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dhinga,30.03.2024
Mal
 
guy,01.04.2024

Yo nomás opino de lo que no entiendo y sobre todo de lo que no leo. Acá no voy a dejar un cuento del único escritor uruguayo que no me gusta porque es el escritor uruguayo que menos leí porque en general me encanta la literatura rioplatense nomás que lo que menos me gusta es leer y lo segundo que menos me gusta es escribir.


ESE LÍQUIDO VERDE (Mario Levrero)

Llaman a la puerta. No espero a nadie; me extraña que llamen. Sin embargo, abro.
Hay una muchacha de uniforme y ojos verdes; sonríe, muestra un portafolios y me dice:
—¿Me permite pasar? Es una demostración gratuita domiciliaria.
No lo pienso; me hago a un lado y entra, al tiempo que abre el portafolios. Extrae una franela y un frasco, pero aún no reparo en esto; detrás de ella entra un payaso, que se para de manos en el centro de la pieza, y hay más gente afuera.
La muchacha humedece la franela con el contenido del frasco —un líquido verde— y comienza a pasarla por una mesa, frotando lentamente con movimientos circulares. Ha entrado una pareja de equilibristas que hacen pruebas maravillosas; una consiste en hamacarse, colgados de la araña, y dar una vuelta completa en el aire y caer de pie, haciendo un saludo; pero yo estoy atento al domador que entra con un león y un tigre (que gruñen con sonidos estomacales y peligrosos), y luego a la écuyére de pie sobre el caballo, y a los camellos y a la jirafa y al elefante; éste queda trabado en la puerta, a pesar de que el director ha abierto especialmente las dos hojas. El elefante tiene una expresión penosa mientras el domador y el payaso lo empujan hacia afuera, para destrabarlo; luego lo empujan de nuevo hacia adentro, torciéndolo ligeramente, y logran hacerlo pasar.
Quedaba el motorista suicida que irrumpe con ruido infernal, a gran velocidad; da vueltas por las paredes y hasta por el techo. Me acerco a la muchacha y le digo que ya tengo bastante de su demostración domiciliaria, que ya no me interesa, que no he de comprar, de todos modos, ningún producto; que está perdiendo su tiempo, y yo el mío.
No se enoja; sonríe, interrumpe sus movimientos circulares, guarda sus cosas, me saluda y sale. Mientras baja la escalera me asomo y le grito:
—Y llévese también su circo. ¡Por Dios!
—¿Mi circo? —pregunta asombrada—. ¿Qué me dice? Esta gente no ha venido conmigo.
 
guy,01.04.2024
El mejor escritor de la historia de la humanidad o sea de los seres humanos. Obvio igual no lo leí porque no está en wikipedia.

DOSCIENTOS VEINTIDÓS PATITOS (Federico Falco)

Ella era joven y tomó una caja de fósforos para sacarles una a una las cabezas rojizas. Las pisó en un mortero e hizo una pasta y, después, una bolita. Miró la bolita apenas apoyada en la palma de su mano: pequeña, aunque un gran fuego, de detonarse. Ella creía que era profundamente infeliz, la bolita ahí, en la palma de su mano y ella misma, ahí, hermosa pero secreta, en ese pueblo. Por eso se tragó la bolita y sintió cómo se desgranaba en su garganta y se acostó larga en la cama y se durmió mientras lloraba. Ella pensaba, antes de dormirse, en su pobre madre, entrando en la mañana y en el intento vano de despertar a la hija muerta. Blanca, larga, ya todo habría pasado, en la mañana, y sin embargo no podía dejar de llorar. Pero en la mañana solo vomitó y dos ojeras grises debajo de los ojos, durante el día, fueron todo el rastro de su desdicha inacabada e inacabable.

Treinta años después se lo contó a sus hijos: ella, cuando era joven, había tomado una caja de fósforos y había intentado suicidarse. Había descabezado los fósforos y puesto, como burbujas, las doscientas veintidós cabezas en un mortero y las había triturado hasta formar una pasta y con la
pasta una única burbuja densa y pesada y se había tragado la burbuja. Me la tragué, les dijo, y en la cama, toda la noche, toda la noche, esperé morirme mientras lloraba y me ganaba el sueño, que yo creí que era la muerte, hasta que al día siguiente desperté. Se rio un poco mientras se los contaba. Los hijos callaron. El marido calló. Los hijos eran cinco y ya grandes. Los dos mayores, una mujer y un varón, se habían casado y tenían sus propios hijos. Los otros traían a sus novias a cenar los martes en la noche o se tomaban fines de semana libres para viajar con ellas a las sierras, o a Mar del Plata en temporada baja. ¿Por qué nos contás esto ahora?, preguntó uno y ella no supo qué contestar, se encogió de hombros. Entonces sí, todos se rieron de la ingenuidad que su madre tenía a los quince años. Qué idea, dijeron, suicidarse con fósforos. Ella, mientras tanto, pensaba en lo estúpida que había sido: en el galpón trasero guardaban veneno para ratas, en el botiquín del baño había navajas de afeitar rápidas y afiladas. También, sino, hubiera podido meter la cabeza dentro del horno y abrir la llave.
No recordaba por qué había elegido los fósforos.

Cuando ya tenía muchos nietos y un día quedó viuda (su marido murió leyendo el diario, sentado en un silloncito de hierro, en el patio, un domingo), la hija menor recordó la escena: su madre temblando, las doscientas veintidós cabezas rojas deslizándose como un pequeño mar en el fondo curvo y blanco del mortero, la bolita mortal, etcétera. Recordó, también, la tarde en que ella se los había contado. Todos eran jóvenes y los tres menores todavía vivían en la casa, el padre acababa de jubilarse, los domingos a la tarde jugaban a los naipes y comían tortas recién horneadas. Su madre les había dicho que cuando era una quinceañera había intentado suicidarse. Se los dijo sin tener por qué, después de terminado un partido, y sirviéndose del plato una porción de bizcochuelo. La hija menor recordó esa tarde y dejó a los niños con la mujer que los cuidaba, sacó el auto del garage y manejó hasta la casa de su madre. La encontró mirando la novela. ¿Nos contaste porque de nuevo querías suicidarte?, preguntó la hija menor. Sí, a lo mejor sí, contestó ella, que ahora era vieja, amable y sabia. Después sonrió y hablaron de los nietos, de la niñera y de podar las rosas.

La hija, más tranquila, se despidió con un beso. Pasó por el almacén, compró leche, dos botellas de shampoo, una caja de saquitos de té. Volvió a su casa y encontró a sus niños peleando por el manejo del control remoto y a la niñera peleando, a su vez, con ellos.

Su madre murió tiempo después, de una bala perdida, una noche de año nuevo en que sacó una silla al patio para respirar aire fresco, cuando ya todos sus hijos y sus nietos se habían marchado y ella no lograba aún conciliar el sueño.
 
Cavalieri,02.04.2024
Malas, no vengo a dejar mi comentario. El de Levrero lo había leído, me pareció ordinario. Ese juego del principio con el circo no me recordó expresiones que se usaban después. “De nada no hacés un circo” no solía decir mi madre. Y el de Falco, sí sé, no espero cosas que sí van a venir. En principio.
(Olvídese dividir lo posterior por +1)
 
guy,03.04.2024

Yo no leí esto porque no leo a las mujeres. Bueno no leo a secas pero o sea KÉ.



OONA, LA ALEGRE MUJER DE LAS CAVERNAS (Patricia Highsmith)


Era un poco peluda, le faltaba un incisivo, pero su atractivo sexual era perceptible a una distancia de doscientos metros o más, como un olor; quizás fuese eso. Toda ella era redonda, su vientre, sus hombros, sus caderas eran redondas, y siempre estaba sonriente, siempre alegre. Por eso gustaba a los hombres. Siempre tenía algo cociendo en una olla sobre el fuego. Era mansa y nunca se enfadaba. Le habían dado tantos garrotazos en la cabeza que su cerebro estaba confuso. No hacía falta golpear a Oona para poseerla, pero ésa era la costumbre, y Oona apenas se molestaba en esquivar el cuerpo para protegerse.
Oona estaba permanentemente preñada y nunca había experimentado el comienzo de la pubertad, ya que su padre se había aprovechado de ella desde que tenía cinco años, y después de él, sus hermanos. Su primer hijo nació cuando ella tenía siete años. Aun en avanzado estado de gestación abusaban de ella, y los hombres esperaban impacientes la media hora o así que tardaba en parir, para lanzarse de nuevo sobre ella.
Curiosamente, Oona mantenía más o menos constante el índice de natalidad de la tribu; en todo caso, la población tendía a disminuir, ya que los hombres desatendían a sus mujeres porque estaban pensando en ella o, a veces, morían al pelear por ella.
Finalmente, Oona fue asesinada por una mujer celosa, a quien su marido no había tocado desde hacía muchos meses. Este hombre fue el primero que se enamoró. Se llamaba Vipo. Sus amigos se habían reído de él por no tomar a otras mujeres, o a la suya propia, en los momentos en que Oona no estaba disponible. Vipo había perdido un ojo luchando con sus rivales. Era un hombre solo de mediana estatura. Siempre le había llevado a Oona las piezas más selectas que cazaba. Trabajó mucho para hacer un adorno de pedernal, convirtiéndose así en el primer artista de su tribu. Todos los demás utilizaban el pedernal solamente para hacer puntas de flecha y cuchillos. Le había dado el adorno a Oona para que se lo colgara al cuello con una cinta de cuero.
Cuando la mujer de Vipo mató a Oona por celos, Vipo mató a su mujer impulsado por el odio y la ira. Luego cantó una canción que sonaba fuerte y trágica. Siguió cantando como un loco, mientras las lágrimas corrían por sus barbudas mejillas. La tribu pensó en matarle, porque estaba loco y era diferente a todos, y le temían. Vipo dibujó figuras de Oona en la arena húmeda de la orilla del mar;
luego, imágenes de ella sobre las rocas lisas de las montañas cercanas, imágenes que se veían desde lejos. Hizo una estatua de Oona en madera; después, una en piedra. Algunas veces dormía con ellas. Con las torpes sílabas de su lenguaje formó una frase que evocaba a Oona siempre que la pronunciaba. No era el único que aprendió y pronunció esa frase, ni el único que había conocido a
Oona.
Vipo fue asesinado por una mujer celosa cuyo hombre no la había tocado desde hacía meses. Su hombre le había comprado a Vipo una estatua de Oona por un precio muy elevado: una enorme
pieza de cuero hecha con varios pellejos de bisonte. Vipo se hizo con ella una hermosa casa impermeable, y aún le sobró suficiente para vestirse. Inventó unas frases acerca de Oona. Algunos hombres le habían admirado, otros le habían odiado, y las mujeres le odiaban todas, porque las miraba como si no las viese. Muchos hombres se entristecieron por la muerte de Vipo.
Pero, en general, la gente se sintió aliviada cuando Vipo desapareció. Había sido un hombre extraño, que perturbaba el sueño de algunas personas por las noches.
 



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