furgón de inteligencia no percibieron su estado, ocupados como estaban de no perder de vista a Héctor.
Remigio caminó y caminó y caminó, hasta que salió del país, huyendo de aquella muerte implacable, hasta que llegó a París y luego a Marsella, donde se estableció y formó una familia. De allí vino de regreso a Chile un día caluroso de febrero, cuando nos contó esta historia terrible una larga noche, mientras esperábamos el auto que iba a llevarlo al aeropuerto de vuelta a Marsella.
Dijo que no reconocía al país que abandonó hacía tantos años atrás. Le respondimos que nosotros tampoco, aunque viviéramos aquí, mientras bebíamos un vino rojo y espeso. Fue como si el tiempo no hubiese transcurrido jamás y fuéramos los mismos adolescentes plenos de sueños y largas cabelleras desplegadas al viento.
Un día alguien contó que, tras vivir un tiempo solo en París, Remigio se había suicidado, sin dejar explicaciones. Nos quedamos helados. O más bien congelados por el dolor, súbito, intenso, desesperado. Sin embargo, seguimos caminando. Dando pasos, adonde sea. No sé si huyendo o avanzando. Quisiera creer que alejándome del sufrimiento o de la fatalidad o de la muerte. También quisiera creer que acercándome a ellos: a Héctor y Remigio. Pero no lo sé. Sólo seguimos, sigo, caminando.
 
Dhingy,11.07.2023
bEl infinito en un junco - Irene Vallejo/b

"Así sucedió, con inesperadas consecuencias para la historia del libro, a principios del siglo II a C. El rey Ptolomeo V, corroído por la envidia, buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. La había creado un rey helenístico de cultura griega, Eumenes II (...) Desde su capital, Eumenes intentaba eclipsar el brillo cultural de Alejandría en un momento en que declinaba el poder político egipcio. Ptolomeo, consciente de que los mejores tiempos habían quedado atrás, enfureció ante el desafío. No estaba dispuesto a soportar afrentas contra la Gran Biblioteca, que simbolizaba el orgullo de su estirpe.
Se cuenta que hizo encarcelar a su bibliotecario Bizancio cuando descubrió que planeaba instalarse en Pérgamo bajo la protección del rey Eumenes, acusando al uno de traición y al otro de robo.
Además de encarcelar a Aristófanes de Bizancio, el contraataque de Ptolomeo a Eumenes fue visceral. Interrumpió el suministro de papiro al reino de Eumenes, para doblegar a la biblioteca enemiga privándola del mejor material de escritura existente.
La medida podría haber resultado demoledora pero, para frustración del vengativo rey, el enmbargo impulsó un gran avance que, además, inmortalizaría el nombre del enemigo. En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero. (...) En recuerdo de la ciudad que lo universalizó el producto mejorado se llamó 'pérgamo' "
 
rhcastro,04.04.2024
CARTA DE CARLOS FUENTES A MILAN KUNDERA

¡De manera, querido Milán, que los dos somos ya septuagenarios! Qué ilusorio, qué sorprendente, me parece llegar a esta edad. Tengo, acaso, demasiado viva la impresión de nuestro encuentro en Praga, en 1968. No renuncio, acaso, a ese momento trágico y exaltante a la vez, en que nuestra confianza política fue puesta a prueba, las realidades se impusieron a las ilusiones, y sin embargo las esperanzas no cedieron ante la indiferencia. Fue el año de Praga, París y México. En Checoslovaquia, el intento generoso de un socialismo con rostro humano fue brutalmente aplastado por el Kremlin en nombre del comunismo. En París, la crítica juvenil a la sociedad post-industrial y consumista adoptó banderas que proclamaban "la imaginación al poder". En México, la calma mortal del régimen autoritario del Partido Revolucionario Institucional fue rota por una juventud que pedía en la calle lo que aprendió en las escuelas: democracia, crítica, libertad.

Viví contigo ese año crucial de nuestro siglo, Milán, y compartimos la amargura de lo que, entonces, se antojaban fracasos. Fracaso de la primavera de Praga, aplastada por los tanques soviéticos. Fracaso del mayo parisino, frustrado por la complicidad del Partido Comunista Francés y la astucia del general De Gaulle. Y fracaso del movimiento estudiantil mexicano, detenido a balazos por el régimen autoritario del PRI en el poder.

Sin embargo, a treinta años de distancia, lo que entonces pareció fracaso hoy no aparece así. Debajo de los empedrados de París no apareció la playa, pero sí renació el socialismo francés de su letargo bajo Guy Mollet y la aventura de Suez. Perdió su prestigio el PCF y se preparó una generación crítica de lo que hoy vivimos: el capitalismo salvaje, el neodarwinismo global. Debajo de las ruedas de los tanques rusos en Praga no renació un socialismo con rostro humano, pero Checoslovaquia anunció el fin del imperio soviético diez años después y el inicio de una nueva era para Rusia y la Europa Central. No una era mejor, pero sí una era ejemplar: el fin del comunismo no significó el fin de la injusticia, ni el triunfo de la democracia significa la felicidad instantánea. En México, finalmente, el sacrificio de la juventud en la Plaza de las Tres Culturas señaló el inicio del declive del autoritarismo priista y el nacimiento de una democracia mexicana que, a su vez, no puede reducirse a jornadas electorales y cuotas parlamentarias, sino que debe traer, junto con la libertad, un grado de bienestar mayor para los cincuenta millones de mexicanos que viven en la pobreza.

Cuando Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y yo viajamos a Praga en 1968 para estar contigo y con la esperanza democrática de tu patria, tuvimos que sentar a la misma mesa a los ángeles de la ilusión con los demonios de la fatalidad. No pudimos prever todo lo que, durante los siguientes treinta años, sucedería. Pero en medio de los tanques rusos en Checoslovaquia, los cadáveres juveniles en Tlatelolco y los macanazos policiacos en el Barrio Latino, nuestras palabras, querido Milán, sí afirmaron la necesidad de un imaginario para entender realmente la historia. Sí afirmaron que la literatura es indispensable para mantener vivos la lengua y la imaginación de una sociedad, y que sin imaginación, sin lenguaje, ninguna sociedad sobrevivirá. Ni a los tanques rusos, los garrotes policiacos parisinos o las matanzas mexicanas, ayer. Ni a los alegres robots del supermercado, los sonrientes enterradores de la historia y los crueles especuladores de la marginación, hoy.

Ni tú ni yo pensamos que una novela puede cambiar la política. Lo que sí creemos es que sin la novela, el mundo de los hombres y las mujeres sería no sólo más pobre, sino más débil ante las constantes agresiones del poder. El poder político quisiera ser absoluto y no lo es sólo porque nosotros, todos nosotros, no se lo permitimos. La sociedad civil checa, polaca y húngara, los escritores como tú, Jorge Konrad o Jerszy Andrejewski, los cineastas, músicos y filósofos de la Europa Central, mantuvieron, a pesar de todo, un margen de libertad bajo la tiranía comunista. ¿Lo conservarán bajo la indiferencia capitalista? El problema de ustedes, en Europa Central, es más difícil que el nuestro, en América Latina. De México a Argentina, nuestras metas son más claras. La educación, la palabra, el libro, la biblioteca, son armas fundamentales en la lucha de nuestros países, que es unir la democracia política al mejoramiento económico de los miserables.

Pero tanto en Praga como en la ciudad de México, en Varsovia como en Buenos Aires, el novelista crea un espacio donde, en medio del silencio o del ruido, ambos ensordecedores, del mundo político, económico y religioso, la voz del ser singular, del ser irrepetible, del hombre y la mujer que no pueden ser reducidos a cifras o a siglas, se deja escuchar.

Tus espléndidas novelas, grande y querido Milán Kundera, nos han dado a todos tus lectores no sólo el regalo de la imaginación y el lenguaje más puros pero más recios. A través de los tiernos y solitarios y desorientados y resistentes personajes de La broma y La vida está en otra parte, de La insoportable levedad del ser al Libro de la risa y el olvido a La inmortalidad, La lentitud y La identidad, has creado ese espacio en el que todos tienen derecho a la palabra y ese tiempo en que todo es, maravillosamente, presente: el pasado aquí, el futuro aquí. Tus novelas impiden, poderosamente, que prosperen los proyectos autoritarios para hundir el pasado en el olvido y prometer un futuro feliz pero indeseable. Tus personajes son héroes y heroínas de una resistencia frente a dos sepulcros: el del olvido y el de la imprevisión. Tú le das vida a un presente conflictivo, rico, abarcador. Te niegas a excluir. Eres un gran escritor de la inclusión, del abrazo. Lo que a nadie le dices es que la inclusión sea sencilla, o que el abrazo no sea doloroso. Como Faulkner, al que tanto admiramos, entre el sufrimiento y la nada, tú te quedas con el dolor.

Estamos bailando tú y yo, querido amigo, "el vals del adiós", como se titula uno de tus libros. Pero no nos vamos a despedir ni con resignación, ni con cansancio, ni con satisfacción. Vamos a seguir viviendo y escribiendo con voluntad, con energía y con insatisfacción. Qué alegría saber que compartimos los trabajos y los días de nuestros setenta años, como compartimos los de nuestros treinta años.

fuente: Bryan Villacrez en Mar de fondo.
 



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