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SARITA




Hoy en la mañana murió la vieja Sara. La sempiterna Sarita. Y se murió en domingo, cual una sombra, calladamente, sin que alguien lo notara, a la hora en que la refinada y displicente familia estaba desayunando en el comedor de la gigantesca mansión. Muy temprano se había levantado, como era su costumbre, para preparar el desayuno y atender y servir a los de la casa. Y después, cuando todos disfrutaban de la comida, la habían visto merodeando con su andar encorvado y tranquilo al entrar y salir de la cocina. Pero en ningún momento la extrañaron ni se percataron de su ausencia cuando dejó de aparecer. Una de las niñas que jugaba en el patio interno de cemento, bajo la sombra de una parra, entró al cuarto y la encontró sin respiración sobre la cama. Llegó corriendo al comedor con la noticia de que algo le pasaba a Sarita. Los ocho presentes a la mesa quedaron en suspenso y sorprendidos, con los cubiertos a medio camino, detenido el masticar, aspirando la mezcla de perfumes y jamón cocido que reinaba en la atmósfera. La rutina de las poses y las conversaciones vacías quedaron trabadas en la sorpresa y en el por un momento no saber qué hacer. La más vieja de la familia, orgullosa y robusta, con sus lentes redondos con armadura de oro apoyados sobre la nariz respingada, vestida de domingo con un traje crema que lucía una orquídea sostenida con un broche también de oro bajo el hombro derecho, mientras se levantaba se limpió los labios con la punta de una servilleta, a toquecitos, para no remover el polvo facial ni la pintura de labios. Dejó caer los lentes sobre el pecho. Ahora le quedaron colgando del cuello por una cinta negra. Sin apuro alguno salió del comedor y se fue hasta el cuarto de Sarita, al final de un pasillo y de la casa. Un minuto después regresó a su puesto con la certeza y el fastidio de aquella muerte dibujados en la cara. A la confusión originada por la noticia, siguieron los gestos de enojo ante lo que representaba para ellos el desagradable contratiempo de interrumpir el rito de cada domingo para ocuparse de aquella enojosa fatalidad. Las miradas sin pena que intercambiaban lo expresaban bien a las claras. Era lo último que podían esperar en aquel hermoso día en que la mayoría de ellos ya estaban decididos y arreglados para salir a la calle. Tiraron las servilletas sobre el mantel y se levantaron, molestos, sin terminar el desayuno. Quedarían aburridos y maniatados en la casa, mirándose las caras, como en ese momento, con la ropa escogida y bien puesta para lucir en la misa y las reuniones de los diferentes y mejores clubes de La Habana. Las citas, las tertulias, las partidas de canasta y todos los planes domingueros quedarían hechos trizas. Además, y peor aún, menos pena sentían porque todos estaban convencidos de que Sarita era simpatizante de los bandidos del 26 Julio y su cacareada Revolución. Alguna vez la habían escuchado cuando sintonizaba la radio clandestina. Sarita simpatizaba con lo que ellos jamás podrían aceptar. Nunca lo había comentado en la casa, pero ellos lo sabían. Pero Sarita se había muerto, sin remedio, con sus secretos y misterios y con todos sus escondidos sueños revolucionarios. Y ahora estaba hecha un ovillo en el último cuarto, más reducida que de costumbre, con su cara chupada y toda ella perdida entre el vestido de algodón azul opaco, cerrado al cuello, que de siempre le sobró como una bata. Allí quedó en su soledad, con el pelo extrañamente gris para sus tantos años, aun conservando tras la muerta nuca el moño que ella misma se ajustaba halando los cabellos casi de raíz desde la frente hacia atrás. Dolía ver aquel estirón aplastante y reseco que parecía no haber podido arrancar ni un sólo cabello en tantos años de peinarse de ese modo. Ahora sí las cuatro mujeres de la casa se levantaron mal encaradas de la mesa y se dirigieron en procesión al último cuarto. Por más de diez minutos fueron y vinieron, y cuchichearon, tres de ellas fumando sin cesar. Pero ninguna se resolvió a tocar o cambiar algo en la habitación. No era fácil, la muerta las aturdía y el dormitorio les resultaba casi desconocido y fatigoso con su fuerte olor a naftalina y a encierro. Parecía que el cuarto y los muebles, un espacio casi a oscuras, una peinadora con una pequeña silla y una vieja butaca en un rincón, además de la cama en que yacía Sarita, también hubiesen expirado. Los frascos de alcohol, las antiguas esencias, los polvos de olor y hasta la escasa ropa y el aire que se encerraba en la semipenumbra caliente de aquel espacio de la casa casi olvidado por todos, habían muerto mucho antes. Pertenecían a otra época y llevaban años de mínimo uso. La ventana que daba al patio interior, deteriorada y por mucho tiempo sin que alguien la abriera porque el pestillo estaba muy oxidado, lucía la pintura craqueada, con el verde botella marchito y algo blanquecino. Las mujeres intentaron abrirla para que entrase el aire fresco, pero no pudieron, también estaba trabada por la presión generada por la humedad que había penetrado en la madera. Ahora la habitación, que por siempre lució como una mancha apartada entre tanto lujo de la casa y de todos ellos, al igual que Sarita, ya no era nada. Las mujeres volvieron a salir del cuarto y respiraron aliviadas al andar por el patiecito mientras caminaban apuradas, pisando fuerte, de mal humor. Los hombres se habían retirado al salón principal de la casa y fumaban y hablaban en voz baja, ni remotamente por respeto, tan sólo pretendiendo pasar inadvertidos para no tener que tomar cartas en aquel asunto tan áspero e inoportuno. No estaban para eso, esperarían para ver si podían escaparse. Las mujeres seguirían ocupándose. Y éstas, ahora más decididas, después de varias gestiones telefónicas para ultimar los arreglos del velatorio y el cementerio, apenas se comunicaban con gestos y monosílabos, enfrentándose al intempestivo deber que tenían por delante. Se ocupaban, pero no se dolían mucho. Mejor que eso, ni mucho ni poco, simplemente se ocupaban porque conocían más de esos quehaceres que sus maridos y hermanos. Volvieron al cuarto. Las dos muchachas de servicio que habían sido solicitadas, las miraban asustadas. El único atenuante que sentían las señoronas era que la pérdida inesperada de Sarita sería menor que el alivio de su próxima ausencia, aunque les arruinase ese domingo con el transitar del engorroso velorio, que de costumbre se haría en la casa, y aunque les arruinase también la mitad del lunes con el consabido sepelio. El cariño siempre limitado hacia el advenedizo, que en el pasado debió existir en alguien de la casa también para Sarita, se había extinguido con el paso de las nuevas generaciones, dejando lugar únicamente para la aceptación de su presencia por la fuerza de la costumbre. Ella siempre había estado allí. Ninguno de la familia podía recordar la enorme y suntuosa casa sin su cuerpo pequeño y enjuto entrando y saliendo de la cocina, o yéndose a su cuarto, siempre callada, con su andar apenas percibido, sin una pisada que no fuese de seda. Y hoy estaba muerta, sorpresivamente muerta en el aislamiento de su habitación. Las mujeres, acomodándola como a una extraña, le dieron vuelta y la extendieron boca arriba en la cama. Se dibujaba su flacura bajo el peso de la tela. La falda del batilón azul ahora le llegaba hasta los zapatos, que sin tacones y con la suela y los bordes gastados no se había quitado para acostarse y morirse. Así de sencillo debió ser. Se sintió mal, se fue al cuarto, se acostó y en el mayor mutismo y el menor tiempo posible se murió, como se apaga la llama de un residuo de vela que se ahoga en su propia cera. Se veía lamentable y disminuida, mucho más allá de su sencillez habitual. Pero, más terrible aún, no siendo capaces de enfrentarse a ella por mucho tiempo después de lo vivido, ni siquiera en aquel momento irrevocable, tuvieron que abandonar la habitación algo asustadas después de varios intentos infructuosos por cerrarle los ojos. Lo pretendieron una y otra vez, al principio suavemente, luego no tanto, pero no pudieron con ellos en aquella obstinación que afirmaba como nunca antes su visión acusadora. Aquel era el sello de Sarita. En esa mirada postrera se condensaba la fuerza con que había llegado a ese día final, soportando y superando todas las pruebas de una vida solitaria y encadenada a una subordinación que siempre fue en ascenso al ir disminuyendo con el tiempo el afecto y la consideración hacia ella. Cuando las muchachas de servicio terminaron de acomodarla sobre la cama y la cubrieron con la sábana hasta los hombros, salieron también para dar paso a los demás. Los hombres se dirigieron aburridos desde el salón en que se agrupaban hasta ese último cuarto, charlando, fumando, inexpresivos, con pasos de lasitud. Más que otra motivación, era la curiosidad lo que los movía. Pero no entraron, la observaron a hurtadillas desde la puerta, alternándose, un poco intrigados ante la expresión tan insólita de mirada muerta y tremenda a la vez clavada en el techo. Aquellos ojos, exageradamente abiertos, eran demasiado para ellos. Pretendieron esa despedida de indagación sin el requerimiento de la presencia dentro de la habitación y mucho menos cercana al cadáver. Uno a uno se fueron retirando, ahora sin hacer comentarios, como si hubiesen visto a una desconocida. En el regreso por el largo corredor que rodeaba al patio, creían tener aquellos ojos clavados en la nuca. Nadie de la familia lo lamentaba, pero sí podían sentir que una sensación de lejana culpabilidad y abandono se iba acrecentando en el espíritu de la casa y dentro de cada uno de ellos. Por momentos el ambiente se sofocó en un silencio de turbación y enojo que detenía todas las actividades de la rutina casera como un freno invisible. Las decisiones se evitaban y se alargaban en una espera inútil. La familia se había marchitado aún más de lo que estaba desde hacía bastante tiempo y cojeaba dentro de su oropel sin explicación alguna, aunque esta muerte fuese tan insignificante para todos y tan ajena al núcleo familiar. Reinaba el suspenso de un falso equilibrio emocional. Quizás bajo la fuerza de aquella mirada fija de obstinación y presencia, habían sentido que una antigua realidad plena de degradaciones y olvidos se había hecho presente, demandándoles, abofeteándoles. Pero esto no duró mucho. Poco después, hombres y mujeres sentados en la sala, se observaban unos a otros como preguntándose de qué manera algunos se podrían ir para disfrutar de sus entretenimientos. Hasta la imposible presencia de la vergüenza se esfumó en minutos. Y aunque por momentos lo comentaban ninguno se había acercado de nuevo al cuarto para intentar cerrarle los ojos. No se lo explicaban, pero les tenían miedo. Y quizás lo llegarían a descubrir y a aceptar en algún momento, pero de siempre se lo habían tenido. Porque Sarita nunca mostró otra señal resaltante que no fuese aquella de penetrarlo todo con su mirada intensa que no reposaba ni un segundo. Y allá atrás, a solas, cada instante más rígida, acostada con su dulce muerte, aún los tenía así, casi desorbitados en franco desafío, inmensamente abiertos, como si fuesen testigos que no pudiesen morir jamás. Y ese desenlace de visión tenaz concordaba con cada minuto de su vida, porque ella, como los taladros de su cara, también era incansable. A pesar de ser casi tan vieja como el tiempo mismo, mantenía un afán que no se detenía, siempre alerta, siempre diligente. Contaba cerca de noventa años cuando simplemente dejó colgado lo que estaba haciendo y se fue a su cuarto y se murió. Y de igual modo vivió en esta casa aparentemente desde siempre, como un suspiro flacuchento que podía resistir y callarlo todo. Ella era una delgadez que jamás ocupó un puesto en la mesa familiar, nunca tuvo visitas, no utilizó un teléfono y nunca se sentó frente a un televisor. A veces, sólo a veces, en las noches, alguien que pasaba frente a su cuarto la oyó escuchando una pequeña radio que de día guardaba entre sus ropas. En todos sus años en la casa de ningún modo ocasionó un problema. Simplemente se contaba con ella, sin necesidad de hacer conciencia de su presencia. Se supo con el correr de las descendencias que la más antigua de las abuelas que se recordaba la había traído al seno de la familia. Su nombre verdadero era Ana Margarita de los Ángeles y había nacido hija de campesinos en un caserío del interior de la Provincia. Sus familiares y apellidos se habían perdido en el tiempo y la separación de no compartir lo cotidiano y ni remotamente lo familiar. Su familia se había difuminado en la necesidad y el abandono de los campesinos que migraban de un lado a otro de la isla. Sarita era una soledad sin ligazón alguna con su sangre. Lo de llamarla Sara se debió seguramente al criterio de darle un nuevo nombre para su estadía en aquel imprevisto hogar al que llegaba. El diminutivo se debería a su aparente fragilidad y quizá como constancia y permanencia en el recuerdo de haber sido recogida para servir en la casa desde muy niñita. Siempre se había dicho que de pequeña era muy bella, con su cabello rubio ensortijado y los ojos claros más redondos y grandes del mundo. Después, siendo parte de la casa, desde muy joven se fue marchitando en un silencio próximo a la hostilidad, hasta convertirse en casi una nada antes de tiempo. Pero siempre se supo y se comentó que desde niña era capaz de observar y escudriñar completamente su entorno con un simple vistazo. Podía penetrar en las cosas y la gente como si fuese una aguja cuya mirada directa penetrase hasta el alma. La línea de su mirar resultaba incómoda y difícil de soportar. Aquel atisbo abarcador y agudo parecía contactarse por medio de un hilo bien tenso con cualquier cosa que mirase, sin jamás perder su brillo y fijación. Y dicen también que nunca nadie la escuchó de ningún modo quejarse ni llorar, ni siquiera ante la presencia en la casa de las enfermedades o de la muerte misma. Era de una prudencia impecable. Perennemente se supo que ella, aun conociendo las circunstancias de su llegada a la casa, ni una vez preguntó por sus familiares o por el lugar de su procedencia. Simplemente se conformó con estar allí. Podía adaptarse a cualquier circunstancia con la más simple resignación. Iba y venía, iba y venía, ordenaba y limpiaba, recogía cosas o aparecía de improviso en el momento en que la necesitaban en cualquier lugar de la casa. Se desplazaba con pisadas imperceptibles, como posándose, atendiendo cada detalle, mostrando al caminar su lentitud y las puntas y el largo de sus huesos bajo la tela de los batilones. A pesar de su vejez, ni siquiera hablaba a solas. Era callada casi hasta la mudez. A veces, se adivinaba que sonreía, pero sin reír, como algo muy lejano y borroso, como si la sonrisa no existiese y el corazón hubiese dejado de latir para transformar toda la vida en una mueca. Y nada se le olvidaba. Era una hormiga lenta pero incansable. Lo que otros dejaban sin hacer ella lo terminaba. Pero más allá de sus maneras y sus silencios, y en medio de ese apagado vivir, sus ojos no disminuían ni un segundo aquella intensidad estremecedora. A veces daba la impresión de que hasta los objetos regados por la casa resentían su mirada total, como no queriendo cubrirse de polvo, como tratando de anularse ante su presencia, no rompiéndose, no nada. Así, sin tregua. Aún en los momentos que pasaba en la quietud y sombras de un rincón, siempre callada, sentada en su añeja mecedora, apenas balanceándose, no cesaba de calar su alrededor con aquel atisbo implacable. Para ella, vivir era soportar, y existir era tener ojos para sentir el mundo con ellos. Y ahora estaba allá atrás, abandonada en su pequeño cuarto, deshaciéndose, con la boca en una mueca apretada de rigidez eterna, pero con los ojos bien abiertos. Esos ojos pertinaces que se irradiaban desde el último cuarto, desplazándose como aguijones acusadores frente a cada miembro de la familia, recorriéndolos, ajusticiándolos. Esa presencia de inquisición en el todos los rincones y en el ánimo de la casa entera, era su triunfo y revancha en despedida. Más tarde, las mujeres de servicio la amortajarán sin poder mirarle a la cara para no ver sus ojos tan abiertos, pero lo harán con un miedo exento de culpabilidad. Es posible que lleguen a estar algo ensombrecidas al ocuparse de ella, sin saber el porqué, o sin querer averiguarlo, pero seguramente atendiéndola con lástima y solidaridad. Y de esta manera, luego, seguramente con cierto alivio, vendrán los de la Funeraria y la guardarán en el ataúd. Y le cruzarán los brazos sobre el pecho. Y le colocarán entre las manos un crucifijo que nunca pidió ni reconoció como necesario. Y a la mañana siguiente la llevarán a enterrar, a duras penas, a paso de plomo, como a regañadientes, siempre aturdidos, pisando un camino de hastíos por las vías del cementerio. Alguno inventará una excusa para no asistir. Pero antes del velorio y de la salida hacia el campo santo, aún estando en la casa, un segundo después de cerrada la urna sobre la cara macilenta, más allá de la presencia reticente y de la mínima vergüenza, sin que ninguno lo advierta, en esa nueva oscuridad Sarita se reirá de todos ellos. Se reirá con la mayor expresión de burla y desprecio que pudiera acumularse durante tantos años de vivir en las sombras de la soledad y la servidumbre del menosprecio. Esa mueca chupada resumirá la conciencia que guardaba en su interior del alma y la miseria de cada uno de ellos. Y así se pudrirá, entre la caja y las sedas, con el vestido blanco y el inútil crucifijo, en lo hondo de la tumba, casi en seco en su nuevo mundo de silencio y soledad. Pero irá desapareciendo con los ojos redondamente abiertos, bien abiertos, liberada, como vino a esta vida. Y allá en su muerte, siempre riéndose, esperará por lo único que había amado en su férrea existencia. Soñará con lo que guardaba con tanta firmeza en su pequeño corazón cuando escuchaba en las noches solitarias la Radio Rebelde que llegaba de la clandestinidad para enterarse del avance de las guerrillas en las montañas del Escambray y la Sierra Maestra, en el Centro y en el Oriente de la Isla. Esperará con sus ojos abiertos por el triunfo de la Revolución y la anhelada Justicia que no conoció en vida.

Texto agregado el 30-12-2010, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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